La presidencia de Donald Trump es una muñeca rusa inagotable. Una estridencia dentro de otra, siempre preñada de la siguiente, sin fin. Unas muestran la clásica cara de Putin o de Kim Jong-un; otras, forma de nazareno con capirote o de migrante centroamericano; unas llevan mascarilla y otras no. Y así, una tras otra, cuatro años de una matrioska insoportable. En esta recta final hacia las elecciones es inevitable preguntarse si estamos llegando al núcleo de la esencia trumpista, si por fin eclosionará la última cáscara, y veremos salir al diminuto Trump de carne y hueso, desnudo, despojado de todo su merengue nacionalpopulista. Claro que también puede ser que la última muñeca esté vacía: fake news.
Falta poco para el momento de la verdad. Las encuestas nacionales sitúan a Joe Biden por delante, igual que coronaron antes de tiempo a Hillary Clinton en 2016. Sin embargo, si algo hemos aprendido durante estos años es que las encuestas fallan y que no se debe subestimar la firmeza de la base electoral de Trump. Los demócratas podrían volver a ganar el voto popular —igual que se lo arrebató Hillary Clinton en 2016, igual que Gore a Bush en 2000—, pero en Estados Unidos no basta con ser el candidato más votado para ganar las elecciones. Lo importante es tener mayoría en el Colegio Electoral, ese casino donde cada estado está representado por un número de fichas que se embolsa el ganador —¡jackpot!—. Por eso, a la hora de la verdad, solo importan unos cuantos condados en unos estados muy concretos. Este año miramos con atención a las zonas industriales de Pensilvania, Wisconsin y Míchigan, al interior rural de Carolina del Norte y a los barrios latinos de Florida y Arizona. A Trump le bastaría con llevarse tres de esos seis estados, dicen los expertos, para tener la reelección asegurada.
Las presidenciales del 3 de noviembre se juegan en esos campos de batalla, los mismos que dieron la campanada en 2016. Recuerdo perfectamente el momento en que Pensilvania cayó del lado republicano: un grupo de periodistas hablábamos con la entonces presidenta del Partido Demócrata, Donna Brazile, en el centro de convenciones Javits de Nueva York cuando las proyecciones de la CNN retumbaron a nuestro alrededor. Vimos cómo se le cambiaba la cara a la líder del partido. El golpe fue mortal para ella y para Hillary Clinton. Mientras la candidata derrotada se lamentaba en la suite del hotel Península de Manhattan —dejando a sus seguidores desolados y abandonados en el Javits—, a pocas manzanas de allí la familia Trump empezaba con las celebraciones. No se lo creían ni ellos.
El factor sorpresa resultó fundamental hace cuatro años. El fenómeno Trump llegó con una tormenta perfecta que se había ido formando lentamente, sin que los meteorólogos de lo humano ni los expertos en cualquier cosa que abundan en los medios de comunicación la vieran venir. El descontento larvado entre la mayoría blanca conservadora durante los años del primer presidente negro de la historia fue el caldo de cultivo perfecto para la estrategia de Steve Bannon y sus nacionalpopulistas. Decían sintonizar con un mismo malestar: la angustia de la clase trabajadora engullida por el abismo de la globalización, deglutida por el liberalismo políticamente correcto y regurgitada con desprecio por las élites económicas e intelectuales. Diseñaron una campaña quirúrgica, centrada en votantes muy concretos, con la inestimable ayuda de la consultora Cambridge Analytica y expertos en big data. La estrategia de Bannon no falló y Trump llegó a la Casa Blanca.
Cuatro años después, conforme las muñecas rusas han ido saliendo una de la otra, se han quedado en el camino Bannon y otros muchos colaboradores. Algunos han huido voluntariamente; la mayoría lo ha hecho con el rabo entre las piernas. Hasta la “madre de los hechos alternativos”, Kellyanne Conway, ha dejado al presidente a pocas semanas de las elecciones presionada por su hija adolescente. Trump ha mudado de piel tantas veces como la matrioska de su presidencia.
