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Mirra, cinamomo, canela, aloe y nardo

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Lina Gálvez

Leí en un texto de Irene Vallejo que el ave fénix se cubría de mirra, cinamomo, canela, aloe y nardo para arder y posteriormente resurgir de sus cenizas. La figura del fénix, que tiene múltiples versiones en las distintas mitologías, puede interpretarse de muchas maneras, pero en estos tiempos nuestros en los que la autoayuda se ha convertido en la nueva religión de los pueblos, es símbolo de resiliencia. Todas las personas que nos hemos ganado la vida con la escritura, ya sea como poetas, novelistas, periodistas, ensayistas o investigadoras, sabemos que escribir nos expone a la crítica y, en último término, a la quema. Lo que no todas sabemos es hasta qué punto puede aumentar la temperatura de la pira cuando quien escribe participa en política. El desprestigio interesado de esta actividad, que disocia al político de la sociedad y lo deshumaniza, hace que con frecuencia, de forma involuntaria, se añada gasolina al fuego, y en algunos casos, con mayor intención, hasta cal viva. Si es una mujer quien se lanza a la arena política, si se trata de una ave fénix que naturalmente aspira a renacer, es fundamental que se aproxime a la exposición pública no sólo con la coraza de las tres virtudes que alababan los clásicos para la política: vocación, convicción y mesura para saber interpretar las circunstancias, sino luciendo su peso justo y tan bien maquillada, vestida y peinada como mandada.

La escritura y la política se han encontrado siempre. Hay políticos que han dejado constancia de su experiencia mientras ocupaban puestos de responsabilidad o tras abandonarlos. Sus testimonios suelen ser enormemente válidos, pues nos permiten contemplar los acontecimientos históricos desde un prisma más humano. Normalmente se trata de relatos con origen oral, de gran prestigio y tradición en zonas como la Europa del Este, pero denostados en otras latitudes. También hay intelectuales y pensadores que acaban poniendo su capacidad de reflexión, su prestigio y sus conocimientos al servicio de la acción política, ya sea acercándose como consejeros a lo más alto del poder, comprometiéndose de manera pública y manifiesta con una causa, o calzándose directamente las botas del político a lo Vaclav Hável. Incluso ha habido algún que otro como Winston Churchill, que se dedicó a la escritura y a la política con igual intensidad. La lista es larga, interesante y variada, excepto en lo que se refiere al sexo de sus integrantes.

Los intelectuales siempre han contribuido a definir o a sancionar eldebate público, incluso cuando escapaban de él. Es cierto que, de distinta manera según la época, con diferente grado de protagonismo y empleando herramientas diversas. Stefan Zweig, por ejemplo, se negó en una entrevista a condenar explícitamente el régimen de Hitler para no reproducir los esquemas del lenguaje político al uso. El desprecio al político no es nuevo: “Un escritor puede crear una obra con dimensiones políticas, pero no puede abastecer a las masas con eslóganes”, afirmó el gran intelectual austriaco. Obviamente, Zweig no vivía en la era de X (antes Twitter), en la que la polarización aumenta al mismo ritmo que se diluye el debate acerca de los contenidos, y donde el afán obsesivo y ancestral de la caza de brujas prospera en terreno fértil. El anonimato incentiva la acusación y parece eximir de responsabilidad a los autores de linchamientos digitales, que actúan de un modo similar a como lo hacía la masa cuando sentenciaba a sospechosos de toda índole en las plazas públicas.

La dureza para con los políticos es real, pero también puede aparecer magnificada por la autopercepción y por efecto del altavoz que poseen, especialmente en el caso de quienes han dejado su testimonio por escrito. Está claro que la experiencia puede acabar transformando por completo la vida de las personas que participan en la res publica. Cuenta el historiador británico Tony Judt en su libro El peso de la responsabilidad que el político socialista francés Léon Blum percibía su desempeño previo como crítico literario como disociado de sus vivencias posteriores. En el prólogo a una reedición de su obra Stendhal et le beylisme, publicada cuando ya era un dirigente de primera fila, el dos veces primer ministro (y presidente de la República) escribió acerca de su anterior carrera: “Desde entonces mi existencia ha cambiado tanto como puede hacerlo la vida de un hombre […] este libro habla de un yo al que todo me une pero que apenas reconozco. En verdad siento como si estuviera exhumando la obra de un hermano muerto”.

Participar en la política institucional altera sin duda nuestra existencia, a veces de manera definitiva. Dionisio desterró a Platón de Siracusa y lo vendió como esclavo. Séneca prefirió el suicidio tras caer en desgracia frente a Nerón. Dante se vengó en la Divina Comedia de quienes habían convertido su periplo político en un infierno. Maquiavelo ha pasado a la historia como ejemplo supremo de maquinador del mal antes que como el gran intelectual que fue. Y entre los escritores engagés, están los que nunca desertaron de las filas de su ejército, como Sartre, y los que primaron el sentido de la responsabilidad por encima de lo marcado por la corriente dominante, como Albert Camus, quien renunció a su compromiso después de ser abrasado por las críticas. Transcurrieron décadas antes de que fuera reconocida su condición de gran intelectual implicado en las luchas políticas de su tiempo; para entonces, ya estaba muerto.

