José Mujica: “Hasta los presidentes de los países más fuertes se arrodillan”

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Loreto Mármol

En un barrio de huertas a las afueras de Montevideo, entre hortalizas y frutas, al final de un camino de tierra, hay un panel que dice “pare”. Al lado descansa el guardia de seguridad de este lugar de peregrinación: “Hay veces que el Pepe está desde las seis de la mañana recibiendo a gente de todos lados”, explica. Para muchos, conocer al expresidente de Uruguay es un sueño, como admite el político Miguel Ángel Revilla en el prólogo del libro Palabras y sentires de Pepe MujicaPalabras y sentires de Pepe Mujica (editorial El Viejo Topo), escrito por Andrés Cencio. Cerca está el galpón que dio al Estado para una escuela agraria, y entregará cinco hectáreas más para que expresidiarios construyan su futuro. En los alrededores hay gente trabajando la tierra, como él, un paisano enamorado del campo. “Soy un campesino en mi modo de pensar y en mi modo de ver la vida y la naturaleza”, se presenta José Mujica (Montevideo, 1935). Guarda como reliquias una pala y un martillo de su padre. Se sube al tractor por vocación y se siente feliz con una azada plantando maíz o revolviendo unos zapallos. Algo despeinado, va con ropa de faena.

— Planto tomates para mí. No los curo con nada. Son para comer yo, chao. Te puedo mostrar mis plantas. Hace 25 años que están ahí y no tienen ni un yuyo porque la naturaleza crea sus propios herbicidas —comenta mientras suelta el mate y se lía un cigarro—.

Cree que hay que investigar más para conseguir que lo natural vaya sustituyendo a los agrotóxicos: “La ingeniería genética es algo maravilloso. Lo que es una cagada es que esté en manos de compañías privadas”. Anda preocupado por los fertilizantes y herbicidas que están contaminando las cuencas. Según su ecuación, ponen “300 kilos de fertilizante por hectárea. La mitad se va para el agua. Aquello explota”. “Tampoco podemos ir para atrás. El maíz que plantaba mi abuelo daba 900 kilos por año, hoy tiene que dar unos 4.000 kilos, y las malezas se comían aproximadamente un 35% de la cosecha mundial. Sin herbicidas ni fertilizantes, adiós. No podemos volver a la agricultura de nuestros abuelos porque nos morimos de hambre. La subida del precio de los alimentos sería terrible”, reconoce. Como terrible fue su lucha contra las grandes corporaciones en su etapa como presidente: “Tenés que enfrentar intereses económicos enormes y ahí es donde está el obstáculo. Las presiones empujan y el que tiene una papa no la quiere soltar. Siempre son los intereses económicos. Es brava la cosa”. Y se queda pensando, con la mirada fija, pero entornada.

Y así, pidiendo la claudicación de los poderes financieros, el líder modesto de un país poco ruidoso y con los mejores indicadores de América Latina en lo que respecta a los ámbitos político y socioeconómico miró de frente a los ojos del mundo, “un mundo desbocado en el que el capital financiero es capaz de hacer cualquier cosa y nadie le puede parar el carro; hasta los presidentes de los países más fuertes quedan de rodillas”.

Enamorado como pata de catre —un dicho uruguayo— del lenguaje coloquial, no puede dejar de “hablar en la lengua de Cervantes pasada por el suburbio del Río de la Plata; miro al mundo desde el sur, así que perdónenme si ofendo”. Con 84 años, dice lo que piensa sin ambages, como cuando declaró que la FIFA “es una manga de viejos hijos de puta” o que la expresidenta argentina Cristina Kirchner es “una vieja terca peor que el tuerto”, en referencia a su marido y anterior mandatario. “Lo que falla es la política, porque soluciones hay. Hace 30 años en Kioto ya nos dijeron lo que iba a pasar y no se hizo nada porque hay intereses económicos que no podemos frenar. EEUU y China no le dieron bola a pesar de que son los principales agresores del medio ambiente”, continúa.

El peligro del holocausto atómico ha dado paso al de “un holocausto ecológico”. Él, una oveja negra en el poder, critica que el mundo parezca un rebaño que va en fila al matadero sin reaccionar. “Hay que tomar medidas de carácter mundial, porque empieza a estar comprometida la salud del planeta. Estamos convirtiendo esto en una sartén con el peligro de freírnos todos juntos. Nadie va a arreglar la contaminación de los océanos o de la atmósfera si no se adoptan acuerdos planetarios”, diagnostica con una articulación enérgica.

Rechaza vestir como “gentlemen ingleses”, el traje que impuso la industrialización: “Nos tuvimos que disfrazar todos de mono con corbata; hasta los japoneses abandonaron su kimono para tener prestigio”. En contra de esa “cultura invasora y agresiva”, acostumbra a ir sin corbata y en vaqueros. A veces ha roto protocolos llevando zapatillas o unos zapatos viejos y los pantalones doblados por encima de los tobillos. Como Platón, que creía que no habría fin de males a menos que coincidan en una misma persona el poder político y la filosofía, este pensador contemporáneo considera que “una de las desgracias de la política es haber abandonado el campo filosófico y haberse transformado en un recetario meramente económico”.

