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Forrest Camps
No sé si recuerdan ustedes El guardián entre el centeno, la magnífica novela de J. D. Salinger. Se trata de la historia de un joven rebelde, Holden Caulfield, contada por él mismo. Al poco de comenzar, el protagonista y su profesor de Historia tienen una conversación. El señor Spencer le dice: “La vida es una partida, muchacho. La vida es una partida que uno juega de acuerdo con las reglas”. El chico le contesta que sí. Pero añade para sí mismo: “De partida, un cuerno. Menuda partida. Si te toca del lado de los peces gordos, desde luego que es una partida, lo reconozco. Pero como te toque en el otro lado, donde no hay ningún pez gordo, ¿qué tiene eso de partida? Nada. De partida, nada”.
Resultaría ocioso averiguar si Francisco Camps (Valencia, 1962) había leído o no el relato de Salinger cuando empezó todo. Seguramente no. Pero es ahí, en el párrafo que encabeza esta crónica, cuando ese todo tiene la hechura de unos trajes que vestían de largo una corrupción política de unas dimensiones que luego se demostrarían estratosféricas. El dinero sucio iniciaba (hablamos de comienzos de 2009) su senda tenebrosa por los laberintos contables del PP valenciano, con el presidente Francisco Camps a la cabeza. Los “cuatro trajes” (como protestaba el propio Camps ante las primeras acusaciones que apuntaban al cohecho y a la financiación ilegal, entre otras irregularidades) servían para escenificar lo que luego habría de ser norma de uso por parte de la justicia: por más datos que hubiera (que los hubo, y bien que los desgranó la prensa del momento), el presidente del Tribunal Superior de Justicia de la Comunitat Valenciana, Juan Luis de la Rúa, se los saltó todos a la torera. “Su suerte fue el poder que tenía, su control de la judicatura y sus contactos”, dice sobre Camps el periodista Sergi Castillo, autor de los libros Tierra de saqueo. La trama valenciana de Gürtel y Yonquis del dinero. Las diez grandes historias de la corrupción valenciana. En esas palabras empieza a tener sentido el murmullo de Holden Caulfield: no es lo mismo pertenecer al mundo de los mindundis que codearse con el mundo submarino donde nadan libres de peajes los peces gordos. O dicho una miaja a lo bruto: algunas veces, ser rico te libra de ser considerado por la justicia un delincuente.
Le llamaban Forrest Camps
Francisco Camps se inicia en la carrera política desde muy joven. Siempre andaría untado con los óleos sagrados de una entregada militancia cristiana que -casualidades de la vida- habría de acompañar sus últimos suspiros en el declive ya imparable de aquella carrera política. El Ayuntamiento de Valencia sería su primera experiencia institucional tras ser apadrinado por Rita Barberá cuando ella era la delfina valenciana de la Alianza Popular de Fraga Iribarne. Después habría de desempeñar cargos públicos en el Congreso, en el gobierno valenciano presidido por Eduardo Zaplana, en el de Aznar y finalmente en la Generalitat Valenciana como Molt Honorable Senyor. Estábamos entonces en el año 2003.
El primer flashback de la corrupción a lo grande del PP podemos situarlo en el descabellado proyecto de Terra Mítica, cerca de Benidorm. Mandaba entonces Zaplana en los anunciados paraísos terrenales a los que estaba destinada la Comunitat Valenciana. Antes, en febrero de 1990, protagonizaba el luego presidente y ministro la impagable conversación telefónica con su colega Salvador Palop, concejal del Ayuntamiento de Valencia. Esa conversación daría pie al caso Naseiro, el primer tesorero del PP en poner una pica en el Flandes político de una corrupción que habría de ser, con el tiempo, el modus operandi del partido que entonces comandaba José María Aznar. Un año después, en noviembre de 1991, obtendrá Zaplana la alcaldía de Benidorm gracias a Maruja Sánchez, tránsfuga socialista. Finalmente, será en 1995 cuando el cartagenero acceda a la presidencia de la Generalitat. Esas fintas a la decencia moral y a la dignidad de la política ilustraban lo que pronto sería la vida del PP en todo el territorio valenciano: la política no iba de servicio público sino de servicio, pura y llanamente, librado a sus bolsillos y a los de sus amigos y familiares. “Tengo que ganar mucho dinero, me hace falta mucho dinero para vivir. Ahora tengo que comprarme un coche. ¿Te gusta el Vectra 16 válvulas?”, le decía Zaplana a Salvador Palop en aquella charla de 1990. Y tenía muy claro de dónde sacar ese dinero: de la política. Bueno, no exactamente de la política, sino de la política en su estado más sucio y despreciable. Lo mismo que habría de ser la consigna de Camps y el PP en su largo mandato al frente de las instituciones valencianas. El dinero desaparecía como por arte de birlibirloque de las arcas públicas y aparecía después en las cuentas corrientes de altos representantes del partido y de algunas empresas creadas para enriquecerse con el dinero de los contribuyentes.