Una conjugación en masculino

Aunque todas las personas somos políticas y podemos hacer política desde lugares muy distintos, incluidos la barra de un bar o un video de TikTok, el compromiso político conlleva algo más. Y probablemente sea el sentido moral —definido por Max Weber como la vocación de vivir la política y no sólo de ella— el que nos permite resurgir de la quema a quienes damos ese paso, o el que nos protege frente a las críticas, desde las que están justificadas a aquellas derivadas de puntos de vista distintos o a las que meten a todos los políticos en el mismo saco. Sin embargo, ese saco no siempre ha estado abierto para todas las personas. Hasta el advenimiento de las democracias, un fenómeno que aún dista mucho de ser universal, había grupos enteros para quienes la participación en política estaba vedada. Ni siquiera hoy se produce en igualdad de condiciones. En democracias como la estadounidense es preciso disponer de mucho dinero para financiar una campaña; en otras, como la india, la propia Constitución se encarga de preservar el sistema de castas; en todas, la implicación de las mujeres es limitada y está lejos de ser paritaria. Las mujeres no sólo no gozábamos del estatus pleno de ciudadanas cuando la igualdad fue proclamada como principio básico en las democracias liberales; tampoco teníamos garantizado el acceso a la educación, el conocimiento, el sustento propio o la propiedad. Aunque las cosas han mejorado, todavía hoy muchas carecen de cuarto propio y para una mayoría el tiempo personal sigue siendo un bien inalcanzable. Durante siglos, el canon, la sabiduría, la autoridad y el poder se han conjugado en masculino gracias a la identificación de esta categoría con lo universal, generando un sentido común según el cual los hombres y lo que se considera propio de ellos se convierten en la norma a la que el resto nos tenemos que adaptar sin traerlo de serie.

Las memorias del poder, los políticos y la escritura

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Las opiniones y las propuestas de las mujeres continúan valiendo menos, todavía hoy necesitan ser refrendadas por un hombre. Nos falta crédito, nuestras voces dentro del debate público carecen a menudo de ascendencia. No encajamos en el molde y, de hecho, muchas fuerzas no quieren que tengamos voces propias. Por eso es más fácil achicharrarnos. También porque las críticas que recibimos tienen una dimensión más personal que vinculada a las políticas que defendemos o a las opiniones que vertemos, lo que acaba silenciando a muchas. Nos censuran y demasiadas veces, como consecuencia, nos autocensuramos. De este modo, nos disciplinan a todas, nos alejan del debate público, perpetuando el déficit democrático de nuestras sociedades y resituándonos en el ámbito privado de los cuidados y la reproducción de la cultura. Eso se llama violencia política. Saberlo no nos salva de la quema, pero nos permite resurgir de nuestras cenizas para conquistar el espacio público y seguir contribuyendo a la construcción de democracias plenas. Bienvenidos sean, también para las mujeres, la mirra, el cinamomo, la canela, el aloe y el nardo que nos permitirán renacer de nuestras cenizas.

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*Lina Gálvez es europarlamentaria socialista y catedrática de la Universidad Pablo de Olavide.

Leí en un texto de Irene Vallejo que el ave fénix se cubría de mirra, cinamomo, canela, aloe y nardo para arder y posteriormente resurgir de sus cenizas. La figura del fénix, que tiene múltiples versiones en las distintas mitologías, puede interpretarse de muchas maneras, pero en estos tiempos nuestros en los que la autoayuda se ha convertido en la nueva religión de los pueblos, es símbolo de resiliencia. Todas las personas que nos hemos ganado la vida con la escritura, ya sea como poetas, novelistas, periodistas, ensayistas o investigadoras, sabemos que escribir nos expone a la crítica y, en último término, a la quema. Lo que no todas sabemos es hasta qué punto puede aumentar la temperatura de la pira cuando quien escribe participa en política. El desprestigio interesado de esta actividad, que disocia al político de la sociedad y lo deshumaniza, hace que con frecuencia, de forma involuntaria, se añada gasolina al fuego, y en algunos casos, con mayor intención, hasta cal viva. Si es una mujer quien se lanza a la arena política, si se trata de una ave fénix que naturalmente aspira a renacer, es fundamental que se aproxime a la exposición pública no sólo con la coraza de las tres virtudes que alababan los clásicos para la política: vocación, convicción y mesura para saber interpretar las circunstancias, sino luciendo su peso justo y tan bien maquillada, vestida y peinada como mandada.

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