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Juan Villoro: "Provengo de un cortocircuito entre las razones y las emociones"

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Su último libro habla de su padre -filósofo y zapatista, nacido en Barcelona-, y está dedicado a su madre, escritora, que “vive en estado de literatura”. Y me parece un acto de reconocimiento, de gratitud, pero también de petición de cuentas por tantas y tantas carencias.

Me interesaba adentrarme en la vida de mi padre con sus luces y sus sombras. Hablo de heridas, pero lo decisivo era escribir cuando estuvieran cerradas. La experiencia duele, pero la interpretación cauteriza. No es un ajuste de cuentas, sino un intento de comprensión de una personalidad rica, compleja, contradictoria, y en cierta forma desconocida para mí.

¿Cómo llegó a la conclusión de que los intelectuales no deberían tener hijos?

No he llegado a esa conclusión, sería un harakiri, porque tengo dos hijos. La frase que abre el libro es pronunciada por una amiga que pertenece al mundo artístico y tuvo una pésima experiencia con su hijo. Muchos compañeros de mi generación, hijos de artistas e intelectuales, lo pasaron muy mal y acabaron en las drogas, el suicidio o el hospital psiquiátrico. El arte es una anomalía de la conducta, como lo es la locura; en ambos casos se hace abstracción de la realidad y se busca un mundo alterno. El artista suele abstraerse y concentrarse al máximo su oficio. No puedes pintar la Capilla Sixtina y llevar a tus hijos a clases de natación. En el prólogo, planteo el caso de Klaus Mann, el hijo de Thomas Mann, que fue un buen novelista, pero no pudo competir con su padre. Me interesaba empezar mi libro de ese modo, planteando de entrada el desafío de crecer junto a alguien que no quiere estar en este mundo sino en el que imagina con necesario egoísmo.

Crecer rodeado de ideas y de libros implica diversas formas de neurosis, afirma. Con la cantidad de locos y disfuncionales que hay alrededor, ¿quiere decir que estamos rodeados de padres intelectuales?

Es una hipótesis sugerente, pero por desgracia no todas las formas de la locura son creativas. Jung se lo dijo claramente a Joyce: “La originalidad mental que en tu caso produce literatura, en tu hija produce delirio”.

Parece que le pesa su padre y que le pesa la ausencia de su padre. ¿En qué quedamos?

Las dos cosas son ciertas. Todos construimos a los seres queridos, los imaginamos a nuestro modo. En esa medida, cada hijo tiene un padre diferente. El mío tenía una presencia pública muy fuerte, porque hizo una notable carrera como filósofo y participó en numerosas luchas sociales de la izquierda. No era fácil estar a su altura. Pero al mismo tiempo tenía un aspecto desconocido; mi padre repudiaba las anécdotas, los afectos evidentes, los chismes; era reservado y solitario. Sus emociones eran un enigma. Mi libro trata de describir su figura pública y llenar el vacío de su vida privada.

Cuenta: “Lo admiraba como se admira un peñasco”. ¡Qué empatía filial!

Te cuento una anécdota que viví de niño. El primer terremoto que recuerdo me sorprendió en la cama. No me asusté porque pensé que era mi padre caminando por el pasillo. Así de fuertes me parecían sus pasos, capaces de hacer que la tierra retumbara. Admiraba esa fuerza, pero desconocía sus emociones.

Teniendo en cuenta que su madre le dijo que se relacionó con su padre como lo harían el refrigerador con la lavadora, parecen una familia de gran intensidad de sentimientos, de pasiones desbordadas. Ya lo resumió usted: “Al menos provengo de electrodomésticos complementarios”.

