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Oficio y frustración del cine: Una conversación entre Mariano Barroso y Rodrigo García

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Mariano Barroso: Aunque era verano hacía frío en el Instituto Sundance aquella mañana de agosto del 89. Los ocho talleristas esperábamos en la sala que habían preparado para nosotros, sentados alrededor de la mesa redonda que él había pedido. Un deportivo se detuvo al otro lado del ventanal que daba al camino de la montaña. De él descendió primero Robert Redford, que había venido conduciendo el auto. Redford dio la vuelta al coche para abrirle la puerta al copiloto. Y entonces apareció García Márquez, vestido con un mono azul de obrero. Salió del coche con alivio, miró a las montañas que le señalaba Robert Redford, y se despidió de él con un abrazo. Redford nos saludó alzando la mano para entrar de nuevo al coche y desaparecer. Gabo caminó hacia nosotros sonriendo. Cuando entró a la sala se paró en la puerta: “Me ha traído Redford desde el aeropuerto a 180 por hora y no hemos intercambiado una frase”. Todos nos echamos a reír. Así conocí a tu padre.

Rodrigo García (ríe): ¿El taller fue en Sundance y luego en San Antonio de los Baños, o solo en Sundance y luego te fuiste a dirigir la escuela de San Antonio?

MB: Fue en Sundance y años después fui a San Antonio. Recuerdo que cuando llegó tenía mucho frío, siempre estaba destemplado en Sundance, se ponía una manta por encima para calentarse.

RG: ¿Cómo estaba estructurado lo de Sundance?

MB: Era un taller. Aún conservo el cuaderno con todas las notas, los comentarios que él hacía, mis impresiones… Enseguida empezamos a hablar. Yo anotaba todo lo que decía, intentaba darle un orden, pero era imposible. De hecho, lo primero que tengo anotado es: “No vamos a trabajar con método, vamos a conversar. Suelten los bolígrafos”, pero claro, nadie los soltó. Se trataba de hablar de cine, cada uno planteaba el proyecto en el que estaba trabajando, lo discutíamos, y Gabo los comentaba a su manera. Pero siempre de forma aleatoria. A veces hacía referencia a cosas concretas que le habían marcado, como la famosa entrevista a Ernest Hemingway en la París Review, que era una referencia para él.

RG: Esa era una de sus biblias.

MB: La releí hace unos días y me hizo gracia que en ella Hemingway contesta todo el rato de mal humor… Suelta unas cuantas perlas como la del famoso iceberg, que tanto mencionaba Gabo. Rodrigo, te quería preguntar algo. Tu padre decía que disfrutaba mucho escribiendo. ¿Tú le recuerdas disfrutando cuando escribía cine igual que disfrutaba escribiendo literatura? Porque se le notaba trabado con el cine, como si tuviera algo pendiente, algo que nunca resolvía.

RG: Fue un poco el cine un amor frustrado, porque él quería ser director y de hecho nuestra mudanza a México fue para abrirse paso en esa industria. Se puede decir de manera metafórica que su fracaso en el cine lo obligó a escribir sus novelas. Él soñaba con hacer películas que fueran sus obras, pero imagínate tú lo que era pensar en ‘Cien años de soledad’ o en sus ideas de esa época. Gabo disfrutaba el proceso de escribir con alguien el guion, el ping pong de las ideas. Lo que él hacía con vosotros es lo que ahora llamamos el ‘pitching’. Tú le ‘pitcheabas’ tu idea y él decía lo que le parecían sus puntos fuertes, sus huecos… Ahora hay sesiones y congresos enteros donde ‘pitcheas’ proyectos, tal y como él hacía.

