Felipe González. Un día fue

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Lara Moreno

No logro recordar si cuando yo era una niña me caía bien Felipe González. Supongo que sentía un cierto aprecio por él, como si fuera una persona de confianza, parte del paisaje, el eternamente reelegido presidente del Gobierno a quien nadie me había enseñado a cuestionar ni tampoco a despreciar. En mi casa no me hablaban de política, pero algo de ese señor sevillano que era el jefe de España lo sentía como propio. Algo que iba más lejos de la camisa a cuadros y el acento andaluz. A lo mejor ese algo tenía que ver con las ideas, pero no lo habría definido así. Además, mi abuela materna se apellidaba al revés que el presidente. No sé qué simpatías puede despertar este azaroso e inocuo dato, con esos apellidos comunes, pero en la mente de una niña que respira un ambiente sin enseñanzas políticas, cualquier coincidencia con el poder es un punto a favor, más que en contra.

Lo que recuerdo perfectamente es que, bastante tiempo después, nadie a mi alrededor pareció lamentar su derrota. Por supuesto, tampoco se le quitaba el mérito, ese mérito de buen político que nunca se habían parado a descifrarme. En aquel momento yo ya me había agarrado a la intuición de que en mi casa debía de haber un resquicio de izquierdas, más que nada por los libros que se leían, el cine que se veía y la música que se escuchaba. La España de antes de que él llegara no se echaba nunca de menos, en un trance que aún dejaba regusto a milagro heroico, y eso tenía que ver con su figura; a él le había tocado timonear la transformación, por tanto le pertenecía. La bendita Transición. Igual que también le pertenecía, a esas alturas, todo lo que se veía por televisión: los parados, los escándalos de corrupción, porque los políticos vienen a robar, el GAL y su sombra negra y un cansancio de socialismo desdibujado digno de un país que ya no necesitaba agarrarse a unos ideales para seguir caminando. La magia se había acabado.

Poco después, en la universidad, aprendí por mi cuenta a despreciar al nuevo presidente y a su bigote. Lo desprecié con el ahínco propio de la veintena, instalada en una nostalgia de algo que tenía la sensación que jamás iba a suceder. A mi alrededor, nadie parecía tampoco echar de menos a Felipe, al último Felipe, a pesar de todo. Estaba fuera de cuestión que su tiempo había terminado, y ahora que se había ido parecían aún más toscas las últimas hazañas de su reinado. A su partido, de todos modos, era imposible añorarlo, viviendo en Andalucía.

En las casas del pueblo, que nos quitaron, y que recuperaremos, se enseñaba a los hombres a hablar, a discutir en público, a respetarse mutuamente. Se los arrancaba de la desesperación y del alcoholismo al que los sometía la oligarquía más insolidaria de Europa, la misma que tenemos ahora.” Ahora sí, ahora ha pasado algo más que tiempo desde que un joven Felipe declamara estas palabras en 1977, en un mitin en Castellón, durante la primera campaña electoral tras el franquismo. Si intento trasladar esa cadencia, ese anhelo y esa emoción al Felipe de 2023, antes incluso de visualizar su blanca melena de octogenario, me tropiezo con una imagen intermedia que también empieza a tener solera: un señor con pinta de oligarca, semidesnudo y bronceado, sentado en la cubierta de un yate, recibiendo quién sabe si crema protectora o aceites perfumados en la espalda y en el pecho a manos de una mujer y, como no podía ser de otra forma, con un puro en la boca. El ceño fruncido es inconfundible. Su postura es la de un dios de su época, ajeno a los cuidados.

El político de nuestra vida

¿Es esa la imagen que elijo para enfrentarme a trazar una semblanza personal del viejo mandatario? ¿Se superpone ese fondo azul y esa carne tostada a toda la hemeroteca de poderoso animal mitológico que tiene a sus espaldas? ¿No es Felipe González, como me dijo una buena amiga, el político de nuestra vida? ¿Por qué no soy capaz de verlo así, si podríamos decir que es el el fundador de la España donde he crecido?