Dice tener todos los defectos: es antimonárquico y anticolonialista, porque nadie es más que nadie. “Por tanto, pensé que hay que vivir como la mayoría de la gente y no como la minoría privilegiada; la confianza de la gente se pierde si nos ven alejados y encerrados en una torre”. Ni como presidente abandonó esta chacra (una casa humilde con terrenos de cultivo) para ir a la vivienda presidencial. Cuando había —y hay— una falta de credibilidad en la política (según él, “la peor enfermedad de la democracia”), aparece “un viejo raro, que no tiene rostro de piedra, no anda en Mercedes o en Audi ni rodeado de una nube de guardaespaldas”, explica este gobernante que no pone distancia con la calle y que quiebra una lanza a favor de la política de altura para mejorar la sociedad en contra de la politiquería.

Dar la vida por un sueño

Para Mujica la política es una pasión y no una profesión: “Se nos pudre toda la canasta de huevos con la gente que la utiliza como un elemento para hacer plata”. Es entonces cuando “las masas desconfían, nos pasan la boleta y parten de la idea de que todo es lo mismo. No todo es lo mismo, porque he visto hombres y mujeres capaces de entregar la vida por un sueño, y es ese factor ético lo que hay que pelear”. Además de un animal político, como definía Aristóteles, “el hombre es un bicho socialista”. “Dependemos de los otros. Sin la sociedad no somos nada. Durante nueve décimos de nuestra existencia vivimos en familias, en bandas, sin que lo mío y lo tuyo nos separe”.

Pero la aparición de la mercancía lo hace capitalista. “Nos han reducido la vida a la competencia: o vos me arrancás las muelas o te las arranco yo”. Critica que se vaya afirmando cada vez más el individualismo y que haya una explosión de la codicia sin precedentes.

“La democracia es la mejor porquería que hemos inventado, por lo mucho que promete y lo poco que cumple en igualdad. Vivimos en una democracia secuestrada, que es mucho peor que una dictadura evidente. Renguea por todos lados. Tiene pila de defectos, como la concentración de la riqueza. Hay un 1% que tiene la guita de la mitad de la humanidad”, termina con un susurro como de derrota. Dicho de otro modo: “Una manga de viejos de 80 o 90 años acumulan plata que da fiebre; tendrían que vivir 220 años gastando un millón de dólares por día y no podrían consumir lo que tienen”.

Da la espalda al derroche y los gastos inútiles. Rechaza la esclavitud laboral, que roba la libertad a cambio de poder consumir cosas secundarias, cuando “lo que estamos gastando es tiempo de vida”. “Cuando comprás algo no lo hacés con plata sino con el tiempo de vida que tuviste que gastar para tener esa plata”.

Recomienda a los jóvenes que no terminen hipotecando las cuestiones vitales que realmente importan y que no se dejen arrastrar por la sociedad consumista, porque son libres en ese margen de tiempo que hacen con su vida lo que se les antoja. “No vinimos a este mundo solo a trabajar y comprar; vinimos a vivir y ser felices. Podés tener una vida porque naciste, y te la llevan y te la conforman, y sos un buen animalito de trabajo y de consumo, y cuanto más trabajás más cuotas podrás pagar, hasta que llega un momento que te fuiste; vendrá otro que ocupará tu lugar y así sucesivamente por los siglos de los siglos, amén”, acelera y frena el ritmo. “Vos tenés que saber elegir y no volverte loco. Si no te ponés un límite, el mercado te chupa la vida con una cultura subliminal que nos entrevera las prioridades. Nos desangramos en un consumismo atroz”, enfatiza.

Así, hay quien antes de arreglar el techo se mete en cuotas para comprar un coche. Fuera tiene aparcado el famoso escarabajo celeste por el que un jeque árabe le llegó a ofrecer un millón de dólares, “un autito que tiene 40 años”. Para la velocidad que él puede alcanzar —“porque un viejo de 84 años manejando a 150 kilómetros por hora es un peligro”— le sobra.

Los años de cárcel

Habla también de la nueva comunicación que imponen los algoritmos, las escuchas a través de los móviles, la publicidad a la carta, la tecnología y las redes como herramientas de control social. “Tenemos que luchar por la libertad de pensamiento. Porque este aparato [señala la radio] te dice compre esto y lo otro. Y pam, pam… Todo es negocio, una sarta de mentiras que te van trabajando para que seas un sujeto comprador y siempre deudor a lo largo de tu vida. Los romanos inventaron el pan y el circo, acá tenemos la televisión para estar embobecidos, a manera de dominación, y es mucho más poderosa que los ejércitos”, describe.

