Emily Dickinson: la fe en sí misma

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Elena Medel

¿Cuántos versos de Emily Dickinson recuerdas? Si pronuncias el nombre de Federico García Lorca, la memoria trae el comienzo del “Romance sonámbulo”, “verde que te quiero verde./ Verde viento. Verdes ramas”; cuando te detienes en Walt Whitman, te detienes en el “Canto a mí mismo” y en aquello de “yo soy inmenso y contengo multitudes”. ¿Cuántos de Emily Dickinson, de Rosalía de Castro, de Safo? De ellas sí recuerdas —recordamos— su figura, el cliché transmitido: Safo cantó al amor entre mujeres, qué melancólica Rosalía de Castro, Emily Dickinson se vistió de blanco y se encerró en su habitación. Se omiten su obra y su contexto, y se aíslan elementos que deforman el retrato hasta la caricatura, y fijan el mensaje de que una mujer que escribe es una excepción y debe su genio no al talento ni al esfuerzo, sino a un azar vinculado a la rareza. A la escritora se la fetichiza, su trabajo se reduce a dos o tres rasgos desprovistos de complejidad: una escritora no es una escritora, sino esa tipa rara que escribe. Retomando los ejemplos: Rosalía de Castro se nos trasmite por lo folclórico frívolo y no por lo político, despojándola de ideología, y de Safo no se valora su capacidad para transformar el sujeto deseante, sino que el foco —y la mirada masculina— se desplaza hasta el sujeto —objeto— deseado.

Sucede igual con Emily Dickinson. He mencionado el vestido blanco, los años sin contacto con el mundo, y he omitido su dedicación a la botánica o el vínculo emocional con su cuñada —Susan Gilbert, también escritora—, sobre el que se ha especulado tanto: episodios de su vida que, al obviar circunstancias históricas y sociales, construyen el cliché. Sin embargo, la biografía de Dickinson no se diferencia en mucho de la de otras mujeres de su clase y de su época. Su vida transcurrió en Amherst (Massachusetts, EEUU), donde nació en 1830 y falleció en 1886. Su padre trabajó como abogado y militó en el conservador Partido Whig, y su voluntad de difundir sus estrictos ideales religiosos y políticos le llevó a interesarse por la educación; en el colegio que él fundó estudiaría su hija Emily. Ingresó en el seminario de Mount Holyoke, orientado a la formación de misioneras, y lo abandonó sin vocación. A su regreso a casa, asumió como única hija soltera el cuidado de sus padres, en especial de su madre. Como sucede a otras escritoras —y a otros escritores, aquí sí— la probable depresión que sufrió durante décadas, y que coincidiría con sus episodios de reclusión, se romantiza: no se cuenta como una enfermedad, sino como el fascinante ingrediente de una vida convulsa, que fructifica en hondísimos poemas.

Emily Dickinson leía como escritora, sabiendo que un texto ajeno origina otro propio, y tuvo una fuerte conciencia de su labor intelectual; mantenía correspondencia con mentores —en masculino— que la validasen. La literatura no suponía para ella un entretenimiento, sino un oficio. El vínculo con uno de sus maestros, el escritor Thomas Higginson, definió su posición frente a la escritura. Cuando le envió algunos de sus poemas, Higginson le sugirió cambios profundísimos en los textos, para unificarlos con el estilo de moda: quería modificar su sintaxis áspera y entrecortada, trufada de silencios, como si el lenguaje no bastase para contar el mundo, y reorientar su mirada hacia otros temas y tonos. ¿Sacrificar su identidad artística o mantenerse inédita en su apuesta? Dickinson escogió la fe en sí misma. En vida publicaría seis poemas de los casi 1.800 que se conservan, y lo haría por insistencia de otras mujeres que confiaban en su talento: su hermana Lavinia, su cuñada Susan, la novelista Helen Hunt Jackson. Tras su muerte aparecerían varias ediciones de sus poemas al cuidado de Higginson y la editora Mabel Loomis Todd, y otras posteriores ya en el siglo XX, a cargo de su sobrina Martha Dickinson Bianchi, hija de Susan.

