Franco comenzó el asalto al poder en julio de 1936 con una sublevación militar y lo consolidó tras la victoria en una guerra civil. Muertos Hitler y Mussolini, cuya ayuda había sido decisiva para su triunfo en la guerra, Franco siguió 30 años más. Ese gobierno autoritario tan prolongado tuvo efectos profundos en las estructuras políticas, en la sociedad civil, en los valores individuales y en los comportamientos de los diferentes grupos sociales. En 1945, Europa occidental dejó atrás 30 años de guerras, revoluciones, fascismos y violencia. Pero España se perdió durante otras tres décadas ese tren de la ciudadanía, de los derechos civiles y sociales y del Estado de bienestar.
Han pasado cuatro décadas desde la muerte de Franco y esa dictadura forma parte de la historia, un tema de estudio consolidado en los proyectos de investigación universitarios, en congresos y publicaciones científicas y en los programas que se imparten en la mayoría de los centros escolares. Pero es también objeto de controversia política y de debate público. Con memorias divididas, esos trágicos sucesos del pasado han proyectado su larga sombra sobre el presente.
Porque el franquismo, efectivamente, no es sólo historia y los recuerdos y la política se cruzan con el conocimiento profundo que hemos aportado decenas de historiadores. Son tres campos de visión diferentes desde los que abordar la dictadura de Franco y su legado.
Historia
Más allá del debate historiográfico sobre la definición de la dictadura, muy bien resumido y actualizado por Enrique Moradiellos en nuestra última publicación, Cuarenta años con Franco (Crítica), los historiadores hemos llegado a grandes acuerdos. La dictadura de Franco salió de una guerra civil y en esa larga y sangrienta dictadura reside la gran excepcionalidad de la historia de España del siglo XX si se compara con otros países europeos occidentales. Es verdad que España, al contrario que otros países, nunca pudo gozar del beneficio de una intervención democrática internacional que bloqueara la salida autoritaria tras el final de la guerra, pero conviene destacar, por encima de cualquier otra consideración, el compromiso de los vencedores con la venganza, con la negación del perdón y la reconciliación, así como la voluntad de retener hasta el último momento posible el poder que les otorgaron las armas. Como ya destacó Paloma Aguilar, la Guerra Civil fue “un acontecimiento fundacional para el franquismo (…) y, como tal, tuvo una presencia abrumadora y obsesiva” a lo largo de casi toda la dictadura.
Ese mito fundacional, el 18 de julio y la Guerra Civil, la victoria de Franco y su cultura excluyente, ultranacionalista, de represión física y económica, determinaron la identidad y naturaleza del franquismo. Los vencedores de la guerra decidieron durante años y años la suerte de los vencidos a través de diferentes mecanismos y manifestaciones del terror, donde además de la represión institucionalizada y amparada por la legislación del nuevo Estado, siempre estuvieron presentes lo que Conxita Mir denominó los “efectos no contables” de la represión: el miedo, la vigilancia, la necesidad de avales y buenos informes, la humillación y la marginación. Así se levantó el Estado franquista y así continuó, evolucionando, mostrando caras más amables, selectivas e integradoras, hasta el final. La represión fue, en palabras de Paul Preston, “una especie de inversión política, un terror productivo que aceleró el proceso de despolitización llevando a la mayoría de los españoles a la apatía política”.
Las dictaduras, no obstante, no se sostienen sólo en las Fuerzas Armadas, en la represión o en la legitimación que de ellas hacen los poderes eclesiásticos. Para sobrevivir y durar necesitan bases sociales y la de Franco no podía ser una excepción. Los apoyos del franquismo fueron amplios. Salvo los más reprimidos, perseguidos y silenciados, a los que la dictadura excluyó y nunca tuvo en cuenta, el resto de esa España que había estado en el bando de los vencidos se adaptó, gradualmente y con el paso de los años, con apatía, miedo y apoyo pasivo, a un régimen que defendía el orden, la autoridad, la concepción tradicional de la familia, los sentimientos españolistas, las hostilidad beligerante contra el comunismo y un inflexible conservadurismo católico.
Las autoridades estatales modernas, además de gobernar, han de administrar a las sociedades y dirigir las economías. En los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, especialmente en los años sesenta, ningún régimen del mundo se quedó al margen del impulso del “desarrollo”. El franquismo también lo hizo y los cambios producidos por esas políticas desarrollistas ampliaron y transformaron sus bases sociales. El desarrollismo y la machacona insistencia en que todo eso era producto de la paz de Franco, dieron una nueva legitimidad a la dictadura y posibilitaron el apoyo, o la no resistencia, de millones de españoles.
