Madrid según se mire

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Edurne Portela

Recuerdo que cuando yo tenía trece años mi hermano, que me lleva cinco, se mudó a Madrid para hacer la carrera. Para situarnos: estoy hablando del año 1987. Historia antigua. Mi hermano alquilaba, con un amigo marroquí y otro canario, un piso destartalado en San Blas, barrio que no le pareció muy diferente a la margen izquierda del Nervión de la que provenía: chavales devastados por la heroína que se movían como zombis; calles sucias y casas angostas de cuyas ventanas surgían olores a aceites reusados y una mezcla de sonidos: Los Chichos, Leño, Barricada, algún grito que otro; cuando un vecino se enteró de que era vasco, en vez de insultarle como era la costumbre, le dijo que si él pudiera votaría a Herri Batasuna porque mataban a guardias civiles y policías.

Recuerdo que cuando mi amiga se mudó con su marido a Madrid al acabar la carrera, no muy lejos de San Blas, me confesó que habían decidido ocultar sus orígenes después de escuchar en un bar de su barrio que habría que sacar los tanques y cargarse a todos los vascos. Recuerdo a una conocida mía que, cuando iba a una cárcel madrileña o segoviana a visitar a un familiar perteneciente a ETA, se quedaba en una casa de gente madrileña que apoyaba a las Gestoras Pro-Amnistía. Recuerdo varias visitas a Madrid con veintitantos años en las que me hacía llamar María o Marta o Cristina porque me daba miedo decir mi verdadero nombre, no fuera a ser que. Recuerdo mirar a Madrid a través de la mirilla vasca.

Empecé a mirar a Madrid de forma diferente muchos años después, cuando llegué a la ciudad en 2014 con la intención de quedarme indefinidamente. La intención me duró hasta finales de 2019 cuando, junto con mi pareja, dejamos la ciudad y nos trasladamos a un pequeño pueblo de la Sierra de Gredos. Llegué con la ilusión de una mujer que había dado la vuelta a su existencia como a un calcetín y rehacía su vida con anhelo y alegría.

Durante 18 años había vivido en Estados Unidos con una sensación constante de desarraigo, una consciencia muy clara de que ese país no era mi lugar. Por un momento pensé que Madrid podría ser la ciudad que remediara esa impresión de no pertenencia. Viví, poco después de aterrizar, el triunfo de Manuela Carmena en la alcaldía, así que mis nuevos comienzos en la ciudad, tanto profesionales como personales, se veían acompañados por la expectativa de un cambio político esperanzador.

Ya no miraba a Madrid desde fuera, a través de los prejuicios o las perspectivas ajenas, sino que la ciudad se volvía parte de mi proyecto de vida, de ella dependería en gran medida nuestro bienestar. Nos instalamos en la parte alta de Lavapiés cuando ya la mayoría de las tiendas de venta al por mayor regentadas por chinos habían desaparecido y se había iniciado el proceso de gentrificación del que sin duda éramos parte. Pero todavía era un barrio vivo y vivible: coexistían jóvenes recién llegados y ancianas de toda la vida, profesionales del mundo de la cultura con pocos recursos y comunidades migrantes norteafricanas y subsaharianas; comercio de barrio, bares y restaurantes populares, asociaciones culturales, centros sociales okupados... Y, sin embargo, a nada que mirara con atención, podía ver asomar la patita de los males que nos harían dejar Lavapiés con tristeza: la afluencia de turismo que motivó la especulación inmobiliaria y la conversión de pisos habitados en pisos turísticos; el cierre de comercio de barrio y la apertura de bares destinados al turista; el incremento del ruido y de la suciedad; la creciente presencia de narcopisos y de jóvenes que recordaban a esos zombis de antaño.

Cada vez que vuelvo veo que el barrio sigue deteriorándose sin remedio. Miro a mi alrededor y veo un escenario parecido al que veía mi hermano en 1987: calles sucias, trapicheos en los portales, zombis enganchados no a la heroína sino al fentanilo...

Creo que fue en el invierno de 2018: serían las once y pico de la noche, me acercaba a mi portal y vi a lo lejos a un chico apoyado en el cubo de la basura; se estaba preparando un pico, ya tenía la camiseta remangada y la jeringuilla absorbiendo el líquido de la cuchara. No es casualidad que, con la llegada de Almeida a la alcaldía, todos estos males se recrudecieran rápidamente: entrada masiva de capital de fondos buitre para convertir edificios enteros en alquileres y hostales turísticos low cost, especulación inmobiliaria y expulsión progresiva de los alquileres de largo plazo por la subida de precios, cierre en cadena del comercio tradicional y apertura de bares destinados al turismo, persecución y cierre de centros sociales okupados, incremento de narcopisos, guetización de las comunidades migrantes en la parte baja del barrio. No hace falta que explique lo dañina que es esta combinación para quienes viven permanentemente en Lavapiés. Para nosotros se hizo insoportable.

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Vuelvo con frecuencia a ese piso de Lavapiés, no me queda más remedio porque en este país todo pasa por Madrid: desde conexiones ferroviarias hasta presentaciones de libros. Cada vez que vuelvo veo que el barrio sigue deteriorándose sin remedio. Miro a mi alrededor y veo un escenario parecido al que veía mi hermano en 1987: calles sucias y oscuras, trapicheos en los portales, zombis enganchados no a la heroína sino al fentanilo, que ha entrado con fuerza en el barrio. La diferencia es que un día te encuentras con una horda de turistas borrachos dando patadas a los cubos de basura; otro día te topas con un hombre que vuelca uno de esos cubos y hurga en la basura buscando algo que llevarse a la boca; otra noche ves en tu portal a un par de pijos extranjeros esperando a que les lancen desde una ventana la bolsita de ¿coca? que habrán pagado por Bizum; nadie me hablará de Herri Batasuna, pero sí escucharé gritos de Viva Franco, Sánchez etarra y Sánchez dictador. Miro a Madrid desde este pueblito distante donde, de momento, hemos unido nuestras raíces a las de dos perales y tres manzanos. No siento nostalgia, sino la melancolía de las cosas que nunca llegaron a suceder.

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* Edurne Portela es escritora. Su última novela publicada es ‘Maddi y las fronteras’ (Galaxia Gutenberg, 2023).

Recuerdo que cuando yo tenía trece años mi hermano, que me lleva cinco, se mudó a Madrid para hacer la carrera. Para situarnos: estoy hablando del año 1987. Historia antigua. Mi hermano alquilaba, con un amigo marroquí y otro canario, un piso destartalado en San Blas, barrio que no le pareció muy diferente a la margen izquierda del Nervión de la que provenía: chavales devastados por la heroína que se movían como zombis; calles sucias y casas angostas de cuyas ventanas surgían olores a aceites reusados y una mezcla de sonidos: Los Chichos, Leño, Barricada, algún grito que otro; cuando un vecino se enteró de que era vasco, en vez de insultarle como era la costumbre, le dijo que si él pudiera votaría a Herri Batasuna porque mataban a guardias civiles y policías.

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