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El buen ladrón

Abbie Hoffman, en el centro, antes de entregarse a la Policía en septiembre de 1980.

En 2012 y 2013, cuando millones de españoles padecían en forma de despidos, recortes sociales y subidas de impuestos una crisis económica que no habían provocado, grupos de jornaleros andaluces dirigidos por el ahora diputado de Unidos Podemos Diego Cañamero protagonizaron varios robos de comida y material escolar en supermercados de Écija, Arcos de la Frontera y Dos Hermanas. La condena de aquellas acciones fue casi unánime e incluyó a buena parte de la izquierda. Prácticamente nadie tomó la palabra para introducir algunas dudas razonables en la algarabía de exabruptos contra Cañamero y los suyos.

¿Y si aquellas acciones fueran, como decían sus autores, un modo de llamar la atención sobre la miseria que se había abatido sobre tantos trabajadores de Sevilla y Cádiz? ¿Y si el producto de tales robos sirviera, como sirvió, para aliviar algunas de las estrecheces por las que estaban pasando? ¿No deben juzgarse las acciones humanas teniendo también en cuenta el quién, el cómo, el dónde, el cuándo y el por qué? ¿Cabe ignorar la posible existencia de atenuantes y hasta eximentes en un presunto hecho delictivo?

Hace un lustro apenas escuchamos estos interrogantes. Casi todos los políticos profesionales, tertulianos televisivos y editorialistas de la prensa de papel ignoraron el contexto de las protestas de los jornaleros y corearon al unísono los mantras de rigor: ¡Intolerable!, ¡la propiedad es sagrada!, ¡la ley es la ley! Y, ya que estamos, ¡viva la Guardia Civil! Me apena la superficialidad del debate público en España y prácticamente en todas partes. Una de sus razones es el triunfo del modelo de sentencias cortas, simplonas y contundentes de la televisión y Twitter. Otra bien podría ser el desarme ideológico de la izquierda.

La actual debilidad política de los progresistas tiene mucho que ver con su rendición intelectual, cultural y moral de las últimas tres décadas, con su aceptación, más o menos entusiasta, más o menos resignada, de los marcos y postulados de la contrarrevolución conservadora de Reagan y Thatcher. Por ejemplo, la izquierda parece haber olvidado que no toda propiedad es sagrada, algo que ya señalaba Robespierre durante la Revolución Francesa citando el caso de los dueños de esclavos. O que la ley es un producto humano, no divino, y puede ser interpretada por los jueces y hasta reformada o abolida por los políticos.

Hubo un tiempo en que la izquierda también se hacía una pregunta vieja como la misma humanidad: ¿Es legítimo robar en caso de extrema necesidad? Es obvio que no estoy hablando de robar al trabajador, al pensionista, al pequeño comerciante. Estoy hablando de aligerar el peso de las carteras de los ricos, de las grandes fortunas personales y las grandes empresas multinacionales. Escribo esto y de inmediato me pregunto si no caerá sobre mí el peso de la Ley Mordaza tan sólo por hacerlo. Vivimos un tiempo en que la expresión de determinados pensamientos puede llevarte al calabozo. Con mucha probabilidad, la fiscalía abriría hoy una investigación para identificar y castigar al autor de ese refrán que pregona que aquel que roba a un ladrón tiene 100 años de perdón.

Pero, en fin, sigo. En 1971 se publicó en Estados Unidos Roba este libro (editado por Capitán Swing en España). Lo firmaba Abbie Hoffman, un activista y teórico de la contracultura, y era un manual para luchar contra los gobiernos y las grandes empresas de todas las maneras posibles, legales o ilegales. Bajo el lema ¡Sobrevive!, contenía consejos prácticos para robar en supermercados, no pagar la factura de la luz, cultivar marihuana en casa, ocupar viviendas vacías o terrenos sin cultivar de grandes propietarios, vestirse gratuitamente con ropa usada, crear un periódico o una radio libre, usar fraudulentamente tarjetas de crédito, enfrentarse a la Policía en batallas callejeras y otras cosas igualmente subversivas.

Vendidos o sustraídos, un cuarto de millón de ejemplares de Roba este libro desaparecieron de los estantes de las librerías estadounidenses en los seis primeros meses que siguieron a su publicación. En aquellos tiempos el viento ideológico dominante en las democracias occidentales era el de libertad y justicia, crítica y gozo, paz y amor que se había alzado en Estados Unidos y Europa en el prodigioso año de 1968. Ser antisistema no era entonces peyorativo.