Hago un esfuerzo. Miro atrás, a cuando no había yate (lo del Azor no computa). Quién no quiere haber habitado, aunque sea en la infancia, el país en el que Ernest Lluch aprobaba la Ley General de Sanidad, la cual regulaba la financiación pública, universal y gratuita de los servicios sanitarios. Quién no prefiere ser adolescente en la España de 1992 antes que en la de 1982, cuando tantos derechos sociales estaban aún por estrenar. Mucho mejor en el oasis noventero de autovías, europeísmo, alta velocidad, exposiciones internacionales y olimpiadas, pero también escuelas públicas, ladrillo recién encastrado en toneladas de cemento y bares a rebosar que nadie habría dicho que no fuera viento en popa. Los logros transformadores conseguidos por la socialdemocracia adusta y liberal de aquellos gobiernos sucesivos son bien conocidos y reivindicados. Huelva no fue Sagunto, Puerto Real, Vigo o Cartagena. Diría que crecí en un país (concretamente en una ciudad) que se modernizaba sin demasiados conflictos, sin contradicciones (el polo químico era altamente rentable, vertido tras vertido). Del referéndum de la OTAN o de la huelga general del 88 no tengo memorias. Sí recuerdo, cómo olvidarlos, los años del plomo. La figura que gobernó todo aquello, aquel presidente que en sus notas escribió en 1989, una mañana de inicio de campaña, “Empieza la fiesta macabra de las declaraciones rimbombantes, de las mentiras conscientes, de los nervios que produce el temor a quedar mal”, merecía mi ingenuidad y mis respetos.

Y, sin embargo, me tiembla un poco el pulso al escribir. Es una incomodidad extraña, como de rechazo involuntario. Su ceño fruncido (en la foto del yate cuando Gas Natural y en la actualidad que sí me pertenece) me molesta. Decido preguntar a mi hermana, a mi madre y a mi padre y a Lola, una amiga más o menos de su edad. Que me cuenten, porque lo que tengo claro es que Felipe sí fue el político de sus vidas.

Mi hermana me confirma que le caía bien cuando era pequeña y que luego empezó a cambiar su opinión sobre él, porque lleva encima toda la caspa política de su época y el endiosamiento se le ha ido de las manos. Mi padre me dice que cuando llegó a la universidad en Sevilla, desde su pueblo, Isidoro era como una especie de Zorro o Robin Hood. Que su primer voto fue para Tierno Galván, pero que el segundo ya fue para Felipe. Y que el resumen de mi hermana le parece un buen resumen. Lola me cuenta que adoró a Felipe González. Que era una persona que hablaba y te convencía. Que su retórica se ha perdido, aquella manera de embaucarte pero con gusto y con inteligencia. Que amó al encantador de serpientes, pero que en el último periodo de su gobierno no lo aguantaba. “Sí, Felipe, sí, Felipe, lo que tú digas.” Que en algunos momentos de su época de expresidente le pareció un impresentable. Y que cuando debería echarse a un lado, verdaderamente, es ahora.

Es mi madre quien me envía el audio más largo, contándome algo que me ha contado más veces en mi edad adulta, pero que hoy me llena de ternura. Me explica que en su casa, de niña, estaba prohibido hablar de política y ella nunca supo nada de nada. Que creció pensando que los comunistas habían tenido la culpa de la guerra y de todo lo que había pasado en España, de todo el sufrimiento de la gente de izquierdas. Que ella no sabía si el dictador era bueno o malo para su país. De Franco no se podía hablar, ni bien ni mal. Y fue al llegar a la universidad cuando se dio cuenta de que mucha gente pensaba que había que luchar por otro país, por otras ideas. Conoció a compañeros y compañeras que pertenecían al partido socialista y al partido comunista. Dice que sentía recelo, porque todas aquellas no ideas que ella tenía eran difíciles de desterrar de su cabeza de un día para otro. Y que cuando aparecieron Felipe y Guerra, no le gustaban. Le daban un poco de miedo, con aquellos discursos agresivos que levantaban una realidad de la que ella no había sido consciente. Al principio no los votó y huía de las conversaciones sobre política. Pero Felipe González no le caía del todo mal. Pensaba que era un hombre valiente que luchaba por sus principios. Con el tiempo le fue gustando más, incluso llegó a votarlo, porque afirma que los hizo cambiar, que transformó a la juventud española. Que fue él, junto con Guerra, quien hizo que tantas personas a quienes nadie les había inculcado una conciencia política, social, durante los años de dictadura, llegaran a tener una idea de España. Acaba mi madre su relato excusándose, diciéndome que sus palabras y lo que ella piense no me van a ayudar, que no me van a decir nada. Está muy equivocada. En realidad, solo consigo llegar al Felipe que gobernó durante mi niñez a través de su historia y sus impresiones. Su testimonio, al final, es el que más me acerca a aquel país que yo solo habitaba desde los márgenes de la infancia.

La fiesta macabra

Y ahora sí, ahora me siento más capaz de colocarme frente a frente con la fiera. Ahora quizá pueda dibujar mi propia semblanza del viejo político, del expresidente, de aquel tótem carismático y para tantos intocable. A mí lo que verdaderamente me importa es el Felipe González de hoy, de finales del año 2023. Porque me doy cuenta de que la imagen del yate con su oligarca encima, en realidad, no es más que un estorbo cómodo y evidente. La repetida confirmación de lo que hace el exceso de poder con los ideales, la decepción que ni llega a ser tal porque me pilla lejísimos la querencia, la constatación de que a algunos, siempre a los mismos, la desmedida ambición se les convierte en oro. Me doy cuenta de que lo relevante de verdad, para mí hoy, ni siquiera son sus sueldos de consejero.

