Isabel II y el problema de la monarquía en la España liberal

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Isabel Burdiel

Hace 45 años Carlo Ginzburg comenzaba así El queso y los gusanos, la obra que le hizo famoso: “Antes era válido acusar a quienes historiaban el pasado de consignar únicamente las ‘gestas de los reyes’. Hoy día ya no lo es, pues cada vez se investiga más sobre lo que ellos callaron, expurgaron o simplemente ignoraron”. Durante varias décadas, el muy merecido prestigio asociado a la microhistoria y a la historia social en sentido amplio generalizó la sospecha respecto al carácter intrínsecamente personalista y elitista, banal y superficial, de cualquier obra histórica dedicada a los grandes personajes que, como los reyes, habían protagonizado en exceso el esfuerzo de los historiadores políticos de “vieja escuela”.

Fueron los años en que se produjo, o se agrandó sustancialmente, una herida historiográfica que yo creo que nunca debió producirse: la que dividió e incluso enfrentó la historia sociocultural y la historia política. No era la menor de las paradojas asociadas a esa fractura el hecho de que, a despecho de su supuesta banalidad historiográfica, fuese habitual achacar a esos “grandes personajes” una enorme cantidad de responsabilidad en la determinación de los procesos históricos en que estuvieron inmersos.

El caso de la reina Isabel II de España (1830-1904) era paradigmático en este sentido. En términos generales, la historiografía había dado por buena la explicación de los propios liberales de la época (incluyendo a no pocos políticos moderados que la apoyaron) de que el obstáculo insalvable para el normal funcionamiento del régimen constitucional durante el reinado isabelino había sido, en última instancia, la propia reina, cuyas limitaciones personales fueron una de las causas fundamentales del descrédito de la monarquía constitucional.

Cuando empecé a trabajar sobre esa cuestión de la ruptura liberal con el absolutismo en España, que me parecía crucial, me sentí pronto incómoda con una explicación en la que se corría el riesgo de que la personalidad humana y política de Isabel II adquiriese historiográficamente, como la había adquirido en su tiempo políticamente, el nivel de una explicación cómoda y escapista para dar cuenta del fracaso del primer ensayo de monarquía constitucional en España. Más aún, que la contingencia individual de la reina adquiriese un protagonismo exagerado y poco analizado en sus relaciones con los valores sociales colectivos, para dar cuenta del (supuesto) fracaso del liberalismo en España.

Se trataba de un tema que formaba parte de una inquietud generacional, pero también historiográfica, conformada en los agitados años de la transición de la dictadura a la democracia en España. Para muchos de los que entonces tanteábamos nuestro camino de historiadores, había una pregunta crucial que (más o menos vagamente, y con un cierto sesgo historicista) se refería al porqué y al cómo de las evidentes dificultades de consolidación de la democracia en nuestro país. El recuerdo de tantas tentativas fracasadas, y la propia conciencia de la fragilidad del nuevo régimen democrático en sus momentos iniciales, hacía pensar que España había sido siempre una anomalía en Europa occidental. Y mi generación quería dejar de ser anómala. En todo caso, queríamos comprender qué había pasado y qué había de cierto en la supuesta diferencia española.

Lo primero que comenzamos a descubrir —leyendo sobre todo historiografía francesa, alemana, italiana y británica— y tratamos de explorar con la vitalidad que produce el desconcierto fue que el problema estaba quizás mal planteado en torno a una dicotomía normalidad/anomalía que (como advirtió en su momento Santos Juliá) era necesario revisar, tanto para España como para los diversos países europeos. De lo que se trataba era de acercarse a procesos históricos concretos, bien contextualizados, sin modelos prefijados ni esencialismos regeneracionistas. Se trataba de pensar no solo en respuestas, sino en preguntas nuevas.

Resistencia al liberalismo

Mi trabajo sobre Isabel II tuvo tres características. En primer lugar, trascender el análisis de la doctrina constitucional sobre el papel de la monarquía para ahondar en el estudio de sus prácticas cotidianas de poder y también de impotencia. Combinar el gran angular con el zoom para acceder a las grietas y las contradicciones de una forma de hacer política, de vuelo cortísimo, que necesitaba ser analizada como tal. En segundo lugar, eludir los mecanismos clásicos de legitimación de las monarquías que las sitúa más allá de las singularidades biográficas de las personas que ocupan el trono. Algo que requería un análisis cultural y político de cómo se fabricó y se desplegó el personaje que fue Isabel II. Por último, traté de hacer confluir los dos planos anteriores en una perspectiva de análisis sociocultural de la política en la cual el género era una categoría de análisis activa y transversal a todas las otras formas de identidad y de conflicto.