Tuvieron una relación muy fría, apagada, que mi madre siempre lamentó. Él había crecido en Bélgica en un internado de jesuitas y se encontró en México con una cultura muy sentimental. La canción ranchera es una enciclopedia de las exigencias del corazón nacional: “Que te den lo que no pude darte, aunque yo te haya dado de todo”, dice con despecho José Alfredo Jiménez, el filósofo popular de México. Mi madre quería pasiones y se encontró con un hombre decepcionantemente racional, que deseaba estar a solas para poder pensar. La mayoría de los filósofos han sido misántropos ejemplares. Para seguir con las metáforas de electrodomésticos, provengo de un cortocircuito entre las razones y las emociones. Esa tensión alimenta mi libro.

Asegura que el 68 es su infancia. Pero después habla del fracaso de la izquierda en México, es más, del “doble fracaso”. ¿Está la izquierda de capa caída en muchos otros países?

La izquierda parte del presupuesto de que es necesaria una política igualitaria. Sin embargo, en América Latina ha desembocado en una de las peores variantes del individualismo: los caudillos. Fidel Castro, Daniel Ortega, Hugo Chávez, Nicolás Maduro, Rafael Correa y López Obrador son ejemplos de esa política personalista, donde el pueblo se convierte en lo que piensa el Jefe Máximo.

Cuando habla de votar al menos malo o del descrédito de la clase política, ¿en qué país se sitúa? ¿No es un análisis de valor intercontinental?

Hay un deterioro general de la clase política. Estemos o no de acuerdo con ellos, los líderes de la posguerra (Churchill, De Gaulle, Roosevelt) solían ser estadistas. La transición española también fue conducida por una notable clase política: Adolfo Suárez, Santiago Carrillo, el primer Felipe González… Hoy en día el efecto fundamental de la política es la decepción. La mayoría de los presidentes no está a la altura de lo que proponen como candidatos. Tenemos democracias meramente representativas, que son decepcionantes. Somos dueños del voto el domingo de elección, pero la voluntad popular caduca el lunes. La mayor enseñanza que ofrecen los zapatistas en los municipios que gobiernan es la de una democracia directa, donde se manda obedeciendo.

Su primera pasión fue el teatro. Y representó a los diez años ‘El traje nuevo del emperador’, de Andersen. Los riesgos del poder absoluto. Todo es una farsa. Todos alabando la grandeza del jefe, al que nadie dice que está desnudo. ¿AMLO (Andrés Manuel López Obrador) está desnudo? ¿Hay algún líder mundial vestido?

Cuando ganó las elecciones, AMLO se instaló en el edificio que hace años fue el Centro de Teatro Infantil, donde yo representé El traje nuevo del emperador. La gente iba a pedirle toda clase de prebendas y él hacía promesas que difícilmente podría cumplir. Una vez más, la realidad imitó al arte.

El subcomandante Marcos le llama “hermano”. Las cenizas de su padre están enterradas en Chiapas. ¿Qué queda del movimiento zapatista?

En 1996 los zapatistas firmaron los acuerdos de San Andrés con el gobierno del presidente Zedillo, que garantizaban las autonomías culturales de los pueblos indígenas (en buena medida inspiradas en la legislación española). Pero el Congreso no convirtió en ley esos acuerdos. Los zapatistas presionaron para que el gobierno cumpliera su palabra. En el año 2000, el PRI perdió las elecciones después de 71 años en el poder y el nuevo presidente, Vicente Fox, dijo que el problema de Chiapas se podía arreglar en 15 minutos. Los zapatistas le tomaron la palabra y salieron de sus comunidades en La Marcha del Color de la Tierra. Llegaron a la capital con gran apoyo popular, hablaron ante el Congreso y pidieron pertenecer plenamente al país. Una vez más, los diputados no hicieron nada al respecto. Volvieron a su práctica habitual de subirse el sueldo y desoír las demandas populares. Hartos de no ser escuchados, los zapatistas se refugiaron en sus territorios. Ahí se dedican al heroísmo de la vida diaria. En situaciones de gran pobreza han logrado tener una vida mucho más justa, con equidad de género y notables mejorías de educación y salud. El proceso ha durado más de 30 años. Una experta en ecología me comentó hace poco que la zona zapatista es la única que conserva la biodiversidad que se ha perdido en el resto del Estado. Su convivencia con el territorio es ejemplar en numerosos aspectos.