Pese a los desafíos generados por esos cambios socioeconómicos, el aparato del poder político de la dictadura se mantuvo intacto, garantizado el orden por las Fuerzas Armadas, con la ayuda de los dirigentes católicos, de la jerarquía eclesiástica y del Opus Dei. Surgió una contradicción o disyunción entre las estructuras socioeconómicas, modificadas en la década de los sesenta, y la política, que no se democratizó. Los cambios socioeconómicos hicieron “necesarios” los cambios en la política y eso es lo que provocó la crisis final. La España de 1939 y la de 1975 se parecían poco y tras la muerte de Franco, se produjo una transición a la democracia “desde arriba”, conducida por las autoridades procedentes del franquismo, aunque negociada y pactada en algunos puntos básicos con los dirigentes de la oposición democrática.
Memorias
Los pasados traumáticos, de guerras y dictaduras, suelen provocar conflictos entre diferentes memorias, individuales y de grupos, entre distintas maneras de mirar a la historia. Aunque a muchos españoles les parece que eso de tener memorias divididas y enfrentadas sólo les pasa a ellos, en realidad esa fractura ha ocurrido y ocurre en todos los países que sufrieron regímenes políticos criminales, como la Alemania nazi, la Rusia estalinista, las dictaduras militares del Cono Sur o la España de Franco. En esos casos, la memoria histórica, lejos de ser un terreno neutro, se convierte en un campo de batalla cultural, de apropiación de símbolos, y político.
La sociedad que salió del franquismo y la que creció en las dos primeras décadas de la democracia mostró índices elevados de indiferencia hacia la causa de las víctimas de la Guerra Civil y de la dictadura. Bajo el recuerdo traumático de la guerra, interpretada como una especie de locura colectiva, con crímenes reprobables en los dos bandos, y el del miedo impuesto por la dictadura, nadie habló entonces de crear comisiones de la verdad que investigaran los miles de asesinatos y la sistemática violación de los derechos humanos practicada hasta el final por Franco y sus Fuerzas Armadas.
Todo eso empezó a cambiar, lentamente, durante la segunda mitad de los años noventa, cuando salieron a la luz hechos y datos desconocidos sobre las víctimas de la Guerra Civil y de la violencia franquista, que coincidían con la importancia que en el plano internacional iban adquiriendo los debates sobre los derechos humanos y las memorias de guerras y dictaduras, tras el final de la Guerra Fría y la desaparición de los regímenes comunistas de Europa del Este. Surgió así una nueva construcción social del recuerdo. Una parte de la sociedad civil comenzó a movilizarse, se crearon asociaciones para la recuperación de la memoria histórica, se abrieron fosas en busca de los restos de los muertos que nunca fueron registrados y los descendientes de los asesinados por los franquistas, sus nietos más que sus hijos, se preguntaron qué había pasado, por qué esa historia de muerte y humillación se había ocultado y quiénes habían sido los verdugos.
Política
El pasado se obstinaba en quedarse con nosotros, en no irse, aunque las acciones para preservar y transmitir la memoria de esas víctimas y sobre todo para que tuvieran un reconocimiento público y una reparación moral, encontraron muchos obstáculos. Con el Partido Popular en el poder y José María Aznar de presidente, desde mayo de 1996 a marzo de 2004, no hubo ninguna posibilidad. Mientras tanto, en esos años finales del siglo XX y en los primeros del XXI, varios cientos de eclesiásticos “martirizados” durante la Guerra Civil fueron beatificados. Todo seguía igual: honor y gloria para unos y silencio y humillación para otros.
La llegada al Gobierno del socialista José Luís Rodríguez Zapatero abrió un nuevo ciclo. Por primera vez en la historia de la democracia, una democracia que cumplía ya 30 años, el poder político tomaba la iniciativa para reparar esa injusticia histórica. Ése era el principal significado del proyecto de ley presentado a finales de julio de 2006, conocido como Ley de Memoria Histórica. El proyecto no entraba en las diferentes interpretaciones del pasado, no intentaba delimitar responsabilidades ni decidir sobre los culpables. Y tampoco proponía crear una Comisión de la Verdad que, como en otros países, registrara los mecanismos de muerte, violencia y tortura e identificara a las víctimas y a sus verdugos.