Creo que fue una obra que, quizás por primera vez desde las perspectivas señaladas, analizaba (abría) el intencionadamente opaco, oscuro mundo de los mecanismos de funcionamiento y la cultura política, la escala de valores, de la monarquía isabelina en su lucha soterrada o abierta, pero siempre constante, con el liberalismo.

Es decir, ese análisis me permitió afirmar que la interpretación clásica de Josep Fontana de que la llamada “revolución liberal” fue un pacto entre la burguesía y la aristocracia con la Corona como árbitro no podía sostenerse. La ruptura con el absolutismo fue una imposición violenta del liberalismo sobre la Corona que, en el contexto de la guerra carlista e inmediatamente después, la obligó a pactar con el liberalismo más moderado para sostener el máximo de prerrogativas posibles en un escenario revolucionario y postrevolucionario muy volátil.

Esto no quiere decir, y esta fue otra conclusión fuerte del libro, que la monarquía isabelina fuese una monarquía de partido: la monarquía del partido moderado. Esta visión clásica del problema se reveló en realidad como demasiado optimista. La reina y su entorno nunca fueron moderados porque, para serlo, tendrían que haber sido liberales y nunca lo fueron. Su cultura política y su actuación fue, durante todo el reinado, una cultura de resistencia al liberalismo. Además, ni la reina logró nunca controlar al partido moderado ni el partido moderado logró nunca controlar verdaderamente, de forma consistente y en el medio y largo plazo, a la reina y a su entorno. Esto no habla solo de la debilidad del liberalismo en España (otra tesis clásica) sino de su fortaleza ante la Corona (la comparación con la monarquía orleanista es aquí muy pertinente) y la capacidad del Parlamento de doblegarla en el medio y largo plazo, con la revolución de 1868 y también, en su versión conservadora, con la Restauración de 1875.

En todo caso, para concluir. Al colocar en el centro de su atención las relaciones entre individuo y sociedad, la historia biográfica (tal y como yo la entiendo) permite concebir a los agentes sociales como puntos de interpenetración entre lo particular y lo general. A través de ella, la Historia con mayúsculas no es algo que resida y suceda fuera de los individuos —en algún tipo de contexto que les determina—, sino que sucede dentro de ellos, a través de ellos. De esta manera es posible pensar el concepto de contexto en plural y como algo interno a la acción individual. Una línea de sutura fundamental para esa fractura entre lo social, lo cultural y lo político a la que antes aludía.

El lápiz de la historia

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Una de sus aportaciones fundamentales consiste, precisamente, en favorecer el análisis concreto de los márgenes de expresión y de libertad de que pueden disponer los individuos (en este caso, la reina y su entorno) en los momentos cruciales de un nuevo régimen que lo era no solo en términos políticos, sino también sociales y culturales; que nunca estuvo exento de contradicciones y de puntos de fuga. Menos que nunca en esos momentos umbrales que eran los que me interesaban a mí.

*Isabel Burdiel (Badajoz, 1958) es catedrática de Historia de la Universitat de València. En 2011 recibió el Premio Nacional de Historia por su obra ‘Isabel II. Una biografía (1830-1904)’, editada por Taurus.

*Este artículo está publicado en el número de octubre de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquíaquí

Hace 45 años Carlo Ginzburg comenzaba así El queso y los gusanos, la obra que le hizo famoso: “Antes era válido acusar a quienes historiaban el pasado de consignar únicamente las ‘gestas de los reyes’. Hoy día ya no lo es, pues cada vez se investiga más sobre lo que ellos callaron, expurgaron o simplemente ignoraron”. Durante varias décadas, el muy merecido prestigio asociado a la microhistoria y a la historia social en sentido amplio generalizó la sospecha respecto al carácter intrínsecamente personalista y elitista, banal y superficial, de cualquier obra histórica dedicada a los grandes personajes que, como los reyes, habían protagonizado en exceso el esfuerzo de los historiadores políticos de “vieja escuela”.

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