Encontrar a Ortega, en Madrid, nunca es difícil. Ha frecuentado durante tantos años este café La Granja El Henar, en pleno Alcalá, que inevitablemente, en cuanto tiene un momento, se instala de nuevo en su rincón y toma un vaso de agua o un té con leche, que a veces acompaña con una tostada. Enseguida, alrededor se forma cierto revuelo. La gente lo reconoce, no tarda en rodearlo. Su mesa entonces se convierte en un improvisado púlpito universitario y cuando el maestro habla todos escuchan, en medio de un silencio reverencial, el discurso perfectamente hilvanado e impecablemente lógico de este hombre al que le cabe en la cabeza -robusta, alopécica, imponente- toda la filosofía germánica y más. Su facilidad de palabra es tal, que basta una mera pregunta para que se ponga en marcha esa impresionante maquinaria mental, que ha asombrado durante décadas al mundo, y su memoria, que para cualquier hecho sigue siendo absoluta. “Si me quiere usted hablar de filosofar a punta de pistola, yo la única pistola que recuerdo haber visto de cerca es la de los milicianos durante la Guerra Civil. ¿Quiere usted que le relate las dramáticas circunstancias en que sucedió aquello?”, inquiere.
Por supuesto. Sería todo un honor. En la revista tintaLibre les interesa especialmente su relación con la Segunda República y todo lo que le sucedió después. Por eso me envían a hacerle esta entrevista.
Bien, pues fue recién arrancada la guerra. Yo llevaba una vida discreta, como se puede imaginar. Pero la República, o lo que quedaba de ella, puesto que no olvidemos que una de las circunstancias que caracteriza a un Estado es el monopolio de la violencia y la República había repartido armas el 19 de julio...
Bajo presión. Si no recuerdo mal, Largo Caballero y los sindicatos rodearon durante el día 18 el Palacio Real y otros edificios públicos y amenazaban con lanzar una revolución social si el Gobierno no repartía armas.
Sí, y tanto Casares Quiroga, que nunca tuvo nervios sólidos, como Martínez Barrio, se negaron. Por eso Azaña nombró jefe de Gobierno a José Giral, para tomar la medida. No voy a decir yo que no hubiera hecho lo mismo en su tesitura. Las decisiones políticas son tremendamente complejas. Pero, en fin, las circunstancias son las circunstancias y a partir de ese momento quien gobernó la República ya fue la calle y, en concreto, los sindicatos, que estaban armados.
En las fotos de la época se ven multitud de coches requisados con las siglas de la CNT o del sindicato que fuera, o sencillamente U.H.P., pintadas a brochazos en la puerta lateral.
Fue una de las imágenes más características de ese periodo en el que, filosofar igual no, pero sí se pensaba a golpe de pistola.
La retórica de los puños y las pistolas, de José Antonio, se hizo realidad.
Sin duda. Y en ese ambiente, estando yo con mi hija refugiado en la Residencia de Estudiantes, entró una delegación de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, entre los cuales estaba, por cierto, María Zambrano. Ellos me exigieron, intimidándome con armas, que firmase un manifiesto de apoyo a la República en el que se acusaba a los militares sublevados de haber provocado la guerra. O, más bien, intimidaron a mi hija Soledad, que fue quien discutió con todos, porque yo andaba en cama con fiebre y me negué a recibirlos. Y por poco no terminó aquello en tragedia. Es lo que me explicó Soledad, quien consiguió hacerles salir y me hizo entender que si volvían no habría más remedio que firmar o me considerarían un traidor a la República.
¿Y usted firmó?
Qué remedio. Al final regresaron con un texto más somero y aceptable. Pero sus formas fueron tales que yo entendí que la permanencia en Madrid ya no era factible. Ni siquiera para aquellas personalidades que habíamos allanado el camino y preparado el terreno, por lo menos en lo intelectual, para el republicanismo.
La Agrupación de Intelectuales para el Advenimiento de la República, de la que usted formaba parte y que tanta importancia tuvo en la instauración del nuevo régimen. Ahora hablamos de ello, pero antes quisiera volver a la guerra. ¿Cómo salió usted de aquel avispero?
Pues malamente, como tantos otros intelectuales. Digamos que nuestra implicación con la República había sido tan notoria que, pese a que muchos pronto nos desilusionamos del régimen, no habíamos llegado a tener una mala imagen pública. Eso nos permitió desplazarnos con cierta seguridad. No nos sucedía como a otros estamentos, los religiosos o los militares, que eran sospechosos, a los ojos de cualquier piquete de milicianos, de apoyar a los sublevados. Eso nos permitió coger un tren y viajar con razonable tranquilidad hasta Cartagena, donde embarcamos rumbo a Marsella.