MB: Tu padre estudió cine, estuvo en el Centro Sperimentale di Cinematografia de Roma…

RG: Creo que no estuvo más de un año, y no sé por qué se fue, supongo que por falta de dinero. No me quedó muy claro. Lo curioso es que Gabo pensaba que escribir ficción no se podía enseñar. Él decía, hay que leer y escribir, leer y escribir y leer y escribir… De joven fue un estudiante bastante bueno y su dominio del idioma era impresionante. Tenía mucho conocimiento del español colombiano, del mexicano, del cubano y del español de España, por ser cuatro países en los que había vivido mucho. Ahí cubría mucho conocimiento del español. Pero tenía una gran desconfianza hacia todo lo que era la enseñanza de la narrativa. El periodismo para él se aprendía con los periodistas, en el periódico. Sin embargo, sí pensaba que el cine tenía una estructura que se podía enseñar.

MB: Recuerdo que siempre hablaba de Cesare Zavattini y del Neorrealismo italiano. Le marcaron, en aquella época eran la gran referencia.

RG: Sí, su gran afición por Zavattini, que escribió docenas de guiones… Gabo contaba que cuando a Zavattini le encargaban un guion preguntaba, “¿lo quieres con perrito o sin perrito?”. A Gabo esto le hacía mucha gracia.

MB: (risas) Nos contó que a él mismo alguien le hizo un encargo para una actriz (no nos dijo quién) muy famosa, de 40 años. Y Gabo le respondió que él no escribía historias por metros… (risas). Gabo admiraba el cine neorrealista. Pensaba que ahí había un mundo, un movimiento que era trasladable a Latinoamérica. Y yo creo que con esa intención puso en marcha la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano. Y también la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños (EICTV), con Titón Gutiérrez Alea y Julio García Espinosa, a los que había conocido en el Centro Sperimentale.

RG: Sí, se cruzó allí con ellos y con Fernando Birri, que luego fue el primer director de la Escuela de Cine (EICTV).

MB: Yo creo que también impulsó la Escuela de Cine y hacía aquellos talleres para experimentar, para probar, para aprender incluso.

RG: Y para estar con gente joven. La capacidad de mi padre –y de mi madre– para tener amigos jóvenes toda la vida fue algo que les mantuvo jóvenes siempre. Tampoco soy ingenuo, la gente quería ser amiga de él porque era Gabo y mi madre era alguien muy social. Pero la verdad es que él lograba hacer amistades con jóvenes. También en los talleres, conversando sobre la manera de contar historias. Curiosamente, el otro día me llegó en Instagram una entrevista con Mario Vargas Llosa en la que decía que Gabo trabajaba como trabajan los poetas o los pintores. No tenía una gran idea intelectual de lo que estaba haciendo, no tenía grandes conceptos, ni tenía en cuenta las corrientes literarias que le habían llevado hasta allí. Mario decía que trabajaba con sus instintos y con una gran técnica para estructurar, pero lo hacía como el poeta o el pintor. Sí que sabía que la estructura era todo, y que lo más difícil en el guion era la estructura. Por eso él sentía que eso sí se podía enseñar. Y lo hacía a través de la conversación, como hizo contigo.

MB: Nos decía que había que escribir como se habla, y había que hablar bien. Esa era la norma, así de fácil (risas). Hablando de estructura, Gabo decía que en las películas había una especie de agujero negro en el centro, en el segundo acto, y que no había forma de extirparlo. Y tenía razón.

RG: Ese agujero negro es uno que en la segunda parte de la película te azota. Si lo quitas de un lado te aparece en otro. Las cosas que no están atadas con cabos, los múltiples finales… Es como ese juego de niños que hay en México, el Whack-a-mole, donde golpeas lo que sale por un agujero y luego te sale por otro. Eso era parte de lo que él llamaba ‘la destorcida’. La primera mitad del guion era torcer y torcer, pero había un momento en el que había que empezar a destorcer para llegar al final. Yo le suelo decir a los alumnos de guion nuevos que tú tienes que soltar el ganado, y cuando a la mitad de la película, el ganado ya son 400 reses enormes, entonces viene la parte difícil, que es meterlas en el corral otra vez.

MB: Gabo nos contaba sobre una novela póstuma de Mark Twain –no sé si se publicó o no–, que para él era perfecta, tenía la trama mejor construida, pero Twain murió justo cuando tenía que meter el ganado en el corral. Y así quedó, sin destorcer.