Independencia creativa

Desde la independencia, desde el conocimiento y la reflexión, Emily Dickinson fundó una tradición propia y supo qué lugar simbólico ocupaba su escritura. Al margen de la formación estudiantil y familiar —la Biblia, cuyos elementos despoja de creencias e integra en su discurso—, dominó la gran literatura de su lengua: admiraba el teatro de Shakespeare —se aprecia la voluntad escénica de muchos de los poemas de Dickinson, con su potencia visual y su dominio del espacio—, y admiraba a románticos como John Keats y casi coetáneas como Elizabeth Barrett Browning. A su equipaje incorporó una literatura estadounidense en forja, sobre todo el trascendentalismo de Ralph Waldo Emerson —no parece improbable que se conocieran— y su valor de la naturaleza como espacio de la verdad. El lenguaje y la posibilidad de su sonido, el sentido del humor finísimo que la acerca a la literatura popular... Ella sola origina una de las vetas más fértiles de la poesía estadounidense hoy: Louise Glück, la ganadora más reciente del Premio Nobel de Literatura, creció bajo su influjo. La posición del inglés como lengua franca ensancha su influencia: leer a Emily Dickinson nos permite comprender mejor a poetas tan lejanos como Juan Ramón Jiménez —que la tradujo—, Antonia Pozzi o Adam Zagajewski.

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¿Vistió de blanco? Igual que Tom Wolfe un siglo después. ¿Se encerró en casa? También Vladimir Holan, que descansaba durante el día y escribía durante la noche, sin abandonar la isla artificial de Kampa. Emily Dickinson protagonizó una biografía habitual para una mujer de clase alta en la Nueva Inglaterra del siglo XIX, en la que destacan la conciencia de la escritura y la defensa de su independencia creativa, compartida por otras escritoras de su tiempo. Me gustan mucho —en la traducción de Silvina Ocampo para Austral— la primera estrofa del poema 67 —“El éxito es más dulce/ para los que nunca triunfan./ Apreciar un néctar requiere/ una cruel necesidad”— y el poema 579, “(...) descubrí/ que el hambre — era un estado/ que tiene la gente afuera de las ventanas —/ y que al entrar — lo pierde”.

¿Y tú? ¿Cuántos versos de Emily Dickinson recuerdas?

  *Elena Medel (Córdoba, 1985) es autora de la novela ‘Las maravillas’ (Anagrama). Su obra poética está reunida en ‘Un día negro en una casa de mentira, 1998-2014’ (Visor).

¿Cuántos versos de Emily Dickinson recuerdas? Si pronuncias el nombre de Federico García Lorca, la memoria trae el comienzo del “Romance sonámbulo”, “verde que te quiero verde./ Verde viento. Verdes ramas”; cuando te detienes en Walt Whitman, te detienes en el “Canto a mí mismo” y en aquello de “yo soy inmenso y contengo multitudes”. ¿Cuántos de Emily Dickinson, de Rosalía de Castro, de Safo? De ellas sí recuerdas —recordamos— su figura, el cliché transmitido: Safo cantó al amor entre mujeres, qué melancólica Rosalía de Castro, Emily Dickinson se vistió de blanco y se encerró en su habitación. Se omiten su obra y su contexto, y se aíslan elementos que deforman el retrato hasta la caricatura, y fijan el mensaje de que una mujer que escribe es una excepción y debe su genio no al talento ni al esfuerzo, sino a un azar vinculado a la rareza. A la escritora se la fetichiza, su trabajo se reduce a dos o tres rasgos desprovistos de complejidad: una escritora no es una escritora, sino esa tipa rara que escribe. Retomando los ejemplos: Rosalía de Castro se nos trasmite por lo folclórico frívolo y no por lo político, despojándola de ideología, y de Safo no se valora su capacidad para transformar el sujeto deseante, sino que el foco —y la mirada masculina— se desplaza hasta el sujeto —objeto— deseado.

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