Tengo entendido que en ese barco se encontró con Rivas Cherif, el cuñado de Manuel Azaña y hombre importante la República, y que intercambiaron impresiones. El retrato que hizo Cherif de usted en sus memorias no es halagador.
Supongo que él estaba aún al cien por cien con la República. Yo formaba parte de la primera hornada de detractores.
Y después, el exilio: Francia, Países Bajos, Argentina, Portugal. Y a partir del año cuarenta y tantos, pese a que no recuperó usted su cátedra, se le permitió viajar frecuentemente a Madrid e impartir sus cursos. Formó usted una especie de universidad popular, el Instituto de Humanidades.
Era mi obligación. La docencia siempre me ha agradado y he asumido como propia la misión de guiar intelectualmente y educar a mis coetáneos. He hecho, a ese nivel, lo que he podido por mi país.
Y no es poco. Pero volviendo a aquel periodo previo al advenimiento de la República, ¿quiere usted hablar de su famoso artículo en el diario El Sol, el 15 de noviembre de 1930, el que tituló usted El error Berenguer?El SolEl error Berenguer
Por supuesto. Aquel era un momento crítico en el cual Alfonso XIII ya había jugado todas sus cartas. Él había convivido con la alternancia bipartidista de la Restauración hasta que el general Picasso arrancó aquella investigación sobre su implicación en el desastre de Annual, un incidente en el Protectorado de Marruecos en el que murieron nada menos que 10.000 españoles. El informe resaltaba las vinculaciones del general Silvestre con Alfonso XIII y la influencia que el monarca había tenido en la decisión no consensuada de aquel oficial, de lanzar una avanzada temeraria. Y estando a punto de debatirse el asunto en las Cortes, justo en ese septiembre, dio su golpe de Estado el general Primo de Rivera y se clausuró el Congreso. Digamos que Alfonso XIII optó por lo único que podía cortar de raíz el escándalo. Y, efectivamente, ya no se volvió a hablar del Informe Picasso. Y el general Primo de Rivera dirigió el Estado durante casi una década.
¿Cómo valora usted el periodo?
Creo que mis artículos de entonces son inequívocos. Como usted ha mencionado, cuando Primo de Rivera empezó a decir aquello de que “a mí no me borbonea nadie” y cuando Alfonso XIII, desencantado con el general que él pensaba pudiera haber sido su Mussolini, puesto que no hay que perder de vista que correspondía con los tiempos aquellos, decidió que era ya tiempo de sustituirlo por otro general...
La “dictablanda” de Berenguer.
... pues ya escribí el artículo al que usted se refiere. Resultaba evidente que Alfonso XIII, ahora que Primo de Rivera se había vuelto tan impopular, pretendía volver a la democracia. Porque si el régimen democrático se desgasta rápido, una dictadura, en comparación, se desgasta mucho más. Es cierto que cuando llegó Primo de Rivera fueron no pocos los estamentos que lo apoyaron. Eso incluía al Partido Socialista de Largo Caballero, cuyo sindicato siguió funcionando bajo la dictadura. Como bien se lo recordaría más tarde siempre Indalecio Prieto, su rival dentro del partido. Pero también tuvo mucho apoyo en Cataluña, donde Primo de Rivera era capitán general: no olvide usted que durante los primeros años del siglo los atentados anarquistas fueron incesantes en Barcelona. En fin, el régimen de la Restauración ya había dado lo que podía de sí y la gente no lloró. Además, Primo encabezó el Estado durante unos años de bonanza económica que le permitieron mantener su buena imagen. Pero todo cambió cuando llegó la crisis económica de 1929...
El crack del 29.crack
Eso tampoco ayudó. No es raro que una crisis económica preceda el final de un régimen. Los problemas económicos socavaron definitivamente la dictadura.
Y usted le puso un clavo al ataúd monárquico con su famoso "Delenda est monarchia". Si no recuerdo mal, las últimas frases de su artículo fueron: “¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo! Delenda est monarchia”.
Aquel artículo tuvo mucho eco. Yo retomaba la expresión que ya hizo famosa Catón el Viejo durante el segundo siglo de nuestra era, cuando clamaba ante el Senado romano: “Carthago delenda est”, Cartago debe ser destruida. Por supuesto, Cartago fue destruida y desde entonces ese grito se profiere, históricamente, cada cierto tiempo. Yo sentía que Alfonso XIII había agotado todo su crédito y tenía autoridad para denunciarlo. Al mismo tiempo, sabía que la monarquía no abandonaría sin resistencia la gobernanza del Estado y explicaba, junto con Gregorio Marañón, Antonio Machado y el resto de los miembros de La Agrupación para el Advenimiento de la República, que nos correspondía a los intelectuales preparar a la opinión pública.
