La mejor maldad está en la ficción

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Edurne Portela

En El arte de la novela Milan Kundera defendía que la literatura debe mostrar la complejidad de la realidad. Frente a la narrativa que destila la realidad, la simplifica y la ofrece masticada al lector como si este fuera un polluelo que necesita su comida regurgitada, la buena literatura hace todo lo contrario: hurga en los espacios de sombra y de conflicto, enfrenta a la lectora a sus prejuicios, la invita a reflexionar sobre sus contradicciones, la incomoda y, no menos importante, ofrece un disfrute estético en el proceso. Este tipo de literatura es la que busco como lectora y a la que aspiro como escritora. En esa literatura la maldad está presente —es inevitable, si se quiere mostrar la complejidad de la realidad— pero no aparece en mayúsculas. Es decir, la representación de la maldad no implica una concepción del Mal radical, como tampoco del Bien. Porque la buena literatura huye del maniqueísmo y, por tanto, de los absolutos. 

Pongamos un ejemplo del presente: el tratamiento que hacen los medios de comunicación españoles de Vladímir Putin y, en consecuencia, nuestra apreciación de su figura. El lenguaje periodístico es muy diferente al lenguaje literario. El periodista analiza la realidad y traduce su complejidad, la simplifica para el receptor de su mensaje. Esa simplificación es inevitable: por la urgencia de informar y los tiempos de la actualidad, por la necesaria brevedad del artículo periodístico o de la crónica para un informativo de radio o televisión o, también, porque el medio para el que trabaja el periodista marca la línea de interpretación de la realidad con sus intereses políticos y económicos. El lenguaje periodístico crea realidad y clima de opinión que, en algunos casos, acaba consensuando ideas sobre ciertos personajes. Hoy ese personaje es Putin: un ser inequívocamente repudiable, la encarnación del Malvado delirante, del Tirano sanguinario, del Monstruo sin empatía. No seré yo quien niegue que Putin es una mala bestia, pero si escribiera una novela sobre él no tendría más remedio que intentar imaginarlo sin mayúsculas, hacer un esfuerzo por interpretarlo sin recurrir a los tópicos de la monstruosidad

En literatura, los seres inequívocamente malos son personajes de cartón al servicio de la tesis del autor. He escuchado más de una vez decir a Iban Zaldua que lo que distingue a la buena literatura de la mala es que en la buena el narrador quiere a todos sus personajes, incluso a los malvados, a los despreciables, a los que deberíamos odiar. Porque es a través de ese amor, añado yo, la única forma de dar al personaje una dimensión compleja. El odio simplifica la comprensión de la realidad porque la mirada que surge del odio es una mirada embudo: se enfoca únicamente en lo negativo y lo reprensible, caricaturiza señalando y agrandando los rasgos negativos.

La mala literatura está llena de malos que, además de comportarse muy malamente, son feos y sucios. Siempre me ha interesado la capacidad de la literatura para representar a la víctima y al verdugo y he valorado aquellas narrativas que exploran la zona de contaminación entre ambas figuras, que no ofrecen juicios morales sino que, a través de la representación, nos permiten adentrarnos en la complejidad moral que se genera en cualquier situación de violencia.

Derrumbe de las certezas

Es lo que hace por ejemplo Agota Kristof en su trilogía que publicó en 2019 Libros del Asteroide bajo el título Claus y Lucas, con una traducción excelente a cargo de Ana Herrera y Roser Berdagué. Los tres libros que forman la trilogía giran en torno a dos hermanos gemelos, Claus y Lucas, desde su niñez hasta el final de sus días. Su infancia transcurre en K., un pueblo de frontera y, aunque las coordenadas históricas no aparecen claramente demarcadas, suponemos que ocurre durante la Segunda Guerra Mundial, en un escenario lleno de miedo, crueldad, hambre, violaciones, deportaciones, fronteras de alambre de espino, trincheras. Los niños absorben la crueldad que impregna todo y la internalizan, en un aprendizaje continuo sobre eso que llamamos maldad, ejercida contra ellos y por ellos. Saben que sin ese aprendizaje no podrán sobrevivir y se esfuerzan en ejecutar las formas de crueldad que van aprendiendo. Este hilo narrativo se establece en el primer libro, pero los dos siguientes dan a cada uno una versión diferente de sus vidas: el punto de vista de la narración cambia y, con ello, también los sucesos. Lo que pensamos que es una verdad incuestionable en el primer libro, se cuestiona en el segundo, y lo que hemos establecido como una nueva verdad en el segundo, se vuelve a cuestionar en el tercero. 