En las elecciones de 2003 fue Camps el candidato a la presidencia de la Generalitat. Ganó esas elecciones con mayoría absoluta y, cuando poco después fue nombrado presidente del PP, empezó el distanciamiento con su antiguo jefe, Eduardo Zaplana. La crueldad de Zaplana en esos momentos no tuvo complejos: “Ahí os dejo a Forrest Camps”, se comenta que dijo de su heredero. Pero pronto comprobaríamos que de Forrest Camps nada de nada. Las lecciones de Zaplana calaron hondo en el alma de su sucesor, pues lo que hizo Camps en sus sucesivos mandatos fue convertir el PP en un ilimitado estercolero y, de paso, conseguir que la Comunitat Valenciana fuera vergonzosamente percibida como un impresionante modelo de corrupción.
La lujosa prosperidad predicada por el Partido Popular se alimentaba de la mafia política y empresarial, al mismo tiempo que esa mafia hacía estragos, para provecho propio, en la economía y la política públicas valencianas. “Las redes clientelares han funcionado en la Comunitat Valenciana como una máquina perfecta. Las bandas de música, las amas de casa, los clubs deportivos, los medios de comunicación, el gremio empresarial... todos recibían dinero público en función de su afinidad”, afirma Sergi Castillo.
Los procesos judiciales empezaban con el caso de los trajes y ahí empezaba también lo que se conocería como el caso Gürtel. La empresa Orange Market, comandada por Francisco Correa y con delegación valenciana a nombre de Álvaro Pérez, alias el Bigotes, se pondría las botas organizando todos los saraos del PP en los que había dinero a espuertas para engordar sus cuentas corrientes. Los “cuatro trajes” se habían convertido en una fábrica ilegal de hacer dinero, sellado, ese dinero, por una maquinaria de delincuencia financiera perfectamente engrasada. Las elecciones de 2007 y 2011 las ganaría Camps con mayorías absolutas. Las de 2011, cuando ya había sido encausado por el caso Gürtel y nueve de los diputados del PP estaban igualmente imputados -como su presidente- por diversos delitos de corrupción. Se decía irónicamente aquellos días que los imputados del PP en las Cortes Valencianas podrían convertirse en el tercer grupo parlamentario, después del PSPV y del mismo PP. Lo que escribía el novelista francés Léo Malet en Niebla en el puente de Tolbiac en boca del detective Nestor Burma: “Hoy por hoy la mala fama es rentable”.
Ni en la imaginación de Agatha Christie
Ni la mismísima Agatha Christie hubiera podido imaginar tantos casos policiales como los que ha protagonizado Francisco Camps en sus sucesivas etapas al frente de la Generalitat Valenciana. Los trajes eran poca cosa comparado con lo que vino luego. La construcción del circuito de Fórmula 1 y su gestión supondrían un agujero sin fondo para las arcas públicas. Los chanchullos con la empresa Valmor, de Jorge Martínez, conocido en el mundo de las motos como Aspar, y la mano negra del magnate Bernie Ecclestone aún colean y de nuevo la justicia se abraza a los del toma el dinero y corre sin el más leve pestañeo. Una imagen para la posteridad es la que nos deja el mismo Camps pilotando un Ferrari en el circuito motociclista Ricardo Tormo en Cheste. De ilustre compañía ahí andaban Rita Barberá y Fernando Alonso en esa especie de bajel pirata al que solo le faltaban los 10 cañones por banda que le añadía al barco el mismísimo José de Espronceda.