Fue guerrillero del Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros. Florecieron los calabozos y los cuarteles, y tuvo “algunos inconvenientes, unos cuantos años de cárcel”. Quince para ser exactos. “En fin, cosas de rutina de quien se mete a transformar el mundo”. Sin embargo, no tiene vocación de héroe: “Estuve preso porque me faltó velocidad y no pude escapar”. Aunque sí logró fugarse dos veces de una cárcel ahora transformada en centro comercial, el templo de ese consumismo del que también quiere zafarse. Y así forjó su carácter. “Para mí no es un sacrificio vivir así. No sería quien soy si no hubiera pasado tantos años de soledad que me sirvieron para galopar hacia adentro, rumiar y repensar”, concede. Fue su etapa más fecunda en materia de conocimiento: “Me costó estar en cana tirado como tarro al basural para aprender que si no eres feliz con poco, difícilmente lo serás nunca. Cuando tenía un colchón estaba contento”.

La película La noche de 12 años, que narra su etapa en el calabozo como rehén de la dictadura, “se quedó corta”. Dos años sin bañarse; siete sin hablar ni leer para quien era un apasionado de la literatura y leía hasta la guía telefónica. Se le amontonaron canas, callos y dolores. Superó terribles delirios, “al límite de lo soportable”. En una celda de aislamiento y tortura —“solo nos visitaban las ratas y los milicos”—, estuvo al borde de la locura, comiendo moscas y hablando con las hormigas. Empezó a escuchar voces internas que interrumpían sus obligados silencios, hasta que sus carceleros le dejaron leer y escribir sobre Física y Química.

Llega su mujer, Lucía Topolansky, vicepresidenta del país. Tienen que ir a hacer unos mandados, pero antes se incorpora a la charla. Recuerdan que fueron “una juventud de poetas tras el sueño de una sociedad libertaria y sin clases”. En ese tiempo, Pepe frecuentaba las tertulias literarias que organizaba José Bergamín, que fue su profesor mientras el escritor estuvo en el exilio.

—Cuando empezaba a ser muchachito llegaban a estas tierras los republicanos derrotados. En sus momentos de dolor, España sembró por toda América. Nuestras fuentes eran Unamuno, Valle-Inclán, Azorín… Todo lo que allá latía —cuenta “este uruguayo español, este español uruguayo”, descendiente de vascos.

Las migraciones enriquecen —añade Lucía.

—Bergamín se hizo vasco —prosigue Pepe.

—Fuimos a su tumba en Hondarribia —“por no dar mis huesos a tierra española”, reza su epitafio.

Ambos celebran la exhumación de Franco y hablan de la separación de poderes: “Esta república a principios del siglo XX era vanguardia. Hubo un presidente raro que escribía dios con minúscula, sacó a la Iglesia de las cuestiones políticas y nos legó un país laico. Diría que la socialdemocracia se inventó en el Uruguay”, opina Mujica, que durante su mandato aprobó el matrimonio homosexual, legalizó la marihuana, despenalizó el aborto y redujo la pobreza.

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Unos cuantos cigarros después, dice que tiene epidermis de cocodrilo. Cicatrices de seis balazos: “Sigo vivo por milagro”. Fue “aplastado, derrotado, pulverizado”, pero “se puede caer y volver a levantarse y empezar una y mil veces”; sembrando para el resto de la sociedad, cultivando una solidaridad de especie.

Camina despacio. Ligeramente encorvado, con la flexibilidad de quien aprendió a respetar las diferencias. Antes de irse se sacan una foto y conversan con otro peregrino que les lleva un regalo desde Tierra del Fuego.

* Este artículo está publicado en el número de diciembre de tintaLibre. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.

En un barrio de huertas a las afueras de Montevideo, entre hortalizas y frutas, al final de un camino de tierra, hay un panel que dice “pare”. Al lado descansa el guardia de seguridad de este lugar de peregrinación: “Hay veces que el Pepe está desde las seis de la mañana recibiendo a gente de todos lados”, explica. Para muchos, conocer al expresidente de Uruguay es un sueño, como admite el político Miguel Ángel Revilla en el prólogo del libro Palabras y sentires de Pepe MujicaPalabras y sentires de Pepe Mujica (editorial El Viejo Topo), escrito por Andrés Cencio. Cerca está el galpón que dio al Estado para una escuela agraria, y entregará cinco hectáreas más para que expresidiarios construyan su futuro. En los alrededores hay gente trabajando la tierra, como él, un paisano enamorado del campo. “Soy un campesino en mi modo de pensar y en mi modo de ver la vida y la naturaleza”, se presenta José Mujica (Montevideo, 1935). Guarda como reliquias una pala y un martillo de su padre. Se sube al tractor por vocación y se siente feliz con una azada plantando maíz o revolviendo unos zapallos. Algo despeinado, va con ropa de faena.

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