Decía Hannah Arendt que nadie puede ser enteramente feliz sin experimentar la felicidad pública, al igual que nadie puede ser libre si la libertad no es colectiva. La más memorable explosión de alegría colectiva que he vivido nunca fue la del día 7 de noviembre del 2020. Las elecciones a la presidencia de los Estados Unidos se habían celebrado el martes día 3 de noviembre, entre el presidente en el cargo, Donald Trump, y el candidato Joe Biden. Pasaron tres largos días desde aquel martes y aún desconocíamos cuál de ellos sería el vencedor. En el recuento del día de las elecciones, la mayoría de los votos fueron para Trump; pero aún quedaban muchos votos por contar, aquellos que se habían depositado por correo, mayormente demócratas. Al ver cómo se iba desarrollando el recuento, todo hacía presagiar que Biden finalmente le daría la vuelta a la tortilla y ganaría la contienda.
Como así sucedió.
Cansado de mirar la tele durante tres largos días a la espera de nuevos acontecimientos, la mañana del sábado me olvidé de todo y salí a correr al parque. De repente, me detuve. Se oían gritos de alegría, los corredores se detenían y se abrazaban entre ellos, los cláxones que llegaban de las avenidas. En seguida caí en la cuenta, Biden había ganado. O, para ser más exactos, Trump había perdido. La ciudad se paró de repente, la gente tomó las calles, loca de entusiasmo, algo nunca visto hasta entonces.
Luego vino la no-aceptación del resultado por parte de Trump, las presiones al vice-presidente Mike Pence para que hiciera lo mismo, y finalmente, el triste episodio del asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021.
Me pregunto qué hubiera escrito Hannah Arendt sobre Donald Trump. Un personaje tan extravagante, improvisador nato, que se inventa cosas cada vez que abre la boca, que alienta las más extrañas teorías de la conspiración –que los inmigrantes se comen a las mascotas fue antológica– y que fomenta el odio hacia la otra mitad de la población, la mitad del país que no le ha votado.
Queramos o no, Trump ha marcado una época, la que empieza en la segunda década del nuevo milenio y que llega hasta nuestros días. Supone la reacción a lo que habíamos vivido anteriormente, a aquello que se ha llamado el movimiento woke, que abogaba por la inclusión de todas y cada una de las minorías y que daba opción al individuo para liberarse del determinismo que le marcó al nacer, de género, de clase, de lugar de procedencia. La reacción de Trump y el movimiento MAGA (Make America Great Again, Hagamos América grande de nuevo) prendió fuerte en aquellos que se sentían desplazados o desprotegidos del sueño americano, el Estados Unidos obrero y blanco, sobre todo hombres, que sentían que el mundo en el que habían crecido y sus valores habían desaparecido.
El gran éxito de esta derecha extrema es haber desplazado el debate de la izquierda al centro. Hemos vuelto a hablar y a defender conceptos y derechos que creíamos conseguidos y que se creían consensuados en toda la sociedad como la igualdad, los derechos LGTBQ+ o el racismo. En vez de profundizar en nuevas libertades, hemos vuelto a reivindicar aquellos derechos ya conseguidos. De percibir que el arco de la Historia se dirigía sin demora hacia la justicia, ahora parece que hay que desandar los pasos ya dados. Es ilustrativa la acción de los tres jueces del Supremo nombrados por el propio Trump. Jueces que han desnivelado la balanza de la justicia hacia posiciones muy conservadoras, en temas como el aborto, el uso de armas de fuego o la inmunidad total del presidente.
Las elecciones de noviembre en Estados Unidos suponen un choque entre dos visiones del mundo, una que añora un pasado que nunca fue (Trump), y otra que prefiere mirar al futuro (a todas luces incierto) con optimismo y de manera inclusiva (Harris). La lucha es, más que económica, cultural. Entre gente que quiere imponer a la otra mitad su manera de ver la vida, por ejemplo, con el tema de los derechos reproductivos, y gente que quiere sentirse parte y vivir y desarrollarse en libertad.
Hannah Arendt escribió sus mejores páginas durante su exilio neoyorquino, en el distrito de Bloomingdale, cerca de Harlem, y en alemán. Allí conoció de lleno la diversidad que define y enriquece a esta ciudad. Ella siguió escribiendo en su lengua, fue una migrante más que aportaba su propio acento a la gran ciudad multicultural que es Nueva York.