Ha criticado mucho las redes sociales. En su libro ‘¿Hay vida en la tierra?’ dice: “El fantasma de ti mismo es más importante que tu propia realidad”. ¿Se le ocurre cómo combatir las mentiras y falsedades de las redes? Porque opina que en Twitter o Facebook los avatares resultan más importantes que la persona misma. Las redes sociales han contribuido a la polarización que padecemos, fomentando un discurso binario en el que las opciones consisten en dar like o sumarte a un linchamiento. Se diría que no hay nada en medio. El pensamiento complejo está amenazado y corresponde al periodismo (antes de que sea reemplazado por la inteligencia artificial) y a la literatura defenderlo. El hecho de que haya tantas fake news pone de relieve la importancia de la objetividad. Los jefes de Estado gobiernan diciendo mentiras de manera impune, lo cual hace que la frase de Gramsci sea más cierta que nunca: “La verdad es siempre revolucionaria”. El problema es que esa verdad, temida y explosiva, no siempre encuentra el camino para llegar al público. Quienes escribimos en los medios tenemos un doble compromiso, el de informar con veracidad y el de convencer a los lectores de que eso es importante.

Hartos de no ser escuchados los zapatistas se refugiaron en sus territorios. Ahí se dedican al heroísmo de la vida diaria

Se pregunta si, para los arqueólogos del porvenir, Wikipedia, Facebook y Twitter tendrán la importancia del Código de Hammurabi, la piedra Rosetta o las inscripciones cuneiformes del palacio de Nabucodonosor II.

En 2016, Microsoft lanzó a las redes a Tay, procesador de palabras diseñado para aprender de los jóvenes usuarios de internet. En 24 horas se volvió fascista y dijo que Hitler no había hecho nada malo. Microsoft lo retiró, comentando que era un prototipo experimental. Lo cierto es que Tay recibió un baño en la marea digital. El ser humano no ha dejado de reflexionar con profundidad, pero las redes no son precisamente el ágora de Atenas. El problema se agudiza porque las mayorías son cada vez más manipulables. Ningún filósofo contemporáneo tiene mayor impacto que un algoritmo.

Escribió ‘Dios es redondo’, sobre el fútbol. Hasta los 16 jugó en Los Pumas. ¿Desde entonces dejó de dar patadas o solo cambió de esfera?

No se necesitaba de mucha ciencia para saber que carecía de talento en la cancha. Me gustó jugar, pero siempre he sido mejor aficionado, lo cual me asimila plenamente al fútbol mexicano, donde el público hace más esfuerzo que los jugadores.

Fue cronista en los Mundiales de Italia 90, Francia 98, Alemania 2006, Sudáfrica 2010. “El fútbol es la última reserva legítima de la intransigencia emocional”, escribió. Pues sí que le dio fuerte.

Esa frase se refiere a los cambios que podemos tener en la vida. Me parece legítimo cambiar de vocación, de pareja, de religión, de orientación política o hasta de sexo, pero cambiar de equipo equivale a querer cambiar de infancia. Ser fiel al niño que escogió unos colores y no otros es “la última reserva legítima de intransigencia emocional”.

Sus amores originarios siguen en el Necaxa. ¿Pero la parte de hincha del Barça demuestra que nadie es perfecto?

Todo depende de quién lo mire. Mi padre nació en Barcelona y el primer regalo que me dio fue un llavero blaugrana. En La figura del mundo digo que, luego del divorcio de mis padres, cuando yo tenía 9 años, el sitio en el que más conviví con mi padre fue un estadio de fútbol. Esa cercanía me asimiló al barcelonismo, aunque entonces era imposible ver a ese equipo, pues no había televisión satelital. Yo creía que mi padre era forofo, pero cuando pude ir por mi cuenta al estadio, dejó de acompañarme. Entendí que no había ido ahí por ser aficionado, sino por ser padre, lo cual me resultó conmovedor. Él no expresaba afecto, pero sus actos lo expresaban por él. Tardé mucho en entender esto, por eso mi libro es un ejercicio de autodescubrimiento.