RG: A muchos jóvenes les pasa que, cuando tienen que empezar a ‘destorcer’, lo que hacen es agregar más vacas. Entonces introducen más personajes y más explosiones… y no, lo que hay que empezar es con la destorcida.

MB: Decía que a tu abuela le preguntaron, en una entrevista para televisión, a qué se debía el talento literario de su hijo. Y ella, que decía siempre la verdad ante la cámara porque pensaba que ante la cámara no se puede mentir, respondió que se debía “a la emulsión de Scott que yo le daba desde pequeño”.

RG: (Risas) Eso debía de ser algún jarabe con hígado de bacalao…

MB: También decía que nada afectaba tanto a escribir como los rencores, las envidias, la mala leche. Que si no los atravesabas y los borrabas no podías escribir. Eran el enemigo de la escritura. Hace poco vi una entrevista con Hitchcock y decía exactamente lo mismo.

RG: Eso nunca lo había oído de él, de hecho, a veces he oído en el cine que la crítica, el trabajo y el enojo pueden ser una gran gasolina, un motor. Pero sí, no se puede trabajar hecho un nudo de rencores porque entonces la cosa no fluye.

MB: Tengo otra nota suya que dice, “a un escritor se le conoce más por lo que rompe que por lo que escribe”. ¿Tu recuerdas que él con los guiones, que son pura reescritura, se desesperara o se motivara?

RG: Yo creo que en sus guiones, como los escribía con alguien, había menos reescritura. El guion para él no era como la novela. Lo que siempre le costaba más de las novelas era encontrar lo que él llamaba el tono. Pero en el guion enseguida cambiaba de canal a lo visual. No se trataba de la narrativa, de la descripción del set, del diálogo del personaje sino que preguntaba, “¿qué vemos, qué hay que mostrar?”. Era una disciplina diferente para él. Cuando intenté escribir con él un guion que no pudimos acabar porque ya no le daba la memoria, pero esa era su forma de trabajar.

MB: Él estaba muy ilusionado porque hubo un tiempo en el que Kurosawa estuvo cerca de hacer El otoño del patriarca, no sé si llegaron a cerrar el acuerdo. Él veneraba a Kurosawa, creía que era uno de los más grandes cineastas.

RG: Kurosawa era, definitivamente, el maestro de maestros para él.

Recuerdo que con algunas novelas suyas como 'Crónica de una muerte anunciada', leía la crítica y decía: "No entendí nada, no sé de qué libro habla" (Rodrigo García)

MB: ¿Quiénes eran esos maestros, además de Kurosawa?

RG: Tenía más películas favoritas que directores. Como movimiento, por supuesto, los neorrealistas, Zavattini, Rosellini… ‘El ladrón de bicicletas’ y ‘El general Della Rovere’ eran de sus favoritas. Películas que vio cuando estuvo en Roma de muy joven, era lo que había en los cines en ese momento. Otra película favorita suya era ‘Jules y Jim’, de Truffaut, pero me di cuenta de que salió en el 60 o 61 y él la vio en México tres o cuatro años antes de escribir ‘Cien años de soledad’. Era un amor muy reciente. Kurosawa era el maestro para él, sí, estaba muy impresionado con todas sus películas, especialmente con ‘Ran’, que era una adaptación de ‘El Rey Lear’. La obra de Shakespeare son tres horas de diálogo, y Kurosawa contó la misma historia pero con poco diálogo. Creo que ver ‘Ran’ le animó para que fuera Kurosawa quien adaptara ‘El otoño del patriarca’ porque sabía que era un cineasta que se iba a liberar de lo latinoamericano, del consabido ‘realismo mágico’, que era un término que ya entonces se pasaba por los huevos.

MB: También le había impactado mucho Rashomon, por aquello de los diferentes puntos de vista. Él le daba mucha importancia y muchas vueltas al tema del punto de vista.

RG: No solo por el punto de vista, sino también por el uso del tiempo, que él siempre veía como un experimento absoluto, jugar con el tiempo.

