Información: consumo responsable

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Suscribo la idea de que el exceso de información mata la información. La suscribo como ciudadano y como periodista. La sobreinformación permanente oculta noticias muy relevantes para nosotros en una avalancha de noticias perfectamente prescindibles y hasta de meros bulos interesados. Esto se traduce en ansiedad, angustia y hasta miedo, y no son estos los mejores sentimientos para formarse un criterio propio sobre asuntos que te conciernen y poder ejercer así el libre albedrío en tu vida individual y en tu relación con la república, que, al fin y al cabo, son los objetivos saludables de la información en una sociedad democrática

No se alarmen: no estoy proponiendo que ningún poder político, económico, tecnológico o mediático controle la información que nos llega a los ciudadanos. Lo que estoy proponiendo es que los ciudadanos aprendamos a consumir las toneladas de información que nos llegan en estos tiempos a través de la prensa en papel o digital, los medios audiovisuales, las redes sociales como Facebook y Twitter y las aplicaciones de mensajería como WhatsApp. Que consumamos información como comemos o bebemos, de modo selectivo, responsable y moderado.

Necesitamos alimentarnos, pero no se nos ocurre pasar el día entero comiendo. Lo hacemos dos, tres o cuatro veces al día, procurando, además, no atiborrarnos en cada una de esas ocasiones. Sabemos que el exceso de alimentos, y en particular de algunos de ellos, produce obesidad y termina provocando problemas cardiovasculares. Supongo que la mayoría de ustedes suscribirán la idea de que el exceso de alimentación mata la alimentación y puede matar al individuo. Y lo mismo ocurre con las bebidas alcohólicas. El gran Epicuro ya decía que un vaso de vino en el almuerzo o conversando con unos amigos al atardecer puede producir placer, pero que hartarse de vino provoca inevitablemente dolor, el de la resaca y el de los daños permanentes en el organismo. Hasta en el gozo hay que ser cautos.

El término sobrecarga de información fue acuñado en 1970 por Alvin Toffler en su libro Future Shock, según informa Wikipedia. Es sinónimo de otros términos usados en los últimos tiempos como infoxicación, saturación informativa, infobesidad e incluso infodemia. La Fundéu los relaciona con “una sobrecarga de información difícil de procesar”. Este fenómeno contemporáneo, evidentemente, genera adicción.

Yonquis de las noticias

Ya sabemos que hay bulímicos, gente que no puede parar de comer, y alcohólicos, gente que ha generado una dependencia de las bebidas espirituosas. Tengo para mí que la explosión de información de las últimas décadas ha creado asimismo una nueva categoría, la de los yonquis de las noticias. Conozco a algunos de ellos y supongo que ustedes también. Son esa gente que se pasa horas frente a unos televisores encendidos en las cadenas de información permanente y que te cuentan con gran excitación que la lava del volcán de la isla de La Palma ha avanzado unos cuantos metros en las últimas horas, cosa que tú ya suponías y contra la cual no puedes hacer absolutamente nada. Son esa gente que te envía un WhatsApp con un enlace a Twitter que registra la última tontería que ha soltado un politicastro o una politicastra. Como no tienes en demasiada buena consideración al autor de la frasecita recogida en ese tuit, no acabas de entender muy bien qué es lo que se espera de ti. ¿Qué te cabrees un poco más de lo que ya lo estás? ¿Qué dejes de hacer lo que estabas haciendo y te pongas de inmediato a replicar en Twitter al politicastro?

Nuestros días están contados y no deberíamos perderlos en intentar separar el trigo de la información de la paja de la frivolidad, el sensacionalismo y esas noticias sesgadas que son medio verdad y medio mentira. Por no hablar de algo tan viejo como la humanidad, pero que ahora tiene un instantáneo alcance global merced a las nuevas tecnologías de la comunicación: los rumores, los bulos, las calumnias y demás parientes del embuste. Encerrados obligatoriamente en nuestros hogares, tuvimos que soportar diluvios de basura supuestamente informativa durante la pandemia del coronavirus. Lamentablemente, nuestros relojes vitales no se detuvieron mientras intentábamos confirmar o desmentir todo lo que nos vomitaban sobre el covid. Aquellas horas las perdimos para siempre jamás. Hoy sabemos que lo esencial podía resumirse en que el virus existía y era muy peligroso, había que adoptar individual y colectivamente determinadas medidas de precaución frente a él, y solo una masiva vacunación iba a comenzar a ganarle de veras la batalla.

Puede que la era de la sobreinformación permanente comenzara con la cobertura de la guerra de Irak de 1991 por CNN, la primera televisión de alcance universal dedicada a ese menester. Pero, como dijeron entonces algunos periodistas estadounidenses, aquella guerra fue también la reedición del pulso que había enfrentado en Vietnam al periodismo y el Pentágono. Y si en Vietnam ganó el periodismo, en Irak ganó el Pentágono. La existencia de nuevas tecnologías de la información no se traducía necesariamente en una información mejor, una información más plural y relevante, menos controlada por el poder. Al contrario, el poder podía utilizarlas para convertir sus mensajes en espectáculo de masas.

Apenas una década después, la explosión de internet llevó el concepto de información permanente, 24 horas al día, siete días a la semana, a los medios tradicionales —diarios, emisoras de radio y cadenas de televisión—, que se vieron empujados a crear versiones digitales que debían actualizar constantemente. Con lo que fuera, de modo que lo último terminó reemplazando a lo importante. Casi de inmediato, las mensajerías y las redes sociales online posibilitaron que cualquier persona en casi cualquier lugar del mundo pudiera convertirse también en emisor de noticias y opiniones. Noticias ciertas o falsas, opiniones razonables o disparatadas. Y, nuevamente, el poder no tardó en aprender a sacar partido de esta, en principio, muy interesante democratización. Lo demostró ese individuo llamado Donald Trump.