Gracias a su rol fundamental en aquellos años le respetaron la vida los milicianos que vinieron a buscarle a punta de pistola en 1936. Usted fue crucial en la partida del rey porque, apenas cuatro meses después de la publicación de su artículo, Alfonso XIII hacía sus maletas y embarcaba en un crucero, en Cartagena, rumbo al exilio.
Bueno, también entremedias había perdido unas elecciones municipales, las primeras que se celebraban en años, y que se convirtieron en un plebiscito sobre monarquía o república. Ya ve usted que los dirigentes del procés no han inventado nada nuevo cuando han hecho algo parecido con las elecciones autonómicas catalanas.
Su participación en la vida pública tenía algo de filosofar no sé si a punta de pistola o a martillazos, pero sí con contundencia. Lo curioso, con todo, es que usted en el fondo ha sido un pensador conservador, por no decir reaccionario. Lo digo porque en sus obras más conocidas, España invertebrada y sobre todo La rebelión de las masas, nunca dejó de propugnar la necesidad de que las élites influyan sobre las masas, sobre “los hombres-masa”. Para usted, el problema histórico de España fue siempre la falta de élites dirigentes. Su visión no es elogiosa para la democracia.España invertebradaLa rebelión de las masas
Es que la democracia originariamente, tal y como la entendían los griegos, no era democracia de masas. Pero no voy a meterme ahora en esos vericuetos. En cuanto a mis ideas, fueron claras desde un principio y no cambiaron ni un ápice a lo largo de toda mi vida. Yo siempre estimé que había que elevar el nivel de cultura de los españoles y pensé que la República era el mejor medio. Pero que mis ideas fueran reaccionarias, no estoy yo tan seguro.
Hombre, su elitismo tiene tintes evidentes de aristocracia. No es lo que uno suele asociar al republicanismo…
Mi análisis del problema de España fue que hacía falta vertebrar y jerarquizar, es cierto. Un Estado, siempre lo dije, es un proyecto integrador, dinámico. La gente no se junta para estar juntos, sino para hacer algo juntos. Un Estado es un proyecto común ilusionante. En el caso español, ese proyecto fue América. Por eso, cuando en el año 1898 se perdió Cuba y se acabó con 400 años de presencia española en aquel continente, no es baladí que fuese el momento en el que, al mismo tiempo que se daba una reflexión poderosa sobre qué era y cómo regenerar España, surgiesen tensiones territoriales tanto en Cataluña como en el País Vasco principalmente.
Tensiones que, según sus propias palabras, correspondía “conllevar” lo mejor posible.
Las tensiones territoriales no eran más que una nueva manifestación de un problema de vertebración centenario. No la causa, sino la manifestación de un mal más profundo. Pero, con todo, mi visión del problema siempre fue razonablemente optimista y no reaccionaria. Se trataba de encontrar un nuevo e ilusionante proyecto común.
Un proyecto que no hemos encontrado aún. Porque, ampliando el espectro del tema, me imagino que habrá seguido usted con interés la evolución del conflicto territorial durante estos últimos años.
Tengo tanto tiempo ahora mismo, que por supuesto. España siempre fue una de mis pasiones intelectuales y el análisis que yo hacía en España invertebrada lo sigo encontrando válido. El gran problema actual es que Cataluña tiene, por muy cuestionable que sea, un proyecto de país; y España, no. El dinamismo del movimiento catalanista actual se explica por ello.
Por ello y por el hecho de que es un proyecto nuevo. Las nuevas naciones ilusionan a la juventud. En cambio, España, Francia, Reino Unido, son todos proyectos avejentados.
Yo diría que ni siquiera son proyectos. ¿Cuál es el proyecto español ahora mismo? Yo, por lo menos, no lo veo.