MB: Recuerdo que se apasionaba cuando hablaba de la forma de encontrar las ideas. Decía que las ideas están en el aire y son de todos. Solo hay que ser capaz de atraparlas. Le importaba mucho más la idea que cómo desarrollarla, porque desarrollarla era pura carpintería y eso le aburría un poco más. Buscaba ideas todo el rato, problemas sin solución.

RG: En la narrativa sentía lo contrario yo creo, porque muchas veces tenía muchas ideas pero lo difícil para él era encontrar la forma. En el cine, en la forma del cine narrativo, lo importante para él era encontrar la idea buena, porque la estructura estaba establecida. En narrativa en cambio, en sus novelas, el reto era cómo encontrar la forma. ¿Era un cuento, una novela, tenía 200 páginas…? Era lo opuesto, en el cine la estructura está dada y lo complicado era encontrar la idea, y en la novela al revés, muchas ideas pero… cómo darles forma.

MB: Cuando estaba preparando esta conversación contigo releí mi cuaderno. Tengo tantas notas escritas, cosas que tu padre nos decía, él las iba soltando como parte de la conversación, sin darles importancia. Ahora las leo y me parecen regalos para toda la vida. Tengo una batería de cápsulas que compartió con nosotros. Por ejemplo, esta: decía que la vida puede darse el lujo de ser caótica, pero la ficción debe respetar unas reglas. Gabo necesitaba la ficción porque le permitía un orden que no encontraba en la realidad.

RG: Te voy a dar dos ejemplos que recuerdo sobre esto. En un momento dado leí en una entrevista que Mario Puzo, autor de ‘El Padrino’, decía que él mismo no se consideraba un gran escritor, pero se consideraba el mejor estructurador de Occidente. Entonces se lo conté a mi padre y me dijo: “No, el mejor estructurador de Occidente soy yo” (risas de ambos). Independientemente de la vanidad, ambos admitían que sin estructura no podía haber nada. Y luego le conté también que había leído una entrevista con David Mamet, en donde decía que a un guion le podías poner campanas y podías adornarlo un poquito por acá o por allá, pero que una obra de teatro tenía que ser súper precisa, no podía faltarle ni sobrarle una coma porque si no no volaba. Y mi padre dijo: “Es lo mismo que una novela, que no sea pretencioso Mamet, a una novela no le debe faltar ni sobrar una coma en 500 páginas”. Lo mismo, no es solo el teatro.

MB: Gabo decía que elegía los nombres de sus personajes en la guía telefónica, y los apellidos eran generalmente los de vuestra familia. “Antes los buscaba en los cementerios, pero ya se ha vuelto un problema entrar a los cementerios a buscarlos”.

RG: Eso es algo que él copió, y lo admitiría porque lo admiraba, de Rulfo, que tiene unos nombres preciosos y le dijo que los buscaba en los cementerios. Pedro Páramo, Juan Preciado, son nombres que encontraba en los cementerios.

MB: “Mis personajes son collages hechos de pedazos de personas de mi familia. No hay un solo detalle de mis novelas que no venga de la realidad, de mis historias”. Su madre, tu abuela, leía los libros y reconocía de dónde venía cada detalle, cada personaje. Él decía que no era realismo mágico, le molestaba mucho ese sello. “Es realismo sin más. Lo que ocurre es que los mitos, los sueños, los conceptos, también forman parte de la realidad. No solo te rompes la cabeza por chocarte contra un poste, también te rompes la cabeza por una equivocación, o por alguien, o por algo sobrenatural”. Y citaba a Neruda: “Dios me libre de inventar cuando canto”. No se trata de inventar, sino de rescatar la realidad.

RG: Él diría que tú cuentas la historia como la quieres contar y los elementos de la fantasía, de la superstición, de las creencias, de brujería, de presentimientos y de sueños son tan perfectamente fértiles como el mundo de Borges, que es más intelectual. En el mundo de Borges las referencias son otros libros, son cuentos maravillosos, pero siempre están aludiendo al mundo de los escritores y de los intelectuales. Cada quién usa el mundo y las herramientas que quiere usar. Dos acercamientos a la narrativa muy diferentes, y sin embargo a Gabo le encantaba Borges.

