José Castro, un juez torero

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José Castro Aragón no lleva ese bigote adusto que conservan algunos magistrados de orden. Tampoco nació en Palermo ni en Bogotá, lugares cuya presencia en su biografía sería interpretada hoy como una señal inequívoca del destino. Castro se limitó a venir al mundo en Córdoba en 1947 en una familia dedicada a la agricultura. Y, aunque el tópico encaje a codazos, lo cierto es que su forma de andar recuerda más la de un torero –y, en fin, va a los toros- que la de un juez al que le acaban de hacer la puñeta de encaje de la toga. Sus partidarios, que son muchos, temen que alguien intente hacerle ahora una puñeta a medida. Pero a Castro le quedan dos años escasos para jubilarse, se le pasó hace mucho el arroz de la promoción interna, si es que alguna vez aspiró a ella, y mantiene incólume esa torería que necesitaría cualquier juez que decidiese colocarse en la plaza judicial y a pecho descubierto nada menos que ante una hija y un yerno del jefe del Estado. Sus detractores le llaman a eso chulería y ego.

Pero si en algo coincide el común de quienes tratan a Castro es su ausencia de solemnidad, dicho sea esto como halago. Es esa ausencia de solemnidad la que convierte sus autos judiciales en auténticas rarezas: porque se entienden a la perfección, y eso es raro en el ámbito judicial. Esa incapacidad para lo envarado le lleva a ser zumbón, impertinente si se prefiere, en los interrogatorios. Pero, y eso nadie lo discute, Castro posee una especie de ceguera que le impide distinguir entre apellidos de relumbrón, con escudo heráldico sobre el acento, y apellidos de morralla. Si es impertinente, lo es con escrupuloso sentido igualitario.

Así que, la verdad, resulta difícil hacerle o terminarle la puñeta a alguien del perfil de Castro, a menos que finalmente otro alguien materialice lo que en principio parece una idea estrambótica: interponer querella contra el juez. Cuando estas líneas salgan publicadas, ya se sabrá qué ha decidido –si decide algo- el Consejo General del Poder Judicial. Seis vocales expresaron la última semana de junio su preocupación por los argumentos que el fiscal anticorrupción Pedro Horrach lanza contra Castro en su recurso contra la imputación en firme de la infanta, sobre el que tocará resolver a la Audiencia de Palma. El fiscal sostiene que el juez ha desatado “una espiral inquisitiva” para amarrar a Cristina de Borbón al banquillo con “meras sospechas”.

La durísima respuesta de Horrach al auto de Castro es el último peldaño de una escalada que se perfila irreversible. Cristina de Borbón no ha logrado reincorporarse a la agenda pública de la familia real. Pero sí dinamitar una amistad que muchos creían indestructible. Convertidos en el otoño de 2011 en héroes populares, de aquella conjunción inédita de valor, inteligencia y perseverancia nada queda. Hoy, yace pulverizado aquel tándem cuya argamasa estaba hecha con la formidable circunstancia común de ser dos locos que se atrevían a hurgar nada menos que en la Zarzuela y sus aledaños. Y todo indica que ni a Castro ni a Horrach les queda una sola lágrima que derramar el uno por el otro.

La revolución del Código Penal

Mucho antes de esa ruptura, José Castro había dirigido la que sería su primera instrucción importante en Palma: el prehistórico caso Calviá, destapado en 1992 por el intento de compra de un concejal socialista en beneficio del PP y que arañó la postal mallorquina. El juez, que había llegado a la isla el 17 de octubre de 1985, sexagésimo octavo aniversario de la revolución rusa, empezó con lo de Calviá y ya no paró. Se diría que, en algún momento, concluyó que una revolución en minúsculas, la estruendosa revolución de aplicar justicia sin distingos, podía hacerse con el Código Penal sobre la mesa.

Otra cosa, aunque eso lo dirá el tiempo, es si realmente Castro ha interpretado correctamente el Código Penal en el caso de la infanta. La Fiscalía y Hacienda creen que el juez se equivoca. Y que, de lo investigado, no se desprende ningún elemento sólido que permita acusar a Cristina de Borbón de nada. Castro sostiene lo contrario: que si en apariencia la infanta jamás hizo ni supo nada fue porque su estrategia consistía precisamente en mantener una participación silenciosa y visible a un tiempo en los negocios de la pareja. El objetivo, allanar el camino.