De hecho, ya se nos ha olvidado que los locos años veinte comenzaron con un proceso de juicio político o impeachment contra el presidente en el Senado. La pandemia barrió todo aquello de nuestra memoria pocas semanas después. Desde entonces, más de 200.000 estadounidenses han muerto a causa del covid-19 y las cifras de desempleo superan ya a las de la Gran Recesión de 2008. Sorprendentemente, aún en esa situación extrema, la gestión económica de Trump sigue mereciendo la confianza de los ciudadanos: todas las encuestas que preguntan por el liderazgo económico dan como ganador a Trump frente a Biden. El candidato demócrata tiene una clara debilidad entre los republicanos que no se sienten cómodos con el trumpismo y a los que aspira a convencer. A la hora de la verdad, podrían acabar introduciendo en la urna la papeleta de Trump por puro interés.
Lo cierto es que Trump no tiene mucho de qué presumir en lo referente a la economía. Sigue teniendo el apoyo de Wall Street, de la industria del gas y el petróleo, y de muchas grandes empresas estadounidenses. Las elecciones estaban prácticamente ganadas antes de la pandemia, pero han volado por los aires todos los castillos de naipes. Por eso, mientras la Costa Oeste se asfixia entre el humo de los incendios forestales y las temperaturas más altas jamás registradas, el presidente busca desesperadamente bazas electorales que le devuelvan a 2016, su año glorioso. Hace callar a los científicos que hablan de calentamiento global asegurando que “refrescará, ya veréis”. Quisiera presentar la vacuna del coronavirus unos días antes de las elecciones. “Podría estar disponible a lo largo del mes de octubre”, ha anunciado, una vez más, en contra del criterio de sus propios asesores médicos.
La vieja fórmula del miedo
Sin vacuna y con el paro por las nubes, a Trump le queda la vieja fórmula del miedo, la estrategia electoral con mejor relación calidad-precio del mercado. El manual de Nixon: inocular terror a las familias blancas de clase media, al estilo de las empresas que venden sistemas de alarma atemorizando a padres de familia y ancianos con campañas publicitarias agresivas. Es una estrategia que, en realidad, nunca ha abandonado. Trump sabe muy bien que no tiene sentido perder el tiempo con políticas inclusivas o con discursos conciliadores cuando los disturbios raciales y los saqueos le dan un argumento mucho más efectivo para movilizar el voto. Porque sabe muy bien a quién se dirige. Necesita a unos votantes muy concretos. Y va de cabeza a por ellos.
“No estamos consiguiendo generar el suficiente número de hombres blancos cabreados”, dijo en 2012 el senador republicano Lindsey Graham. Y entonces Barack Obama ganó la reelección. A partir de ese momento, durante el segundo mandato del primer presidente negro, el número de “hombres blancos cabreados” se multiplicó. Políticas como la legalización del matrimonio gay o la puesta en marcha de Obamacare —la reforma sanitaria que obligaba a todos los estadounidenses a tener un seguro médico— alinearon a gran parte de la población blanca conservadora de Estados Unidos. Obama representaba la intromisión del Gobierno en sus vidas y una amenaza para sus libertades.
A finales de mayo de 2020, cuando un policía de Minneapolis se arrodilló con todo el peso de su cuerpo sobre el cuello de George Floyd hasta provocarle la muerte, las calles de Estados Unidos ardieron. El convulso verano siguió con el tiroteo de Jacob Blake en Kenosha, Wisconsin. Días después, un chico blanco de 17 años mataba a dos manifestantes de Black Lives Matter en plena calle, bajo la mirada de la policía. El clima de enfrentamiento civil llegó a su punto de ebullición cuando un militante antifascista armado mató a un seguidor de Trump en las calles de Portland, días antes de morir bajo las balas de la policía federal. La confusión y el caos son el hábitat natural de Trump. “Lo que no te mata te hace más fuerte” llevado a la política. Y, sin embargo, su mensaje es claro: “Ley y orden”. Los saqueos arrasarán los suburbios blancos si la “izquierda radical” de Biden llega al poder. Lo tuitea sin descanso. Porque, ya se sabe, la pesca es abundante en el caladero del miedo.
