Morir o matar: el precio de la sátira

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Paco Cerdá

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Franco con los labios pintados. Una boquita preciosa. Maquillado. Con bucles en el pelo y un par de pecas perfiladas en la mejilla. Las pestañas como estiletes. Un Generalísimo afeminado y mirando con lujuria un manojo de plátanos que penden sobre su cabeza como falos gruesos y erectos. Abreviando: Franco a punto de chupar o de comer lo que sería pecado o aberrante desviación. Y una frase en su boquita pintada tan cerca de los plátanos: Cuando veo de cerca ciertas cosas, ¡cómo me acuerdo de Marruecos! Así pintó Bluff al dictador. Así lo sacó Carceller en la portada de La Traca. Era septiembre del 37. Viva la sátira. Viva el espíritu fallero y burlesco del pueblo valenciano. Había una guerra por ganar, un fascismo que frenar y derrotar.

Tres años después, frente al pelotón de fusilamiento, el editor Vicent Carceller y el dibujante Carlos Gómez Carrera, alias Bluff, habían de recordar aquella tarde remota en que ambos conocieron el fuego de la sátira y su hielo posterior. El tiempo en que se atrevieron a ridiculizar al caudillo en plena guerra, una y otra vez. Con dibujos caricaturescos y chistes. Con lo que hiciera falta. Viva la República. Viva la sátira. Y luego –y esa elipsis silencia todas las torturas sufridas por ambos en el calabozo, las penas carcelarias, cómete entera la revista página a página, el insoportable dolor, seguramente el miedo, carguen, apunten, fuego, y fin de la historia–, luego sus cuerpos fríos en el interior de la fosa común 114 del cementerio de Paterna. Sus cuerpos mezclados con la tierra caliente y con la otra carne compañera antes de quedar en hueso y olvido. Y luego el simbolismo. Luego la mitificación. Los libros. El documental. La calle. Ellos dos muertos para que todos fuéramos un poco más libres. Tinta por sangre. Épica.

Ya.

¿Y si todo fuera un poco más complejo?

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La tesis doctoral de Pablo Romero Velasco roza las setecientas páginas. Se titula El humor como construcción discursiva de identidades sociales y conflicto ideológico. Un estudio desde la Retórica Constructivista y el análisis del discurso social. Es apasionante su mirada tan amplia y compleja. Dos aspectos llaman mi atención.

Uno: la sátira es conservadora.

Dos: el siglo XX ha mitificado la sátira política. Quizá en exceso.

La primera idea bebe del antropólogo Victor Turner. Él observa que la sátira expone, ataca o ridiculiza aquello que considera vicios, locuras, estupideces o abusos, pero su criterio de juicio suele ser el marco estructural normativo de los valores promulgados oficialmente. Lo de siempre: desde dónde se escribe, quién manda. Eso entronca con los orígenes clásicos del género. Los escritores satíricos de Roma –Ennio, Lucilio, Horacio, Persio, Juvenal, tantos otros– estaban preocupados por la crisis de identidad que acarreaba la helenización de su cultura. Vivían con inquietud la crisis identitaria derivada de su expansión territorial por toda Europa. Roma era cada vez más grande. Pero justamente por eso Roma era, cada vez, menos Roma. Y por ello, explica el doctor Romero Velasco, surgieron con tanta fuerza los satiristas: con la misión de hacer una exaltación identitaria del pueblo romano frente a la invasión cultural griega. Por eso, mediante el retrato sarcástico de personajes ignorantes, viciosos, corruptos o hipócritas, los satiristas se definían a sí mismos y a la comunidad a la que apelaban como romanos auténticos.

Es decir: satirizar para conservar.

La sátira expone, ataca o ridiculiza aquello que considera vicios, locuras, estupideces o abusos, pero su criterio de juicio suele ser el marco estructural normativo de los valores promulgados oficialmente

La segunda idea parte de una constatación: el humor ha sido idealizado como uno de los puntales del pensamiento crítico y democrático de la modernidad. Más todavía: el siglo XX ha mitificado el humor satírico y político como garante de libertad frente a la tiranía, particularmente fascista y estalinista. Ejemplos: los chistes judíos contra el nazismo o la sátira de la resistencia clandestina antisoviética al este del Muro. El gran ejemplo de ejemplos sería El gran dictador, de Chaplin. Son mitos que entronizan la ficción satírica y la hermanan con la libertad de expresión. Un pilar, pues, de la democracia.

Es decir: satirizar para progresar.

Sin embargo, la mirada de Pablo Romero Velasco complejiza el asunto. De entrada, recuerda que también en un contexto democrático como el de los Estados Unidos del macartismo se introdujo el Código Hays y el Comics Code para regular y coartar la producción cinematográfica y las historietas de comic. Después argumenta que, al idealizar la sátira, se corre el riesgo de convertirla en un discurso ideológico que legitime y perpetúe estereotipos o actitudes sexistas, racistas, tradicionalistas o de otro tipo. Finalmente sostiene que es improductivo establecer generalizaciones acerca del carácter ideológico del humor o la sátira. Lo razonable es mirar caso por caso.

Carceller y Bluff querían frenar al fascismo.

Otros han querido, mediante la sátira, ridiculizar a las feministas, vilipendiar a los transexuales o desairar a las víctimas de la represión franquista, por poner tres ejemplos.

Unos y otros se parecían entre sí al reprochar a sus rivales ideológicos su falta de sentido del humor. Su fina piel. Su intolerancia a la crítica mordaz. Su hipersensibilidad.