Por ahora, y en espera de cómo evolucione el monumental lío que presagian el recurso de Horrach y la inmediata réplica de Castro –“que el fiscal se querelle contra mí”, y el reto salió disparado como una flecha- , el juez mantiene sus hábitos. A veces llega en bicicleta a los juzgados de la palmesana Vía Alemania. Otras, conduce un BMW descapotable y gastado pero vistoso. ¿Le perjudica un coche que sugiere la existencia de un conductor dado a la buena vida? Responde alguien que le conoce bien: “Va en bicicleta o en el BMW como ha ido en moto o como le dé la gana porque no tiene nada que ocultar”. La fuente añade algo más. Y suena importante: “Presionar a alguien con esos mimbres es muy difícil”.

En 2010, un periódico que acababa entonces de abrir edición en Baleares –ya no existe- desenterró del Registro los papeles de compra de su casa en el antiguo barrio de pescadores de El Molinar. El periódico investigó igualmente a Horrach, en cuyo currículo se inscriben importantes investigaciones que terminaron en condena. Ese mismo año, la policía detectó que ambos estaban sujetos a algún tipo de vigilancia, pero las pesquisas no llegaron a ningún sitio. Castro ya sabía lo que era estar bajo la lupa. En los noventa y mientras investigaba un caso de facturas falsas que afectaba a un importante grupo local de comunicación, el Serra, ya tuvo un investigador tras sus pasos. Al tipo no se le ocurrió otra idea que plantarse ante la Guardia Civil para pedir datos del juez cordobés. Y Castro, casi sobra decirlo, se enteró de la jugada poco menos que en tiempo real.

De funcionario de prisiones a juez

Con una dilatadísima carrera profesional que comenzó como funcionario de prisiones, siguió como secretario judicial, desembocó finalmente en titular de juzgado por oposición y le llevó de Cazalla de la Sierra (Sevilla) a Sabadell pasando por Lanzarote antes de su desembarco en Palma, Castro es lo que nuestras madres definirían como un señor de buena planta consciente de tenerla. Un señor sabedor de que la opinión pública lo ha conceptuado ya como un muro de contención. ¿Le ha pesado todo eso? Castro, por lo menos, sostiene en su círculo que jamás se ha sentido preso de las expectativas de nadie. Ni de arriba ni de abajo. Pero las expectativas, en efecto, son muchas.

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Un ejemplo: un día después del auto donde marca a la infanta el camino del banquillo por fraude fiscal y blanqueo, delitos penados con cárcel, Castro recibió un centro floral. Se supo que se lo había enviado una paisana de Córdoba. Pero el detalle revelador, lo que delata la abrumadora oleada de afecto y apoyo que suscita, era la flor extra añadida al cesto por el florista cuando supo que el envío iba destinado a Castro. ¿Y qué dicen sus enemigos sobre esa arrolladora pegada social? Pues, básicamente, que el juez ha propiciado una suerte de culto a la personalidad o endiosamiento que le ha llevado a despreciar las garantías procesales.

Pero lo cierto es que en una ciudad que durante lustros vio cómo Jaume Matas, María Antonia Munar y otros secundarios medraban sin freno, la misma donde las primeras preguntas parlamentarias de 2006 sobre los convenios públicos con Iñaki Urdangarin quedaron sepultadas por el olvido y una losa de respeto institucional, exactamente ahí es donde emerge Castro como símbolo. Y, a tenor de todo lo que ha pasado desde el miércoles 25 de junio, parece que cuantos más ataques reciba, mayor será el icono. La gente, por decirlo sin vueltas, está con él. O, explicado al revés, no está con Cristina de Borbón.

*Este artículo fue publicado en el número de verano de 2014, en la revista tintaLibre

José Castro Aragón no lleva ese bigote adusto que conservan algunos magistrados de orden. Tampoco nació en Palermo ni en Bogotá, lugares cuya presencia en su biografía sería interpretada hoy como una señal inequívoca del destino. Castro se limitó a venir al mundo en Córdoba en 1947 en una familia dedicada a la agricultura. Y, aunque el tópico encaje a codazos, lo cierto es que su forma de andar recuerda más la de un torero –y, en fin, va a los toros- que la de un juez al que le acaban de hacer la puñeta de encaje de la toga. Sus partidarios, que son muchos, temen que alguien intente hacerle ahora una puñeta a medida. Pero a Castro le quedan dos años escasos para jubilarse, se le pasó hace mucho el arroz de la promoción interna, si es que alguna vez aspiró a ella, y mantiene incólume esa torería que necesitaría cualquier juez que decidiese colocarse en la plaza judicial y a pecho descubierto nada menos que ante una hija y un yerno del jefe del Estado. Sus detractores le llaman a eso chulería y ego.

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