El miedo de no tenerlo

Cristian Segura

Desde la calle llegaba nítido a mi apartamento el estruendo de las explosiones de los sistemas antiaéreos. A cada explosión se sumaban los gritos de estudiantes de la vecina facultad de Filología, que corrían a refugiarse en la estación de metro Olimpiski. Sucedió el pasado 9 de octubre, pocos minutos después de que TintaLibre me pidiera un artículo sobre cómo es el miedo en una guerra. En el momento en el que hablábamos por teléfono con su codirector, misiles balísticos Kinzhal rusos se aproximaban a Kyiv.

El miedo va por barrios, en tiempos de paz pero también en tiempos de guerra. Conozco a más gente en Ucrania sin miedo que con él. La ansiedad o los nervios son comunes, aunque en momentos puntuales. Pero el miedo lo han perdido muchos en Ucrania. El ser humano ha demostrado durante la historia que se adapta a casi todo.

Mi madre viajó el pasado mayo del Pirineo catalán a Ucrania para visitarme. Me repetía en los días previos a su salida que tenía miedo. Pocas horas antes de tomar el tren desde la frontera polaca a Kyiv me escribió que tenía miedo por si los rusos atacaban el tren. El miedo desapareció cuando estuvo en mi ciudad de adopción y oyó la primera alarma antiaérea. Estaba en la calle, rodeada de gente, y comprobó que la gran mayoría de los transeúntes seguían su camino como si nada. Ella decidió seguir su ejemplo.

Un grupo de periodistas de El País que hemos cubierto la guerra en Ucrania llevamos dos años realizando una función de una suerte de teatro periodístico. Subimos al escenario con un monólogo para narrar una experiencia concreta de nuestro tiempo en Ucrania. Yo centro mi intervención a partir del día en el que volví a fumar. Sucedió en abril de 2022 en Járkiv. Era Domingo de Ramos. Nos dirigíamos con el fotógrafo Albert García hacia un edificio donde había impactado un misil ruso pocos minutos antes. Cuando nos encontrábamos a escasos 200 metros, llegó un segundo misil. La explosión me dejó en blanco. Boris, nuestro hombre en Járkiv, dio un volantazo y salió de allí escopetado.

Nos refugiamos bajo un gran arco de piedra de un bloque de pisos de la época de Stalin. Salimos del coche, yo estaba bloqueado. Albert siguió más tranquilo, tomando fotos desde la distancia. Boris también estaba nervioso. Fue cuando le pedí un cigarrillo y desde entonces sigo fumando.

Mi estado de shock duró unos pocos minutos. Ni yo ni Albert sentimos miedo cuando una semana antes, en el centro de Lviv, cubrimos la destrucción de unos depósitos de combustible con misiles de crucero Kalibr. Nos movíamos por el perímetro de la planta en llamas como si nada. Impulsados por la excitación sorteábamos controles de policía para tomar la mejor fotografía. Alguien más sensato habría salido huyendo ante la alta probabilidad de nuevas explosiones en los depósitos. Aquí entra el factor de la inconsciencia, que de una forma más o menos intensa está generalizado entre la sociedad ucraniana. Continuar tu día a día solo es posible si evitas ser consciente de la amenaza, de que en cualquier momento puede llegar tu hora.

Aquella tarde en Lviv llegamos a una antigua fábrica que servía de refugio antiaéreo del barrio en el que estallaron los depósitos. En sus sótanos se habían congregado decenas de vecinas con sus hijos. Las emociones allí iban del miedo a los nervios que te llevan al mal rollo, a las ganas de discutir.

El mal rollo también es frecuente. Con las pulsaciones a mil puede aparecer la rabia, que en vez de dirigirse a quien ha disparado el proyectil, lo hace contra aquel que tienes a tu lado. El pasado septiembre me encontré en una situación particularmente tensa en Pokrovsk. Un misil balístico ruso destruyó una subestación eléctrica situada en medio de esta ciudad de Donetsk, asediada por el invasor. Los pocos vecinos que quedaban en esa calle salieron de sus casas para enzarzarse en una pelea entre ellos, con los bomberos e incluso conmigo. Buscaban irracionalmente liberar tensión.