Ross Perlin, profesor de la Universidad de Columbia y autor del celebrado libro Language City, cuenta que se hablan actualmente más de 700 lenguas en Nueva York. Nunca antes en toda la historia de la Humanidad se habían hablado tantos idiomas en un único lugar; es, sin duda, la Alejandría del siglo XXI. Pero esta rica diversidad es en realidad un ecosistema frágil. “Si Trump es reelegido, este precioso intervalo de relativa cordura que disfrutan las diversas comunidades de Nueva York podría evaporarse de la noche a la mañana. La mayoría de los neoyorquinos son inmigrantes multilingües o hijos de inmigrantes, y nuestra existencia como ciudad se basa en el movimiento libre y fluido de personas e ideas”, opina Perlin sobre la posible victoria de Trump. A este respecto, me llamaron mucho la atención unas declaraciones del expresidente, hechas este mismo marzo. Tras comparar a los migrantes con Hannibal Lecter, afirmó que los idiomas que hablan “son como del planeta Marte, nadie sabe hablarlos”. Desprecio de los recién llegados y menosprecio de su cultura. Las lenguas no hegemónicas también representan para él una amenaza.
El gran éxito de esta derecha extrema es haber desplazado el debate de la izquierda al centro. Hemos vuelto a hablar y a defender conceptos y derechos que creíamos conseguidos y que se creían consensuados en toda la sociedad como la igualdad, los derechos LGTBQ+ o el racismo.
Cuando llegamos hace siete años a Nueva York matriculamos a nuestros hijos, cuya lengua materna es el euskera, en una escuela pública bilingüe, en inglés y español. La escuela tenía y tiene dificultades para mantener la línea en español y recuerdo que asistimos a manifestaciones para que se mantuviera. Era lo mismo que habíamos hecho en Euskadi respecto a los derechos de los vascohablantes y siendo el español lengua hegemónica. Y es que en Estados Unidos el español es tratado muchas veces como una lengua de segunda. Por eso mismo, en Nueva York tiene un marcado acento de lucha por la igualdad y los derechos lingüísticos de los migrantes. Hay que tener en cuenta que la minoría latina es la más amplia y la más pobre. Y dentro de la minoría latina se hablan decenas de lenguas.
En los últimos años ha surgido en Nueva York una gran sensibilidad por el multilingüismo. El derecho a hablar tu lengua materna va parejo a otros derechos civiles e individuales. Respetando la diversidad lingüística y cultural hacemos del planeta un lugar más sostenible y humano. Y en este humus cultural han surgido iniciativas como el Endargered Language Alliance, del que forma parte Ross Perlin, un colectivo que recoge la herencia cultural de los migrantes y ayuda a las pequeñas comunidades lingüísticas de la ciudad. Este colectivo ha recogido, en algunos casos, las palabras de los últimos hablantes de una lengua en Nueva York.
Otro caso es la editorial Sundial House, casa editorial surgida bajo el abrigo de la Universidad de Columbia y que se compromete a traducir obras desde los diferentes idiomas del ámbito ibérico e iberoamericano. Su editora, Eunice Rodríguez Fergusson, precisa que “contra el virus de la xenofobia, la traducción literaria de obras en castellano, en portugués, en euskera, en náhuatl y en otras lenguas originarias e ibéricas supone un antídoto”. Estima que “diseminar el pensamiento ibérico e iberoamericano en todas sus manifestaciones lingüísticas constituye una estrategia de resistencia para inocular a lectores anglosajones monolingües contra el nacionalismo que propaga la gesta oportunista de Trump”. Y concluye diciendo que “no se trata exclusivamente de reafirmar los valores de quienes se ven representados en nuestra literatura y acosados por la derecha, sino de contrarrestar con empatía el adoctrinamiento de quienes se sienten arrinconados u olvidados por la izquierda”.
Una de las obsesiones de Trump han sido las universidades. Tradicionalmente han sido foros del libre pensamiento y del pensamiento crítico, y ahora son vistas por la derecha como demasiado liberales y adalides de la izquierda. Las críticas de las que han sido objeto han tenido su fruto, por ejemplo, en la modificación de los criterios de admisión. En Estados Unidos la admisión en las universidades es un proceso muy complejo en el que no solo se tienen en cuenta las notas. También es importante la propia historia personal del aspirante. En este sentido, la derogación por parte del Supremo del Affirmative Action, que tenía en cuenta si el estudiante provenía de un contexto de desigualdado marginación, ha supuesto ya un gran cambio a peor. El miedo a la pérdida de privilegios de unos conlleva la pérdida de oportunidades de otros.