Con este derrumbe de las certezas, Kristof abre la puerta a una reflexión ética profunda sobre el ejercicio del mal y los efectos de la violencia en el ser humano. Kristof narra el mal —pasajes de verdadera degradación moral, de una crueldad espeluznante— con una extraña e inquietante objetividad y sin un juicio moral. El mal es esto. La depravación es esto. Los niños —Claus y Lucas, Claus o Lucas— son claramente víctimas y verdugos al mismo tiempo y ese hecho no minimiza el horror de sus actos, sino que profundiza en él. Lo que leemos en las casi quinientas páginas de Kristof es inequívocamente devastador y cruel, pero al mismo tiempo es un texto cargado de ambigüedades, sin culpa moral ni enseñanzas reparadoras. Es una representación del mal exhaustiva, como pocas en la historia de la literatura.

La ficción nos permite explorar la maldad fuera del tabú y el prejuicio, fuera de la otredad absoluta que se genera en los discursos hegemónicos o consensuados. Nos permite reflexionar sobre los contextos en los que se forjan las acciones de los perpetradores. La ficción compleja, como la de Agota Kristof, no juzga el mal pero tampoco lo justifica. Nos hace conscientes de que las narrativas maniqueas o reduccionistas, las explicaciones unívocas, pueden ser tranquilizadoras, pero no nos ayudan a entender mejor el comportamiento humano —no monstruoso ni inhumano, repito: el comportamiento humano— que nos aterroriza. 

Recuerdo en este contexto a Primo Levi, que en Si esto es un hombre escribió, refiriéndose a la Shoah: “Quizá no se pueda comprender todo lo que sucedió, o no se deba comprender, porque comprender es casi justificar”. Y un poco más adelante añade: “Si comprender es imposible, conocer es necesario, porque lo sucedido puede volver a suceder, las conciencias pueden ser seducidas y obnubiladas de nuevo: las nuestras también”. Muchos son los que citan este fragmento pero lo cortan en el momento en que Levi escribe “comprender es casi justificar” y así se aferran a ese tópico tan poco productivo de la “indecibilidad del mal”. Pero lo importante para Levi viene después: conocer es necesario

La ficción es una herramienta de conocimiento y, bien manejada, una puerta a la comprensión de los mecanismos de la maldad humana. Para entender a un Putin, leer a una Kristof.

En El arte de la novela Milan Kundera defendía que la literatura debe mostrar la complejidad de la realidad. Frente a la narrativa que destila la realidad, la simplifica y la ofrece masticada al lector como si este fuera un polluelo que necesita su comida regurgitada, la buena literatura hace todo lo contrario: hurga en los espacios de sombra y de conflicto, enfrenta a la lectora a sus prejuicios, la invita a reflexionar sobre sus contradicciones, la incomoda y, no menos importante, ofrece un disfrute estético en el proceso. Este tipo de literatura es la que busco como lectora y a la que aspiro como escritora. En esa literatura la maldad está presente —es inevitable, si se quiere mostrar la complejidad de la realidad— pero no aparece en mayúsculas. Es decir, la representación de la maldad no implica una concepción del Mal radical, como tampoco del Bien. Porque la buena literatura huye del maniqueísmo y, por tanto, de los absolutos. 

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