Sin embargo, 2020 no es 2016. El número de “hombres blancos cabreados” ha descendido, según las encuestas. Las actitudes abiertamente supremacistas se han debilitado (Pew Research), dejando atrás la explosión racista de los últimos años de Barack Obama y los primeros de Trump. Con la llegada de la pandemia, los motivos del cabreo han cambiado. Además, el puesto de Bannon lo ocupa ahora Bill Stepien, un consultor sin el peso político del gurú nacionalpopulista. Pero Trump continúa pisando el acelerador del miedo y la división. Además de los republicanos blancos sin estudios superiores, su campaña quiere atraer a la clase media más educada, a los habitantes de los suburbios. No los puede dejar escapar hacia el lado demócrata.
Con el objetivo de contener esa fuga hacia la campaña de Biden, Trump ha comenzado a vender sistemas de alarma puerta a puerta en esos barrios de casitas con jardín que son el símbolo del sueño americano. Por eso aparecieron en la convención republicana —por videoconferencia, desde el salón de su mansión de Saint Louis— Patricia y Mark McCloskey. Los habíamos visto descalzos en el jardín de su casa, él con polo rosa y ella con pantalones pirata, él con un rifle semiautomático AR-15 al hombro y ella con una pistola en la mano. Defendían su propiedad ante el paso de una manifestación pacífica de Black Lives Matter. “No tengáis dudas”, dijo Patricia sin perder la sonrisa y mirando fijamente a la cámara, “vivas donde vivas, tu familia no estará segura en la América de los demócratas radicales”.
Ante esos ataques, Joe Biden mantiene la calma y espera paciente en su casa de Delaware a que Trump caiga por su propio peso. Entre Trump y Biden suman 151 años de experiencia vital y sus visiones de la batalla electoral son muy diferentes. Se podría decir que se vislumbran dos estrategias electorales enfrentadas: la de la fiera herida y la de un espectador pasivo que se limita a observar cómo se desangra. La fiera defenderá con uñas y dientes su presidencia. Mientras, su contrincante ha acudido a la pelea acompañado de su candidata a vicepresidenta, Kamala Harris, y un gran paraguas abierto. Biden, queriendo transmitir calma, quiere acoger bajo su gran paraguas a todo el espectro ideológico de su partido y más allá: desde la izquierda de Bernie Sanders hasta los sectores neocon y los republicanos hartos de Trump. Si además consigue convencer a los cubanos y puertorriqueños de Miami y a los conservadores hispanos de Arizona, puede que se haga con la Casa Blanca. Pero ahora mismo nada está asegurado.
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La candidatura Biden-Harris —o Harris-Biden, dado que el exvicepresidente de Obama ha anunciado que solo optará a un mandato— es ahora mismo la única esperanza de quienes quieren derrocar a Trump. Tres senadores y más de 20 congresistas republicanos apoyan la candidatura demócrata. También se han unido a la caravana de Biden el gobernador de Ohio, John Kasich, el antiguo secretario de Estado de Bush, Colin Powell, o la familia de John McCain al completo. La lista de antiguos asesores y colaboradores de Trump heridos y resentidos con el presidente es interminable. Como una muñeca rusa llena de sorpresas. Una matrioska hueca e inagotable.
*Mikel Reparaz (Arbizu, Navarra, 1975) es periodista especializado en información internacional y ha sido durante cinco años corresponsal en Nueva York para ETB. Acaba de publicar en Península el libro ‘Las grietas de América’.Las grietas de América
*Este artículo está publicado en el número de octubre de número de octubretintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.aquí
La presidencia de Donald Trump es una muñeca rusa inagotable. Una estridencia dentro de otra, siempre preñada de la siguiente, sin fin. Unas muestran la clásica cara de Putin o de Kim Jong-un; otras, forma de nazareno con capirote o de migrante centroamericano; unas llevan mascarilla y otras no. Y así, una tras otra, cuatro años de una matrioska insoportable. En esta recta final hacia las elecciones es inevitable preguntarse si estamos llegando al núcleo de la esencia trumpista, si por fin eclosionará la última cáscara, y veremos salir al diminuto Trump de carne y hueso, desnudo, despojado de todo su merengue nacionalpopulista. Claro que también puede ser que la última muñeca esté vacía: fake news.