La ley, aprobada finalmente el 31 de octubre de 2007, aunque insuficiente, abrió nuevos caminos a la reparación moral y al reconocimiento jurídico y político de las víctimas de la Guerra Civil y del franquismo. A partir de esa ley, el juez Baltasar Garzón pidió en octubre de 2008 investigar las circunstancias de la muerte y el paradero de decenas de miles de víctimas de la Guerra Civil y de la dictadura de Franco, abandonadas muchas de ellas por sus asesinos en las cunetas de las carreteras, en las tapias de los cementerios, enterradas en fosas comunes, asesinadas sin procedimientos judiciales ni garantías previas.
En vez de permitir que ese pasado de degradación y asesinato político se investigara, de intentar comprender y explicar por qué ocurrió, condenarlo y aprender de él, un sector de jueces, de políticos y de medios de comunicación se opusieron, con la excusa de que se sembraba el germen de la discordia y se ponían en peligro la convivencia y la reconciliación. Acostumbrados a la impunidad y al olvido del crimen cometido desde el poder, se negaron, y se niegan, a recordar el pasado para aprender de él. En general, ni los gobiernos ni los partidos democráticos parecen interesados en generar un espacio de debate sobre la necesidad de reparar esa injusticia. Y tampoco hay una presión social fuerte para evitar ese olvido oficial de los crímenes de la dictadura franquista.
Los mitos y ecos de la propaganda franquista se imponen a la información veraz porque cientos de miles de personas poco o nada aprendieron en las aulas sobre esa historia y porque algunos medios de comunicación jalean y aplauden a los seudohistoriadores encargados de transmitir en un nuevo formato las viejas crónicas de los vencedores. No se trata para ellos de explicar la historia, sino de enfrentar la memoria de los unos a las de los otros, recordando unas cosas y ocultando otras, sacando a pasear otra vez las verdades franquistas, que son, como los mejores especialistas sobre ese periodo han demostrado, grandes mentiras históricas.
Para muchos españoles, el rechazo de la dictadura y de las violaciones de los derechos humanos no ha formado parte de la construcción de su cultura política democrática. Y por eso tenemos tantas dificultades para mirar con libertad, conocimiento y rigor a las experiencias traumáticas del siglo XX. Parece que estemos en un eterno debate y, en realidad, seguimos rodeados de miedos y mentiras. Y, lo que es más importante para el futuro, sin claras políticas educativas y culturales sobre los derechos humanos.
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Asentada la democracia, debemos recordar el pasado para aprender. Miles de familias están esperando que el Estado ponga los medios para recuperar a sus antepasados. Es necesario dar a conocer la relación de víctimas de la violencia franquista durante la guerra y la posguerra, ofrecer la información sobre el lugar en el que fueron ejecutadas y las fosas en las que fueron enterradas. Y frente a esas historias todavía por descubrir, no puede dejarse de lado, abandonar o destruir, la memoria de los vencedores. Sus lugares de memoria son la mejor prueba del peso real que la unión entre la religión y el patriotismo tuvo en la dictadura. No es posible renunciar al objetivo de saber, a que coexistan memorias y tradiciones diferentes.
El olvido oficial, que es lo que muchos tratan de que siga presente en España, no hará desaparecer el recuerdo de las víctimas, porque nadie ha encontrado todavía la fórmula para borrar los pasados traumáticos, que vuelven a la superficie una y otra vez. Para combatir el silencio e indiferencia hacia ese terror organizado, el único remedio reside en las políticas públicas de memoria, basadas en la conservación de archivos, la creación de museos y en la educación. Los Estados democráticos necesitan compilar y preservar los documentos y testimonios de las dictaduras, ponerlos a disposición de los investigadores y de las instituciones. Y esa historia necesita ser divulgada, explicar lo que pasó, algo que los historiadores hacemos con libros, exposiciones e invitación al debate en los medios.
Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza.
Franco comenzó el asalto al poder en julio de 1936 con una sublevación militar y lo consolidó tras la victoria en una guerra civil. Muertos Hitler y Mussolini, cuya ayuda había sido decisiva para su triunfo en la guerra, Franco siguió 30 años más. Ese gobierno autoritario tan prolongado tuvo efectos profundos en las estructuras políticas, en la sociedad civil, en los valores individuales y en los comportamientos de los diferentes grupos sociales. En 1945, Europa occidental dejó atrás 30 años de guerras, revoluciones, fascismos y violencia. Pero España se perdió durante otras tres décadas ese tren de la ciudadanía, de los derechos civiles y sociales y del Estado de bienestar.