La mayoría de los trucos propuestos en Roba este libro no son practicables hoy. Los gobiernos y las empresas han desarrollado en los últimos lustros incontables métodos de vigilancia y espionaje para hacerlos imposibles. El siglo XXI está siendo el de la materialización universal de la distopía orwelliana del Gran Hermano. Ahora el pobre apenas tiene modo de robar un calcetín en un centro comercial sin que salten alarmas, sea filmado y un guarda de seguridad proceda a su arresto. O de no declarar a Hacienda una ganancia de 100 euros sin que sobre él caiga el peso de una rigurosa inspección.

Elogio al bandido social

Abbie Hoffman llamaba a Estados Unidos el Imperio Cerdo y proclamaba que robarle no era inmoral. Al contrario, lo consideraba una obligación moral. Una afirmación semejante no lograría hoy ni tan siquiera tener la oportunidad de ser argumentada. Hemos retrocedido mucho en materia de libertad de expresión desde los años 1970.

Y sin embargo, todas las tradiciones humanistas contemplan con simpatía la figura del buen ladrón. El cristianismo lo hace a través del personaje de Dimas, uno de los dos ladrones crucificados junto a Jesús de Nazaret. En uno de los evangelios apócrifos, el Libro de Santiago, escrito hacia el año 150 de nuestra era, se cuenta de Dimas que era de origen galileo y “atracaba a los ricos y favorecía a los pobres”.

En la tradición anglosajona la figura del buen ladrón se encarna en la leyenda de Robin Hood, el arquero medieval que se refugió en el bosque de Sherwood junto a una banda de desheredados para asaltar los convoyes del sheriff de Nottingham y el príncipe Juan sin Tierra. Robin Hood es el ejemplo más universalmente conocido de lo que el historiador Eric Hobsbawm calificó como bandido social o generoso en un estudio de 1965 sobre las formas de resistencia popular al poder a través de los tiempos. Los bandidos sociales, contaba Hobsbawm, eran individuos que vivían del robo en los márgenes de las sociedades rurales, compartían sus botines con la gente más necesitada y eran percibidos como héroes. En buena medida estaban emparentados con los piratas que izaban en los mares la enseña de las dos tibias y la calavera.

En el Brasil de la segunda mitad del siglo XIX y el comienzo del XX, este tipo de bandidos sería conocido como cangaceiros. Los cangaceiros formaban bandas armadas que asaltaban las grandes y ricas haciendas del Sertão y que, pese a toda la propaganda oficial en su contra, se incorporaron al folclore popular brasileño como una expresión de disidencia ante el injusto reparto de la riqueza.

España también conoció un fenómenos semejante con los bandoleros románticos. El utrerano Diego Corriente actuaba por tierras sevillanas en la segunda mitad del siglo XVIII. Sólo robaba a gente adinerada y repartía entre los campesinos pobres parte de sus ganancias. Tal era su fama que el rey Carlos III ofreció una recompensa de 100 piezas de oro a quien lo entregara vivo y muerto. Terminó siendo apresado, ahorcado y descuartizado. Pero una copla lo hizo inmortal: “Diego Corriente yo soy / aquel que a nadie temía / aquel que en Andalucía / por los caminos andaba / el que a los ricos robaba / y a los pobres socorría”.

El cordobés José María el Tempranillo tomó el relevo en el primer tercio del siglo XIX. Hijo de jornaleros, se especializó en el asalto a las diligencias que atravesaban la Serranía de Ronda, especialmente las que transportaban la recaudación de Hacienda. El Tempranillo odiaba a los caciques y latifundistas, socorría a los pobres y era caballeroso con las damas, según la leyenda popular. Hasta medio centenar de fugitivos de la justicia se sumaron a su banda, que Fernando VII trató de combatir enviando batallones de migueletes al sur. Murió en una emboscada a los 28 años.

El período que siguió a la guerra contra la invasión napoleónica fue fértil en bandoleros románticos. Los Siete Niños de Écija comenzaron como una guerrilla patriótica y luego se convirtieron en asaltantes de caminos. Su jefe también pasó a la leyenda popular a través de un romance: “Echa vino montañés / que lo paga Luis de Vargas, / el que a los pobres socorre / y a los ricos avasalla”. Andrés López Muñoz, El barquero de Cantillana, abatido por la Guardia Civil en 1849, inspiraría el personaje de ficción de Curro Jiménez. Y en el Señorío de Vizcaya daría mucho que hablar Manuel Antonio Madariaga, más conocido como Patakon. Se incorporaría a la tradición vasca como un ladrón compasivo porque “lo que quitaba a los ricos se lo daba a las viudas”.