Soy periodista desde hace más de 40 años. Mi padre y mi padrino eran periodistas, mi pareja es periodista, mi sobrina es periodista, muchos de mis amigos son periodistas. Lo digo para subrayar que no tengo nada en contra del periodismo, al contrario, creo que es más necesario que nunca. Pero permítanme que les recuerde que el periodismo, tal y como aprendí a ejercerlo, es un oficio especializado en ofrecer a los ciudadanos aquellas noticias que sean relevantes para ellos y que hayan sido convenientemente verificadas. Muy en particular, por supuesto, aquellas noticias que los poderosos no quieren que conozcan los que deben dedicar la mayor parte de su tiempo a ganarse su sustento y el de sus hijos.

No todo tiempo pasado fue mejor

Por ciertas que sean, no todas las noticias son igualmente importantes. Al ciudadano español le interesa objetivamente mucho más conocer que su anterior jefe de Estado no pagaba impuestos por las comisiones que, al parecer, cobraba por su intermediación en negocios internacionales, que el hecho de que en Sri Lanka haya nacido un ternero con dos cabezas. Lo primero afecta no solo a la fibra moral de su país, sino también a su propio bolsillo: tiene que pagar más impuestos si algunos otros no lo hacen. Lo segundo es meramente pintoresco, una curiosidad de la naturaleza en un país lejano. La jerarquización es uno de los criterios importantes de nuestro oficio que nos enseñaban los viejos maestros. La buena información jamás es diarreica.

Pero, en fin, no soy de los que piensan que cualquier tiempo pasado fue necesariamente mejor. Estamos en el siglo XXI y una de sus cosas buenas es que yo mismo estoy ahora escribiendo desde un pueblo alpujarreño y, gracias al wifi, puedo enterarme en cualquier momento de por dónde va el mundo. Gracias también a esa tecnología puedo transmitir las noticias y opiniones que piense que puedan interesar a terceros. Incluso puedo hacerlo directamente a través de las redes sociales. Ya no necesito que un medio me las publique, como durante la mayor parte de mi carrera.

Y, sin embargo, sigo creyendo en la necesidad de los medios, y muy especialmente en la de los medios escritos —digitales o de papel—, puesto que ellos pueden darle a las informaciones algo sin lo cual resultan incomprensibles o indigestas. Ese algo es el llamado contexto, un algo que requiere tanto de espacio y tiempo como de la participación intelectual activa del receptor a través del proceso de lectura. Sí, ya sabemos que los talibanes han recuperado Afganistán en un periquete y que son gente siniestra, pero ¿cómo hemos llegado a ello? ¿Por qué ha fracasado estrepitosamente una intervención occidental tan larga, costosa y sangrienta? Sí, ya sabemos que hay que solidarizarse con los afganos que aspiran a la libertad, y muy especialmente, con las mujeres afganas, pero ¿cómo hacerlo de un modo efectivo?, ¿cómo evitar la repetición, en ese y otros países, de un fiasco tan espectacular como previsible?

El periodismo se basa en hechos ciertos y verificables, por supuesto. Pero no se limita a ellos. La mera información sin datos e ideas que la contextualicen puede ser tan inútil como un envoltorio sin contenido, como el papel de una baguette sin pan dentro. El viejo periodismo, que es el que reivindico para el siglo XXI, tenga el formato que tenga, lo tenía muy presente. No se trata tan solo de contarles a los ciudadanos lo que está ocurriendo, sino de desear contarles también el por qué está ocurriendo y el qué puede ocurrir después, las causas y consecuencias de los hechos relevantes para sus vidas, como decía Max Frankel, director del New York Times entre 1986 y 1994.

Ya les he dicho que escribo desde una aldea alpujarreña, y permítanme añadir que creo que aquí estoy tan bien informado como un ciudadano de Madrid, Barcelona, París o Nueva York. El wifi me permite acceder a las fuentes —periodísticas o particulares, nacionales o internacionales— que considero solventes. Pero no vayan a pensar que me paso todo el tiempo consultándolas, del mismo modo que no me paso todo el tiempo comiendo jamón o, ni mucho menos, bebiendo vino. Mi consumo de información es tan selectivo y moderado como el de alimentos y bebidas.

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Me opongo al control político o económico de los flujos informativos, pero reivindico la libertad de los individuos para hacerse su propio menú. El ejercicio de esa libertad, como todas, obliga a cierto trabajo. El trabajo de seleccionar tus fuentes en función de la credibilidad que te merezcan. La inteligencia de no consultarlas compulsivamente, sino en determinados momentos de tu jornada vital. El esfuerzo de pensar por ti mismo para intentar discernir por qué Fulano dice tal cosa y Mengano la contraria. Y el valor de pensar que, aunque todo el mundo hable de ello, a ti y a tu gente la frasecita puñetera de esa politicastra madrileña o el ternero de dos cabezas de Sri Lanka te importan un carajo.

No hay ninguna razón para estar enterado al instante de todo lo muchísimo que ocurre en el planeta, ni para opinar sobre todo ello.

*Este artículo está publicado en el número de noviembre de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquíaquí

Suscribo la idea de que el exceso de información mata la información. La suscribo como ciudadano y como periodista. La sobreinformación permanente oculta noticias muy relevantes para nosotros en una avalancha de noticias perfectamente prescindibles y hasta de meros bulos interesados. Esto se traduce en ansiedad, angustia y hasta miedo, y no son estos los mejores sentimientos para formarse un criterio propio sobre asuntos que te conciernen y poder ejercer así el libre albedrío en tu vida individual y en tu relación con la república, que, al fin y al cabo, son los objetivos saludables de la información en una sociedad democrática

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