Volvamos al elitismo. En La rebelión de las masas usted adopta esa postura de manera nítida. Siempre ha pensado que las masas deben de obedecer a una minoría más preparada.La rebelión de las masas
Por supuesto. Pero no creo que eso sea reaccionario, y el objetivo de mi pensamiento sobre la situación política está lejos de llevar al inmovilismo. Si bien planteaba la necesidad de renovar el proyecto común español, también anunciaba en La rebelión de las masas el advenimiento europeo y predecía que, de la misma manera que los diferentes Estados previos se han ido construyendo a fuerza de imponer uniformidad sobre un panorama complejo de lenguas, geografías y culturas preexistentes (por eso, por poner un ejemplo local, es un anacronismo hablar de El Cid en términos de España, cuando el Estado que se estaba construyendo entonces, si acaso, era el castellano-leonés); así en La rebelión de las masas ya anunciaba yo la creación necesaria y futura de Europa como Estado superador e integrador de naciones anteriores. Ya hablaba de un clima intelectual y político común a todos los países, y la realidad ha respondido a mis pronósticos. Y sigo pensando que en ese europeísmo, que es el gran proyecto político del presente, está la solución. Y no veo que haya nada reaccionario en ello, más bien al contrario. De todas formas, para ser precisos en esta conversación deberíamos definir primero a qué nos referimos ambos con el concepto “reaccionario”, que puede resultar equívoco.
Uff, me temo que no queda tiempo para ello. La entrevista se acaba y antes de que se acabe me gustaría hacerle una última pregunta. Usted siempre ha tenido un prisma historicista y ha defendido que cada época crea un nuevo tipo de hombre, con su sustrato propio de valores y creencias. ¿Cuál es el sustrato en la época actual?
Ahora mismo, si consideramos que se da una generación singularmente diferente cada cuarto de siglo más o menos, conviven en la actualidad al menos tres generaciones, cada cual con un sustrato de valores y creencias propias. La más veterana, que ronda hoy en torno a los 70 años, que fue educada dentro del régimen franquista y que apoyó masivamente la Constitución y la democracia, se siente traicionada por lo que está sucediendo y, con la edad, como es natural, termina por virar hacia la reacción. Ellos tienen miedo de todo lo que pueda suceder si los jóvenes que militan en Podemos se hacen con el poder...
Podemos, que ya tuvo su oportunidad en las elecciones generales del 2015 y que la desperdició con la convocatoria de nuevas elecciones.
Después, están aquellos nacidos en democracia y que han vivido el hedonismo que se impuso en la sociedad después de la época más dura de la Transición, entre los años 1975 y 1982. El clima social del que surgió, lo que en su momento se llamó Movida, duró hasta que llegó el 15-M, cuando se impuso una lógica con una dominante nuevamente política. Y luego está la generación más joven, la que ha crecido a la sombra de la crisis financiera del 2008, cuyos valores claramente vuelven a estar en una sintonía mucho más política.
¿Son los adalides de lo “políticamente correcto”?
Definir lo que supone este concepto daría para otra entrevista, pero no diría que no.
¿Y usted entiende que cada generación es radicalmente diferente, que no son capaces de entenderse?
Yo entiendo que cada generación es como una caravana dentro de la cual vamos los individuos prisioneros, pero a la vez voluntarios y satisfechos. Cada cual es fiel a los poetas de su edad, a las ideas políticas de su tiempo, al tipo de mujer o de hombre triunfante en su mocedad y hasta al modo de andar usado a los 25 años. De vez en cuando se ve pasar otra caravana con un raro perfil extranjero: es la otra generación...
¿Y no hay comunicación?
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Muy poquita. Ese es uno de los principales dramas de la España actual.
*Este artículo está incluido en el número de diciembre de tintaLibre. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.aquí
Encontrar a Ortega, en Madrid, nunca es difícil. Ha frecuentado durante tantos años este café La Granja El Henar, en pleno Alcalá, que inevitablemente, en cuanto tiene un momento, se instala de nuevo en su rincón y toma un vaso de agua o un té con leche, que a veces acompaña con una tostada. Enseguida, alrededor se forma cierto revuelo. La gente lo reconoce, no tarda en rodearlo. Su mesa entonces se convierte en un improvisado púlpito universitario y cuando el maestro habla todos escuchan, en medio de un silencio reverencial, el discurso perfectamente hilvanado e impecablemente lógico de este hombre al que le cabe en la cabeza -robusta, alopécica, imponente- toda la filosofía germánica y más. Su facilidad de palabra es tal, que basta una mera pregunta para que se ponga en marcha esa impresionante maquinaria mental, que ha asombrado durante décadas al mundo, y su memoria, que para cualquier hecho sigue siendo absoluta. “Si me quiere usted hablar de filosofar a punta de pistola, yo la única pistola que recuerdo haber visto de cerca es la de los milicianos durante la Guerra Civil. ¿Quiere usted que le relate las dramáticas circunstancias en que sucedió aquello?”, inquiere.