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Green New Deal, ¿truco o trato?

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Vamos tarde con el cambio climático. Ya lo era en los años setenta del siglo pasado cuando los primeros ambientalistas predecían lo que hoy ocurre como quijotes luchando contra los molinos de viento de la intolerancia. Su lamento fue silenciado con la edad de oro de las compañías petroleras que, de Texas a Arabia, tenían el capital suficiente para tapar bocas y dejar el vaticinio en una cosa de radicales inadaptados y científicos chalados. Hoy no se trata de velar por la salvación de los osos polares, ya no; sino de que la propia especie humana empieza a sufrir las consecuencias del desastre. El cambio climático con sus incendios, inundaciones, tsunamis, terremotos y demás fenómenos naturales causa ya más muertos que las guerras y las hambrunas. Una palabra hasta ahora tabú asoma en los principales análisis de los expertos: extinción.

Imaginar un futuro sin combustibles fósiles fue una utopía hasta ayer mismo. Hoy personajes tan poco sospechosos de radicalismo como Jeremy Rifkin hablan claro de un Green New Deal basándose en los propios parámetros del crecimiento: sale ya más barato invertir en energías renovables y más convincente ponerle la pila a los coches que circulan por nuestro planeta que seguir insistiendo en explotar yacimientos fósiles. ¿Se trata de un adiós a la era del carbono? No cantemos victoria. Las reservas fósiles de países como EEUU, Irán, Arabia Saudí o Venezuela son tan cuantiosas que desprenderse de esos activos causa un auténtico quebradero de cabeza a los gobernantes deseosos de quemar el último cartucho sin pensar en el daño irreparable que provocarán al planeta. Es difícil enterrar la riqueza, muy improbable.

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Madrid acoge este mes la cumbre climática que se iba a celebrar en Chile. Puede que sea una etapa más (recordemos París) en la eterna disputa entre quienes tratan de reducir emisiones y los que todavía no consienten que nadie les baje los humos. Nunca las emisiones tóxicas jugaron un papel tan simbólico en el tablero de las grandes potencias, pero nunca tampoco ha estado tan presente la esperanza verde con argumentos tan consistentes. Se puede emprender una transición medioambiental sin perder el ritmo del empleo, hay que cambiar simplemente de modelo económico y tecnológico. El propio Rifkin pone incluso una fecha inminente, 2030, para que los países más desarrollados pinten de color verde la transformación.

El Green New Deal puede ser también la última ocasión para que las fuerzas progresistas asuman un mismo reto de importancia descomunal en su agenda y abandonen por un momento cuestiones territoriales. El planeta va primero. Aunque hay voces, como la del ecologista arrepentido Paul Kingsnorth, que vuelven a poner el dedo en la llaga: no tenemos remedio como especie, somos adictos al crecimiento. Pese a las apariencias, incluso ahora, está claro que la naturaleza y la sociedad siempre han caminado dándose la espalda. Puede que haya llegado el momento de sintonizar la marcha.

 

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