En un libro colectivo sobre las derrotas vitales en general, usted contó la suya: Mundial de Chile 1962. México pierde ante España: centra Gento y remata Peiró. “Una desgracia de la que no me he podido reponer desde  los seis años”. ¿Cómo lo lleva?

En 1962 México tenía una selección espléndida, que derrotó 3-1 a Checoslovaquia, que sería subcampeona del torneo. Pero ese gol español de último minuto nos dejó fuera del Mundial. Hay instantes que no salen de tu cabeza. A los seis años entendí, por primera vez y para siempre, que las pasiones te hacen sufrir.

Somos dueños del voto del domingo, pero la voluntad popular caduca el lunes

Pero parece que ahí nació su vena literaria.

La literatura te rescata de una realidad mal hecha. Después de un incendio, una muerte, una enfermedad o un naufragio imaginas algo diferente. El Quijote fue concebido en una cárcel. A los seis años sentí un vacío terrible: mis héroes se habían ido al carajo en el Mundial de Chile. ¿Cómo soportar un mundo tan adverso? Diez años después encontré la respuesta en la literatura.

“Cuando ya todo se acaba, solo te queda la literatura”. “Uno escribe porque no pudo hacer muchas otras cosas en la vida”. ¿Por ejemplo, ser futbolista? ¿O cantar en un grupo de rock sin resultar, según confiesa, “patético”?

En mi caso, la elección vocacional fue sencilla, no destaqué en el fútbol y no tengo buen oído ni buena voz. La única carrera alterna que estuve tentado a seguir fue la Medicina. Pero se trata de una profesión muy absorbente. Ya no estamos en los tiempos de Chéjov en que se podía atender pacientes, resolver la vida de varios hermanos borrachos y renovar el teatro y el cuento, y todo eso con pésima salud, escupiendo sangre durante veinte años.

Patético con el rock. Porque de rancheras ni hablamos, después de leer su cuento ‘Mariachi’.

Después del tercer tequila me sumo al coro que acompaña a los mariachis. Pero para eso no se necesita talento, basta ser mexicano.

Dice que en su adolescencia lloró muchísimo. ¿Qué le hace llorar ahora?

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Me conmueven los actos de justicia, la dignidad en el triunfo o en el infortunio, la solidaridad de los desconocidos. En México, un colectivo de mujeres, que lleva el nombre de Las Patronas, alimenta a los migrantes que recorren el país en el tren llamado La Bestia. No conocen a esa gente, la ven unos segundos y le dan la comida y el agua que a ellas les hace falta. Eso me conmueve.

¿Sigue pensando que tiene a Raquel Welch inyectada en el torrente sanguíneo? ¿Se pasea por sus leucocitos?

¡Ojalá! La diosa murió hace poco y recordé la película Viaje fantástico, que menciono en La figura del mundo. Ahí, unos científicos son inyectados a un torrente sanguíneo para curar a un paciente. Nada me pareció más atractivo que tener a la guapísima Raquel circulando por mis venas. El problema es que yo lloraba mucho y en la película Raquel es expulsada del cuerpo por las lágrimas, que para ella tienen la dimensión de las cataratas del Niágara. Para retener a Raquel en tu cuerpo había que contener el llanto. Me propuse llorar menos, pensando que en cada lágrima podía expulsar a Raquel Welch, pero esta terapia sirvió de poco. Vivía en una época en la que nadie te inyectaba el cuerpo turgente de una diosa en miniatura y en la que sobraban motivos para llorar. El remedio fue distinto y consistió en escoger bien los motivos para el llanto.

Su último libro habla de su padre -filósofo y zapatista, nacido en Barcelona-, y está dedicado a su madre, escritora, que “vive en estado de literatura”. Y me parece un acto de reconocimiento, de gratitud, pero también de petición de cuentas por tantas y tantas carencias.

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