Dejanira Álvarez Cárdenas, directora de la FIL New York y miembro del Mexican Studies Institute de la CUNY (universidad pública perteneciente a la ciudad de Nueva York), conoce desde dentro la vida universitaria de los Estados Unidos. Para ella, “un posible retorno de Donald Trump a la Casa Blanca plantea varios cuestionamientos sobre el futuro de la vida cultural y universitaria. La polarización que marcó su primer mandato podría reavivarse, situando nuevamente a las universidades en el centro del debate sobre la libertad de expresión y las tensiones sociales en torno a género, raza e inmigración”. Sin embargo, no todo está perdido. “En este contexto adverso”, subraya Álvarez Cárdenas, “podría emerger una nueva ola de resistencia cultural, con artistas, escritorxs y académicxs movilizándose tanto dentro como fuera de los campus para contrarrestar estas políticas restrictivas”. Seguidamente, apunta que “proyectos como la Feria Internacional de la Ciudad de Nueva York pueden seguir siendo espacios clave de encuentro y resistencia, recordándonos que la cultura siempre ha sido un refugio y un espacio para repensarnos individual y socialmente, celebrando nuestras diferencias en lugar de temerlas”. Ross Perlin también se une a esta visión y afirma que ya en el cuatrienio 2016-2020, y con Trump como presidente, “los neoyorquinos demostraron que saben contratacar”. Universidades, ferias del libro, editoriales, librerías y pequeñas comunidades de hablantes, convertidas en bolsas de libertad y diversidad.
Muchas veces asociamos Nueva York con el neoliberalismo económico y con Wall Street. Pero no hay que olvidar que por otro lado es una ciudad referente en lo que respecta a la defensa de los derechos. El movimiento sufragista y el abolicionista se fundieron allí, fue el germen de las luchas por los derechos civiles de los 60; el 28 de junio, día del orgullo LGTBQ+, rememora las protestas del bar Stonewall en el Village neoyorquino; el movimiento Queer o el Mee Too nos llegan también desde Nueva York. Será el centro mundial del poder económico, pero también es un gran foco de contrapoder cultural.
Muchas veces asociamos Nueva York con el neoliberalismo económico y con Wall Street. Pero no hay que olvidar que por otro lado es una ciudad referente en lo que respecta a la defensa de los derechos.
Los sociólogos hablan ya de un cambio en la sociedad estadounidense –y, me atrevo a decir que mundial– que puede visualizarse después de estas elecciones. Aunque gane Trump, nada será igual. Si gana Harris, se agilizará. Se vislumbra una transformación del movimiento woke en algo nuevo. Harris ya apunta a ello. No enfatiza sus raíces africanas o asiáticas. Habla de su madre como madre trabajadora e inmigrante. Y ya. Por otro lado, la derecha no podrá aparecer tan radical y tan descabellada. Harris insiste, pasemos página. Y este mensaje está calando. Yo no sé en qué consistirá este cambio. Yo espero poder vivir en libertad, ser públicamente feliz como preconizaba Hannah Arendt, amándonos libremente y con respeto, en un planeta justo, verde y colorido en el que se hablen miles de lenguas, cada cual más bella que otra. Hablar la lengua que te apetezca, incluso si se trata de un idioma de Marte. Qué más dará.
*Kirmen Uribe Urbieta es profesor de Escritura Creativa de la Universidad de Nueva York (NYU) y su último libro ha sido ‘La vida anterior de los delfines’ (Seix Barral, 2022).
Decía Hannah Arendt que nadie puede ser enteramente feliz sin experimentar la felicidad pública, al igual que nadie puede ser libre si la libertad no es colectiva. La más memorable explosión de alegría colectiva que he vivido nunca fue la del día 7 de noviembre del 2020. Las elecciones a la presidencia de los Estados Unidos se habían celebrado el martes día 3 de noviembre, entre el presidente en el cargo, Donald Trump, y el candidato Joe Biden. Pasaron tres largos días desde aquel martes y aún desconocíamos cuál de ellos sería el vencedor. En el recuento del día de las elecciones, la mayoría de los votos fueron para Trump; pero aún quedaban muchos votos por contar, aquellos que se habían depositado por correo, mayormente demócratas. Al ver cómo se iba desarrollando el recuento, todo hacía presagiar que Biden finalmente le daría la vuelta a la tortilla y ganaría la contienda.