En los momentos de mayor tensión tiendo a conservar la calma. Según el momento recurro a los ansiolíticos —por prescripción de mi doctora—, pero en general he conseguido mantenerme zen. La norma número uno en una guerra es tener las emociones bajo control, no causar más problemas de los que ya tenemos. Fue así el pasado abril, cuando participé con una unidad armada en la evacuación de civiles en Vovchansk, un municipio en la provincia de Járkiv que estaba siendo asaltado por las tropas rusas.

Nuestros vehículos accedieron a Vovchansk a una velocidad endemoniada por una avenida con blindados y coches calcinados y casas todavía humeando por recientes impactos. En cuestión de un minuto nos cayeron dos morteros a escasos 30 metros, proyectiles que iban dirigidos a nosotros. No sentí miedo, ni yo ni nadie en nuestro todoterreno. No había tiempo para tener miedo. La adrenalina anulaba cualquier otra emoción. En una de las casas fui atacado por dos perros. Me dejaron una pierna con cinco bocados que requirieron de posterior atención médica y un mes de vacunas. ¿Sentí miedo? No, todavía continúo jugando con los perros que me encuentro. Sentí impotencia porque mientras me perseguían y me mordían no podía librarme de ellos, tenía que seguir a la unidad de evacuación.

La impotencia es peor que el miedo

La familia que vivía en la granja con los perros tampoco sentía miedo, pero sí mucha impotencia. Las explosiones a su alrededor eran constantes, ni un minuto pasaba sin un estallido. Columnas de humo se levantaban por todo su vecindario. Se les evacuaba a la fuerza pero ellos querían seguir allí. Se adaptaron a vivir en el infierno, esa era su casa, ¿a dónde más podían ir?.

El mal rollo también es frecuente. Con las pulsaciones a mil puede aparecer la rabia, que en vez de dirigirse a quien ha disparado el proyectil, lo hace contra aquel que tienes a tu lado. El pasado septiembre me encontré en una situación particularmente tensa en Pokrovsk. Un misil balístico ruso destruyó una subestación eléctrica situada en medio de esta ciudad de Donetsk, asediada por el invasor. Los pocos vecinos que quedaban en esa calle salieron de sus casas para enzarzarse en una pelea entre ellos, con los bomberos e incluso conmigo. Buscaban irracionalmente liberar tensión

La experiencia me indica que la impotencia es un síntoma de la guerra peor que el miedo. El miedo puede salvarte la vida y es señal de que tienes algo que conservar. La impotencia es un estadio peor, es lo previo a perder la esperanza. Entre las decenas de miles de mujeres y niños que huían del país al inicio de la invasión, en febrero 2022, cuando pocos dudaban de que Rusia desintegraría a Ucrania en cuestión de semanas, vi más desesperación que miedo.

Un Iskander ruso cayó el pasado 6 de septiembre en el parque de una comunidad de vecinos de Pavlograd, ciudad de la provincia de Dnipró. Hubo un muerto y unos sesenta heridos. Era dramático contemplar las decenas de viviendas alrededor del parque destruidas o dañadas. De aquellos viejos edificios comunistas salían bomberos y colas de inquilinos cargando sus enseres para iniciar una nueva vida no sé sabe dónde. Nadie gritaba como muestra de desesperación. De hecho, solo el movimiento para retirar los escombros rompía el silencio. Pero las caras de aquellas personas expresaban lo suficiente: la impotencia ante un éxodo forzado.

En Vovchansk, en Pavlograd o en cualquier hospital para soldados cercano al frente es común identificar a personas que han sufrido conmociones cerebrales por el estallido próximo de una bomba. Con suerte su cabeza no quedará dañada para siempre, podrán recuperar el uso de la razón. Si es así, afrontarán otro tipo de problemas derivados del estrés postraumático: la ansiedad, la imposibilidad de dormir y también el miedo.

Mi único síntoma de estrés postraumático es que a veces sueño con explosiones. Al principio de la guerra era más habitual, ahora solo me sucede cuando vuelvo de alguna misión en el frente particularmente intensa. Al final te adaptas. Lo hizo mi madre y lo consiguen la mayoría de los soldados de infantería que combaten en primera línea del frente.