Nací en 1978, tengo aproximadamente la misma edad que tenía él cuando, siendo presidente, escribió en su libreta, al inicio de una campaña, “Empieza la fiesta macabra”. Y siento, más aún que cuando era joven, que este es mi verdadero tiempo, el tiempo que estoy viviendo con más conciencia. Como ciudadana, he sufrido varias campañas electorales demoledoras y he ido a votar diría que demasiadas veces en los últimos años. La fiesta macabra es una rueda sin fin y “las declaraciones rimbombantes y las mentiras conscientes” un mal, al parecer, necesario para ejercitar la democracia, aquella que él estrenó y que hoy todavía sostenemos. Siento que este es mi tiempo más consciente y propio porque, cuando voy a votar, no voto solo por mí, sino por los que vienen. Y me gustaría envejecer así, votando siempre para mañana. Pero no me interesa saber para qué vota hoy Felipe. Por qué vota con esa congoja. No quiero saber en qué cueva desliza su papeleta.

En los últimos meses, quizá años, he visto el ceño fruncidísimo de Felipe González en demasiadas ocasiones. Un ceño fruncido de general enfadado con el mundo, que no entiende por qué las cosas no son como eran antes, cuando iban peor pero él mandaba, y que sienta cátedra aún con la intención de aguar la fiesta, como tantos militares retirados.

Qué le pasa al viejo purasangre, por qué tanto miedo de que se rompa España sin su bendición, por qué hasta el último minuto se ha dedicado a corear las canciones de quienes siempre fueron sus contrarios

¿Qué hace que Felipe se plante ante cámaras, periodistas y micrófonos, en 2023, para desacreditar a Pedro Sánchez, recién investido de nuevo presidente, líder de su propio partido, que ha gobernado España en unos años terribles y ha sacado adelante un proyecto social progresista con unos datos económicos y de empleo históricos? Qué hace que proclame una y otra vez: “Quiero que los ciudadanos sepan que este no es un buen camino”. ¿Qué es lo que le ocurre a Felipe para autodenominarse huérfano de proyecto político, tan alejado de la mayoría que finalmente ha formado Gobierno? ¿Por qué no pidió el voto para los suyos, por qué azuzó con la repetición electoral, sabiendo, como sabe, el peligro que suponen para nuestros derechos, los de todos y todas, la “jauría de dobermanes "rabiosos”?

Cuenta Sergio del Molino en Un tal González que la última campaña como presidente del Gobierno Felipe la hizo a su aire y que identificó a sus rivales con esos perros violentos. Dice que en ella alentó el “miedo a la derecha, a la involución, a la destrucción de todo lo conseguido en los años rojos”. Dice, también, que la primera parte de su último discurso como secretario general del PSOE fue brillante y empezaba hablando de la Transición: “La clave consistió en no vindicar el pasado, en concentrar los esfuerzos en reivindicar el futuro”.

Besos robados

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Qué le pasa a Felipe, qué lo encona. En qué rabia se sienta a dormitar. Por qué este espectáculo de luces a esta hora, si cualquier tiempo pasado fue, si ya se le escuchó lo suficiente, si el aplauso hasta de sus errores ha sido casi eterno. Como escribió Elvira Lindo, no es la edad, no. Pero, seguramente, tampoco la amnistía. Ojalá se calle Felipe. Ojalá nos deje en el recuerdo algo limpio de aquel hombre que un día fue de izquierdas.

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*Lara Moreno (Sevilla, 1978) es escritora. Su última novela es ‘La ciudad’ (Lumen, 2022).

No logro recordar si cuando yo era una niña me caía bien Felipe González. Supongo que sentía un cierto aprecio por él, como si fuera una persona de confianza, parte del paisaje, el eternamente reelegido presidente del Gobierno a quien nadie me había enseñado a cuestionar ni tampoco a despreciar. En mi casa no me hablaban de política, pero algo de ese señor sevillano que era el jefe de España lo sentía como propio. Algo que iba más lejos de la camisa a cuadros y el acento andaluz. A lo mejor ese algo tenía que ver con las ideas, pero no lo habría definido así. Además, mi abuela materna se apellidaba al revés que el presidente. No sé qué simpatías puede despertar este azaroso e inocuo dato, con esos apellidos comunes, pero en la mente de una niña que respira un ambiente sin enseñanzas políticas, cualquier coincidencia con el poder es un punto a favor, más que en contra.

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