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El malestar del humanismo, en 'tintaLibre' de octubre

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¿Puede un barco con 500 pasajeros a la deriva hacer naufragar la política de un continente de 500 millones de habitantes? ¿Es concebible que el presidente de los Estados Unidos de América proyecte un muro en la frontera con México a costa de los mexicanos? ¿Resulta admisible que un político que opta a primer ministro de Italia ofrezca el odio antiinmigrantes como “un regalo” a sus ciudadanos?

Hace ya tiempo que el malestar del humanismo ofrece nuevas aristas y peligrosas derivas hacia lo inmoral, lo inconcebible y lo bárbaro. Hace ya tiempo que los otros son la cura preferida de los males del nacionalismo tanto en Europa, como en países como Estados Unidos, Rusia o Turquía. Aquel caduco discurso de las fronteras, que nos remite a los puzles de la Primera Guerra Mundial, vuelve con su alambrada de espino a la actualidad y, tanto en Hungría como en Melilla, tanto en Tijuana como en Marruecos, se levantan diques de contención contra una aspiración humana: vivir mejor. Y es en esa marejada moral, en ese maelstrom, donde se aprecia la verdadera pasta de la que están hechos los políticos y donde observamos que Trump no engaña a sus feligreses en su máxima crueldad, pero sí asistimos atónitos a los balbuceos de un Pedro Sánchez o a la ficticia retórica de todo un Macron. Sí, los otros son el fantasma que se desliza por todos los gabinetes y que, en periodo electoral, ameniza las diatribas de los salvapatrias que, al mismo tiempo que el flujo avanza, avisan a la población de que hay un efecto llamada, un tam-tam que rebota en las viejas hechuras coloniales de los biempensantes.

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Las reglas del juego (si es que alguna vez existieron) han cambiado el sentido de la partida. Países como Estados Unidos, que han hecho de la diversidad la estrella de su bandera, chocan ahora contra sus propios fundamentos: afroamericanos, latinos y musulmanes molestan al presidente, incluso esa joven sueca que les suelta un rapapolvos en la ONU a los mandatarios. Todo son buenos propósitos con los refugiados, con el cambio climático, con la pobreza; por doquier surgen músicos y artistas de buen corazón, ayuda humanitaria de empresarios filántropos, pero nadie hace nada al final. Los políticos comprometidos con la humanidad han dejado paso a alguaciles cada vez más pendientes de sus votantes y sus redes sociales, sus barrios y sus distritos. El espectáculo español está siendo bochornoso. La política ha entrado en una interminable campaña y la casa sigue sin barrer. Cada vez interesa menos la pelea de gatos, el falso culpable, mientras los males del mundo continúan fuera de su agenda.

Un bello ejemplo de la controversia: Philippe Lançon, superviviente milagroso del asalto a la redacción de Charlie Hebdo no habla en la entrevista que nos concede con rencor hacia los asesinos que perpetraron el ataque, pero sí tiene palabras duras contra unos políticos que no han sabido ver de qué ciudadanos está hecha la Francia de hoy en día.

 

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