La última vez que visité Chasiv Yar fue el pasado febrero, cuando el municipio ya estaba siendo asediado por los rusos y arrasado por los obuses y las bombas aéreas. Los silbidos de los proyectiles de artillería cruzaban por encima de los esqueletos de los edificios cada dos, tres minutos. Con los dos primeros silbidos hice el gesto de tumbarme en el suelo pero las risas de los soldados que me acompañaban me disuadieron de volverlo a hacer. Con los tres siguientes, me arrodillé, pero los militares me dijeron que era absurdo hacerlo. Si estaba allí en el exterior con ellos y no en un sótano bajo tierra era para asumir el riesgo. O lo tomas o lo dejas.

La experiencia me indica que la impotencia es un síntoma de la guerra peor que el miedo. El miedo puede salvarte la vida y es señal de que tienes algo que conservar. La impotencia es un estadio peor, es lo previo a perder la esperanza. Entre las decenas de miles de mujeres y niños que huían del país al inicio de la invasión, en febrero 2022, cuando pocos dudaban de que Rusia desintegraría a Ucrania en cuestión de semanas, vi más desesperación que miedo

La pregunta que debía responder en este artículo para TintaLibre es cómo se vive con miedo en una guerra. No sé si soy la persona idónea para contarlo. No soy un corresponsal de guerra al uso. Ni siquiera me considero así. Intento ejercer de corresponsal, sin más. Me motiva igual escribir sobre una maniobra de blindados en el frente que asistir a una rueda de prensa sobre un yacimiento arqueológico o ir a buscar setas con un cazador local. Mi objetivo es explicar un país a los lectores. En el caso de Ucrania se trata de un país invadido militarmente, y por eso me toca vivir situaciones de riesgo excepcionales. Y hasta ahora no he sentido miedo. Sé lo que es el miedo porque lo he experimentado en determinadas circunstancias familiares y sobre todo con mi débil salud mental. He temblado y he llorado de miedo en sueños, también cuando la depresión me ha llevado a situaciones límite. Pero miedo ante la violencia o ante la idea de morir, no lo siento desde mi infancia. Tampoco en Ucrania.

¿Pero quién soy yo para hablar del miedo? No he sido torturado en una cárcel rusa, como posiblemente le sucedió a la periodista ucraniana Victoria Roshchina, fallecida en prisión el pasado septiembre tras trece meses de cautiverio. Tampoco he tenido que defender una posición militar en primera línea del frente durante cuatro días, arrodillado en un agujero, esperando al siguiente asalto enemigo, que se encontraba a 500 metros, rodeado de compañeros heridos que no pueden ser evacuados.

Un amigo soldado me envió un vídeo durante el asedio ruso a Bajmut, a principios de 2023. Fue la más sangrienta batalla de la guerra después de la toma de Mariupol, en 2022. Aquel hombre se encontraba en una trinchera que era un lodazal, disparando sin cesar con su fusil automático mientras su teléfono, apoyado en un rincón, lo filmaba. En algunos intervalos se dirigía a cámara llorando y respirando con dificultad, anunciando a sus padres y a su hijo que iba a morir y que los quería.

Sobrevivió y por eso me mostró el vídeo que nunca vio su familia. Su plan era mandárselo justo en el momento previo a quitarse la vida de un tiro. Sentía terror de ser apresado por los rusos. Aquel veterano militar en aquellas imágenes era la perfecta manifestación del miedo en un ser humano.

Desde la calle llegaba nítido a mi apartamento el estruendo de las explosiones de los sistemas antiaéreos. A cada explosión se sumaban los gritos de estudiantes de la vecina facultad de Filología, que corrían a refugiarse en la estación de metro Olimpiski. Sucedió el pasado 9 de octubre, pocos minutos después de que TintaLibre me pidiera un artículo sobre cómo es el miedo en una guerra. En el momento en el que hablábamos por teléfono con su codirector, misiles balísticos Kinzhal rusos se aproximaban a Kyiv.

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