No sé si Donald Trump ganará las elecciones presidenciales estadounidenses; lo que sé es que muchos norteamericanos se enfrentan este otoño al escenario más triste que pueden ofrecer unos comicios: no disponer de un candidato que despierte un mínimo de ilusión, tener como única opción el voto contra el mayor de dos males. Tal es el caso de los más de 13 millones de progresistas que prefirieron a Bernie Sanders en las primarias y el de muchos otros compatriotas suyos.
Trump es, obviamente, el mayor de esos dos males para todo aquel al que le repugnen el machismo, el racismo, la chulería y la demagogia. Este neoyorquino es tan exagerado en todo que no precisa caricatura: ya lo es en sí mismo, incluida esa especie de estola de piel de nutria que usa como cabello. De modo que su rival, Hillary Clinton, va a explotar a fondo la idea de que cualquier estadounidense con dos dedos de frente debe votar contra él, aunque sea tapándose la nariz con los dedos a la hora de depositar una papeleta favorable a ella.
En su disputa con Sanders por la candidatura demócrata a la elección presidencial, Clinton ha tenido la ocasión de darse cuenta de que, más allá del hecho de que pueda ser la primera mujer en ocupar la Casa Blanca, despierta poco entusiasmo. La mayoría de estadounidenses la asocia con la marrullería politiquera, la incombustibilidad como principal virtud y el servilismo a los intereses de Wall Street que caracterizan a los protagonistas de la serie televisiva House of cards.
Trump es, sin duda, un sinvergüenza aún mayor, pero ha conseguido presentarse como el candidato antisistema en un momento en que mucha gente está hasta las mismísimas narices del sistema. Que lo haya hecho siendo un multimillonario, tiene su mérito; dice mucho sobre su capacidad para conectar con algunas de las pulsiones profundas de la actual sociedad norteamericana. Y que tantos trabajadores lo contemplen con esperanza, arroja nueva luz sobre la grave crisis que atraviesan las mediocres democracias occidentales.
Digámoslo sin rodeos: Trump alude a problemas, miedos y angustias reales de muchos norteamericanos. Ciudadanos que no se sitúan precisamente entre los triunfadores del capitalismo salvaje y globalizado que se impuso universalmente tras la caída del muro de Berlín. Ciudadanos para cuyas inquietudes el centroderecha y el centroizquierda tradicionales no tienen la menor propuesta, porque, enfeudados como están con el establishment, ni tan siquiera reconocen la existencia de esos problemas, miedos y angustias.
El trabajo se ha hecho barato y precario; la competencia económica, cruel y desleal; la vivienda, la sanidad y la educación, privadas y carísimas; la seguridad ante el crimen, la enfermedad, el paro o la vejez, muy problemáticas… En Estados Unidos como en Europa a mucha gente no sólo no le va mejor en el siglo XXI, sino que además, intuye que a sus hijos y nietos aún les irá peor en las próximas décadas. ¿Qué atractivo pueden tener a sus ojos los que predican que ya vivimos en el mejor de los mundos posibles y que, en todo caso, los fallos que éste pueda tener se arreglan con dos o tres retoques?
La razón del éxito de Trump es que habla de este profundo malestar sin pelos en la lengua: está claro que los de la piel de nutria no le bajan de la frente. Lo que denuncia Trump encuentra eco inmediato entre millones de estadounidenses porque es algo que ellos comentan cotidianamente en sus hogares, trabajos y hamburgueserías.
Un triunfador que va por libre
Todos los sondeos coinciden en señalar que los simpatizantes de Trump son más viejos, menos ricos y menos educados que el promedio estadounidense, o sea, se encuentran en la categoría de los más débiles y amenazados. También son unánimes en dibujar el perfil del más entusiasta de esos simpatizantes: el de un varón de piel clara, mediana edad y clase trabajadora, que carece de estudios universitarios, lo que se ha dado en denominar el angry white man, el hombre blanco cabreado.
Cabreado porque le han cerrado la fábrica en la que trabajaba para llevársela a México, India o China, países donde se paga mucho menos, los derechos laborales son exiguos y el medio ambiente no interesa a casi nadie. Cabreado porque su esposa se ha quedado con la custodia de los hijos y un buen pellizco económico en el proceso de divorcio. Cabreado porque el barrio se está llenando de hispanos y asiáticos de lenguas y costumbres extrañas. Cabreado porque por más que Estados Unidos bombardee países musulmanes, el yihadismo no remite. Cabreado porque los políticos y periodistas de Washington le ignoran.
Por supuesto, también hay mujeres que votan al neoyorquino e incluso algún que otro negro o hispano, pero el núcleo duro de su electorado es el recién descrito. Y si a esos hombres blancos cabreados se les pregunta qué diablos les gusta de Trump, responden que es un ganador que va por libre, que no está sometido a los intereses e influencias de ese establishment, como lo prueba el que pague su campaña con su propio dinero. Si es multimillonario, mejor, así no tendrá la tentación de hacerse rico robando como hacen los políticos profesionales. Si dice gilipolleces como que Obama inventó ISIS, eso tan sólo demuestra que tiene opiniones propias, que dice lo que piensa, que puede ser hasta divertido. Y si no tiene ningún tipo de experiencia política, eso no es un defecto, sino, al contrario, una gran ventaja: no está podrido como, por ejemplo, los Clinton.