Un elemento clave en la simpatía que despertaban estos bandoleros era que, salvo circunstancias excepcionales, no cometían delitos de sangre. Otro, el que jamás despojaban de sus escasos bienes a los trabajadores y tenderos. Un tercero, el que redistribuían buena parte de lo robado. ¿Puede considerárseles precursores de la protesta social? Así lo creía Eric Hobsbawm. En todo caso, el desarrollo del movimiento obrero en la segunda mitad del siglo XIX hizo obsoletas tales manifestaciones de disidencia. Los campesinos y los trabajadores industriales tenían ahora sindicatos, partidos, ateneos y sociedades de socorro mutuo para intentar protegerse. Renunciaron a la acción delictiva con una notable excepción: la del anarquismo. Los anarquistas no descartaban la posibilidad de financiarse a través de atracos a bancos, y de defenderse a tiros de los pistoleros de la patronal. Consideraban que las reglas de juego legales estaban amañadas para que siempre ganaran los mismos.

Así se forjó la leyenda de Buenaventura Durruti y sus compañeros del grupo Los SolidariosDurruti, que debutaron en 1923 con el atraco al Banco de España de Gijón. Y, más tarde, recién terminada la Guerra Civil, la del maquis urbano de los Hermanos Quero. En los primeros años de la década de 1940, los Hermanos Quero protagonizaron atracos y secuestros espectaculares en pleno corazón de Granada, cuyo botín destinaban tanto a financiar la resistencia antifranquista como a ayudar a gente necesitada. Terminaron siendo abatidos a tiros y bombazos por la Policía en el barrio del Albaicín, en 1947.

Tener en cuenta el cómo y por qué

¿Estoy diciendo que puede ocuparse la casa de un particular por vacía que la tenga? ¡No! ¿Estoy diciendo que puede atracarse al que camina por la calle? ¡No! ¿Estoy diciendo que puede robarse en la tienda de la esquina? ¡No y mil veces no, señor fiscal! Sólo estoy contando que en tiempos no muy lejanos determinado tipo de delitos recibían una mirada mucho más compasiva que ahora por parte del pueblo y de la izquierda. Que se era mas sutil que ahora, que se tenía en cuenta el quién, el cómo, el dónde, el cuándo y el por qué. También la literatura estaba menos encorsetada. El escritor francés Maurice Leblanc basó su personaje del ladrón de guante blanco Arsenio Lupin en la figura del anarquista Marius Jacob. A comienzos del siglo XX, Marius Jacob cometió más de 150 robos audaces en residencias de lujo de París y otras ciudades francesas para financiar las actividades del movimiento libertario. Pero jamás empleó la violencia contra las personas. El inspirador del personaje de Arsenio Lupin penetraba en los chalés, los palacetes y los grandes apartamentos sólo cuando estaban vacíos, procuraba causarles el menor daño posible y dejaba a sus víctimas unas notas de disculpa desbordantes de humor y elegancia.

Terminó siendo detenido y en su juicio declaró: “Sabéis quién soy: un rebelde que vive de sus robos”. Fue condenado a pasar el resto de su vida haciendo trabajos forzados en un penal de la Guayana francesa. Liberado tras 20 años de encierro, regresó a Francia y participó activamente en los movimientos a favor de Sacco y Vanzetti y contra la extradición de Durruti a España.

Tiempos precarios

Tiempos precarios

Una de las anécdotas más célebres de la vida de Marius Jacob puede sintetizar aquello de lo que estoy hablando, señor fiscal. Una vez, tras haber penetrado en una casa, descubrió que era la del gran viajero y escritor Pierre Loti, alguno de cuyos libros había leído. Marius Jacob volvió a poner todo en su sitio, dejó sobre la mesa del comedor un billete para pagar los daños de los cristales rotos y a su lado una nota en la que decía: “Habiendo penetrado en su casa por error, yo no robaría nunca a quien vive de su pluma. Todo trabajo merece su salario”.

*Este artículo está publicado en el número de septiembre de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí. aquí

 

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