En ambos casos hay un “Nosotros” y un “Ellos”. Y “Ellos”, señala el autor de esta investigación, son siempre los que no tienen sentido del humor; los que no son lo suficientemente inteligentes para apreciarlo, o son demasiado dogmáticos o demasiado susceptibles o demasiado intolerantes o demasiado en general.

Ya todo parece un poco más complejo. Y algo más serio.

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Dicen que se está imponiendo la ultracorrección. Que dónde van a quedar las raras avis provocadoras con la pluma aguerrida y valiente, ese puñado de pájaros viejos y también nuevos que no hace falta explicitar. Los sotoivarsperezrevertealbertolmosarcadiespada como sinécdoque de este tiempo de guerras culturales y mordazas por temor. De supuestas dictaduras de la corrección política. De tiranías wokes y de ofendiditos castradores. De cancelaciones y poscensura. De neopuritanismos y linchamientos. El campo semántico ya refleja el voltaje de la cuestión.

Pregunta 1: ¿Existe un riesgo real de que se encoja el espacio para la sátira en la literatura, la ficción o la comunicación?

Pregunta 2: ¿Tiene la sátira virtudes higiénicas que tal vez perdamos si la amputamos?

La reflexión sobre este dilema me ha llevado a recordar una conferencia que le escuché a Jordi Gracia esta primavera. El colapso intelectual, se titulaba el espectáculo. Aquella autopsia disfrazada de charla académica desarrollaba una estimulante teoría: La figura del intelectual ha mutado. Asistimos al fin de la voz oracular que dimanaba del sermón religioso e imponía su diktat cultural. Se ha producido la implosión de la vieja élite intelectual con influencia piramidal. Adiós a esa inmensa minoría que obedecía al saber revelado por un pontífice máximo intelectual, revestido de aura permanente y a quien todos reconocían y veneraban, llámese Ortega o Unamuno, Zola o Sartre (al menos en público). Asistimos a la liquidación de los súbditos del pensamiento que alquilaban su mente para que otro pensara por él. Este fenómeno es consecuencia directa de otro proceso jamás visto: el alumbramiento de una proliferación de voces culturalmente formadas y que se expresan por múltiples canales nunca antes imaginados. Es, en suma, la democratización horizontal de la influencia intelectual; la multiplicación del saber y de la influencia. No absolutista, no sacramental, no totalitaria. ¿Ha muerto el intelectual? Sí. ¿Ha muerto el impulso intelectual? Al contrario: está más vivo que nunca.

Viene esta digresión a cuenta de la sátira y su supuesta muerte. Lo que intento es esbozar un paralelismo a medias.

¿Se ha encogido el espacio para la sátira en la ficción o la comunicación –resumiendo: en los discursos que marcan la conversación y que influyen y transforman, para bien o para mal, la sociedad?– Puede que sí, en el caso de que entendamos la sátira y sus ejecutores como se entendía antes la figura del intelectual. Puede que sí si esperamos al enfant terrible, el gran sátiro, el tótem que crea un arte que condena el vicio, la injusticia o la desviación social con humor y con un propósito moralizante. Tal vez no encontremos, o creamos extinguido, el Voltaire de nuestro tiempo, el Jonathan Swift de hoy. (Paréntesis: también sus Viajes de Gulliver fueron censurados por su editor al creer demasiado ofensivos algunos pasajes).

Sin embargo, diremos que no, que no se ha encogido el espacio para la sátira en la ficción o la comunicación si entramos a Twitter o a Youtube. Diremos que no, que de ninguna manera, si observamos el espectáculo diario en el likeódromo del ingenio y la sátira punzante, tantas veces parapetada tras el anonimato que protege de las consecuencias perniciosas que todo sátiro puede sufrir. De su escarmiento potencial. Morir de éxito.

Ahora se llama cancelación o linchamiento.

En 1532 se llamaba puñalada.

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Esa es la historia de don Francés de Zúñiga, Francesillo el bufón, criado del duque de Béjar, don Álvaro de Zúñiga, y autor de la Crónica burlesca del emperador Carlos V, un retrato ácido y sarcástico que alcanza a nobles, reyes, príncipes, eclesiásticos y toda clase de arribistas y poderosos de Castilla y la Europa del siglo XVI. La mirada crítica de sus manuscritos, que circulaban por la corte trufados de ofensas veladas siempre por el sarcasmo, le valió una enorme popularidad, pero también enconos, amenazas y juramentos de venganza. Se cumplieron.

Su lengua mordaz y su ingenio irreprimible llegó a hartar al mismísimo rey, que lo había incorporado a su corte como bufón real hasta que un día vio cómo esas burlas le salpicaban. No lo soportó. Y lo apartó. Francesillo el bufón quedó desterrado y desprotegido. Entonces se volvió para Béjar, su pueblo. Fue allí cuando al bufón le llegó su hora. En las calles de Béjar fue acuchillado y herido de muerte por unos desconocidos. Viejas querellas; el precio de la sátira contra el poder.

La primera frase de su crónica satírica dice: Neçesario y cosa razonable es a los hombres buscar manera de bivir.

La tremenda PIDE en la vida de Miguel Torga

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¿Es la sátira una manera necesaria y razonable?

Mejor no mitifiquemos.

Mejor, también, desconfiemos. De la sátira, de sus apasionados defensores, de sus inquisidores.

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