Descalificar a Trump sin fijarse en el océano de congojas en el que arroja sus redes es baldío. Estas congojas existen y requieren tratamientos: la inseguridad económica de las clases populares y medias, el monopolio de los beneficios de la globalización que detentan los capitales avariciosos y los países de competencia desleal como China, el crecimiento feroz de la desigualdad de rentas, las inquietudes producidas por los cambios culturales y demográficos, la decadencia del patriarcado… Todo cambia a velocidad de vértigo, pero el seguidor de Trump no siente que sea necesariamente para mejor.
El votante de Trump es un perdedor o puede convertirse en un perdedor en menos de lo que se tarda en contarlo. Su empleo, su vivienda hipotecada, la unidad y el bienestar de su familia son tan frágiles como una tregua en Siria. Se siente vulnerable, acude a las urnas guiado por sus emociones y estas son ahora el miedo y la cólera. Ya las sentía antes de que Trump fuera candidato, pero Trump ha sabido expresarlas y les ha propuesto un culpable: los otros, los diferentes, los extranjeros. Trump le dice a quién temer y a quién odiar: los mexicanos, los musulmanes, los chinos… Como Marine Le Pen en la Francia contemporánea. Como Hitler en los años treinta del pasado siglo.
En un país en el que, salvo los indios, todo el mundo es descendiente no demasiado lejano de inmigrantes, chirría mucho la xenofobia que caracteriza a los simpatizantes de Trump, incluida su actual esposa, nacida en Eslovenia. Pero funciona. Porque alivia creer saber quién es el culpable de tus males, aunque sea un falso culpable.
Antes se vivía mejor
El votante de Trump piensa que los inmigrantes son una maldición y que los negros son los responsables de que su situación no haya mejorado demasiado porque en el fondo son unos vagos. Vive con dolor que el Estados Unidos de hoy -con la posibilidad de que la empresa en la que trabaja se traslade a Brasil, con productos asiáticos en los supermercados, con un negro en la Casa Blanca, con mujeres y homosexuales reclamando sus derechos, con unos vecinos hablando en español y otros siguiendo el Ramadán- ya no sea el país en el que nació.
Un sondeo difundido en agosto revela que el 81% de los seguidores de Trump está convencido de que las cosas iban mejor hace 50 años. El hombre blanco cabreado desea un regreso a una imaginaria edad de oro. Es un conservador que jamás pone en cuestión el capitalismo, niega la contribución del ser humano al cambio climático, posee más armas que la media de sus compatriotas, contempla el futuro con pesimismo, adora la autoridad, la jerarquía y el orden, cree en irracionales teorías conspirativas, no se siente a gusto entre los que rezan a otro dios o viven su sexualidad de modo diferente.
Y entonces Trump aparece en la tele y el hombre blanco cabreado se ve a sí mismo, pero en ganador, en poderoso, en invulnerable. El hombre fuerte con el que identificarse es algo que lleva mucho tiempo inventado. Les funcionó a Hitler y Mussolini, le funcionó a Berlusconi, le funciona a Trump. Formar parte de un rebaño guiado por un pastor robusto y vociferante mitiga la angustia de la oveja.
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Trump promete “hacer América grande de nuevo”, devolverle su condición de superpotencia indiscutible a costa de enfrentarse sin complejos a mexicanos, chinos, musulmanes y a cualquier otro extranjero que se cruce en su camino. Ya era hora de que apareciera alguien así, se dice el hombre blanco cabreado.
En la mejor tradición ultraderechista, Trump habla de problemas, miedos y angustias que son reales, pero les propone soluciones más falsas que el beso de Judas. Y lo son porque hace responsables de esos problemas, miedos y angustias a grupos aún más débiles que su electorado: los inmigrantes, los negros, las mujeres, los homosexuales, los extranjeros. Trump les propone a sus ovejas que se sientan seguras pisando a las hormigas. Como en el caso de Hitler cuando convirtió a los judíos en chivos expiatorios de la crisis alemana, las soluciones de Trump revelan que no es un verdadero antisistema sino tan sólo otra cara del sistema. Quizá utilice la estola de piel de nutria de su cabellera para intentar tapar su rostro de lobo neoyorquino.
*Este artículo fue publicado en el número de septiembre de tintaLibre. Puede consultar todas las revistas anteriores pinchando aquí. aquí
No sé si Donald Trump ganará las elecciones presidenciales estadounidenses; lo que sé es que muchos norteamericanos se enfrentan este otoño al escenario más triste que pueden ofrecer unos comicios: no disponer de un candidato que despierte un mínimo de ilusión, tener como única opción el voto contra el mayor de dos males. Tal es el caso de los más de 13 millones de progresistas que prefirieron a Bernie Sanders en las primarias y el de muchos otros compatriotas suyos.