En las últimas semanas saltaba la última noticia: el juzgado de Instrucción número 17 de Valencia, a instancias de la Fiscalía Anticorrupción, decide procesar a Francisco Camps, junto a otros socios de su partido y empresarios, en la causa de la construcción del circuito de Fórmula 1. Esas obras no iban a costar un sólo euro -en las propias palabras del expresidente- a las arcas públicas y, según los datos que maneja la jueza instructora, la cuenta podría ascender a cerca de 90 millones de euros entre 2007 y 2008. Los delitos que imputa la acusación son los de “prevaricación, malversación y falsedad documental y/o tráfico de influencias”. Nada menos. Sin embargo, cuando hablamos de Francisco Camps, la última noticia nunca es la última. A los pocos días de esa dura imputación, la propia Fiscalía exigía el archivo de la causa. Según esta paradójica petición, no habría existido el delito de malversación, mientras que el de prevaricación habría prescrito en septiembre de 2017.
Intentar abrir una miaja de luz en los laberintos judiciales por donde circula Francisco Camps desde hace años es toparte sin remedio con el minotauro de la extrañeza, con esa amarga sospecha -tan repetida en estas mismas páginas y otras que no son mías- de que la justicia es demasiadas veces enérgica con la fragilidad y enormemente suave con quienes detentan o detentaron un poder que, pase lo que pase, no se agota con el paso del tiempo. No sé lo que puede suceder con algunas de las acusaciones a las que tiene que enfrentarse el ex presidente de la Generalitat Valenciana desde hoy mismo hasta el momento en que salgan publicadas estas páginas. En todo caso, y después de este lío de imputaciones exprés y archivos lo mismo de veloces, lo peor -al menos para mí- en la trayectoria institucional de Francisco Camps tuvo lugar en el mes de julio de 2006, cuando el papa Benedicto XVI visitó Valencia para el llamado V Encuentro Mundial de las Familias.
Unos días antes de esa visita, el 3 de julio, los vagones del Metro se estrellaban en la curva de la estación de Jesús y dejaban en el descarrilamiento 43 muertos y 47 heridos. Los medios públicos -Canal 9 y Ràdio Nou- ocultaron ese desastre y se centraron en la visita del pontífice. Desde aquel día terrible, la Asociación de Víctimas 3 de Julio no dejó de exigir, en sus concentraciones en la plaza de la Virgen de la capital, justicia y verdad sobre las causas del accidente. Y, sobre todo, que el presidente de la Generalitat escuchara sus reivindicaciones y asistiera de cerca al dolor que dejó el accidente entre los familiares de las víctimas. Nunca lo hizo. Él ya tenía bastante con su beatería de pacotilla y, para dolor, también tenía suficiente con el que infligía cotidianamente a una sociedad valenciana que se arruinaba cada día más. La sentencia de Antonio Machado cobra actualidad en los tiempos que corren: “En toda catástrofe moral solo quedan en pie las virtudes cínicas”. La visita del papa se saldó con una nueva imputación de Francisco Camps, de su socio Juan Cotino y de otros de sus excelsos Legionarios de Cristo. Según el juzgado de instrucción número cinco de Valencia, habrían aprovechado la visita papal para defraudar otra vez la voluntad de una ciudadanía atónita y la frágil economía pública valenciana. La vieja sentencia “a Dios rogando y con el mazo” arrimando la pasta a nuestros bolsillos.
Fugado de The Walking Dead
El ruedo ibérico, en 'tintaLibre' junio
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El 20 de julio de 2011, acosado por el viejo caso de los trajes, Camps abandonaba la presidencia de la Generalitat. Una vez más, se escuchaba el lenguaje indecente y cínico de su beatería: “Voluntariamente ofrezco mi sacrificio para que Mariano Rajoy sea el próximo presidente del Gobierno”. Por esa cosa rara de las leyes, el rey de la corrupción orgánica e institucional pasaría a formar parte del Consell Jurídic Consultiu de la Comunitat Valenciana. Un chollo -seas o no un corrupto- para quienes han ostentado la presidencia del gobierno valenciano. Pero hay ahora mismo una verdad incontestable: Francisco Camps es un personaje que apesta incluso entre los suyos. No pisa la calle. Va a todas partes en el coche oficial que le permite su condición de expresidente. En su etapa final solo le quedaban los rezos compartidos con su confesor y con su leal cofrade Juan Cotino. Hace unas semanas lo vi bajar del auto en la calle de las Barcas y meterse rápido en un portal lujoso de esa calle. No sé si ustedes se lo creerán, pero era como si se hubiera escapado del set donde se rueda la serie The Walking Dead. Un muerto viviente. Eso es en esta primavera de 2019 el antes tan larga y anchamente todopoderoso Francisco Camps. Eso sí: no despierta en mí ese hundimiento ninguna compasión. Ninguna.
*Este artículo está publicado en el número de junio de tintaLibre, puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí. aquí