MB: Él decía que la cultura occidental nos impone el proceso racional del análisis de la realidad. “Los franceses nos impusieron la razón con su revolución de mierda, pero los taxistas de la costa colombiana se ríen de Cien años de soledad y dicen que es un juego comparado con lo que en realidad les ocurre cada día, y con lo que ellos ven cada día”. Desde luego, para él la realidad no es tan francesa… Los críticos hacen estudios en donde intentan racionalizarlo todo. Y decía que los peores de todos eran los marxistas porque a todos los personajes les ponen plomo en los pies. Les quitan el vuelo.

Gabo decía que la vida puede darse el lujo de ser caótica, pero la ficción debe respetar unas reglas (Mariano Barroso)

RG: Recuerdo que con algunas novelas suyas, con ‘Crónica de una muerte anunciada’ o con ‘El general en su laberinto’, leía una crítica y decía: no entendí nada, no sé de qué libro está hablando.

MB: Claro, claro, le pasaba todo el rato. Una de las primeras cosas que se preguntaba cuando trabajaba en un personaje era ¿cómo caga este personaje? Él decía que en el mundo había dos clases de personas, los que cagan bien y los que cagan mal (risas). No existe una división más clara y rotunda. Decía que cuando escribía sobre Bolívar buscó hasta encontrar una referencia a su estreñimiento crónico, y aquello le dio una clave definitiva.

RG: Acabo de volver a leerme ese libro y el estreñimiento ocupa una gran parte.

MB: Sobre los títulos nos hablaba de la “importancia musical” que tenían para él. Nos dijo que el de Cien años de soledad le surgió con la última frase de la novela. Con El amor en los tiempos del cólera estaba bloqueado, no sabía cómo titular la novela: “Necesitaba un título como de tratado de medicina, y que incluyera una palabra esdrújula”. Buscaba esa palabra esdrújula y encontró cólera. Hasta entonces la peste había sido de viruela, pero la viruela no le servía. Y por fin llegó a cólera… La música de los títulos.

RG: Uno de sus títulos favoritos era ‘El corazón es un cazador solitario’ de Carson McCullers, no creo que haya un título mejor en el mundo.

MB: Qué bonita historia además… “La actitud, más la vocación, más la disciplina”. Eso era lo que, según Gabo, hacía a un escritor. “Conocí a un escritor muy joven en Barcelona cuando acababa de publicar Cien años de soledad y a los seis meses él publicó otro libro mientras yo escribía El otoño del patriarca, que me llevó siete años. Me dijo que no entendía el problema que yo tenía de tardar tanto en escribir. Según él, la gente estaba esperando a mi próximo libro y no entendía por qué yo tardaba tanto. Yo pensé que aquel tipo jamás sería escritor. Y no lo fue”. Decía que la gente pensaba que el escritor era alguien que tenía una vida estupenda, pero que en realidad no saben el infierno que está viviendo ese tipo que escribe, aunque esté tumbado en la playa. Decía que el primer deber de un escritor revolucionario es escribir bien. Él tenía por encima de todo el hacer bien su trabajo. Y si estabas haciendo una mala película, por muy revolucionario que te creyeras, estabas traicionando todas tus creencias.

RG: Es que lo que le importaba era la historia, la metáfora, no el hacer un mensaje político explícito. De allí su admiración por las películas de Costa-Gavras, porque Costa-Gavras nunca hacía un discurso, te contaba una historia humana que era escalofriante. Todas las historias eran tremendas sin soltarte discursos ni decirte la izquierda está bien, la derecha está mal. No, te contaba la historia de algo tremendo y era extraordinario. Decía, no me digas de qué trata tu película, cuéntame un cuento. De hecho, en los talleres como en el que tú participaste realmente él os decía cómo se cuenta un cuento, no cómo se escribe un guion. Cómo se cuenta un cuento y cómo se estructura. Claro que la estructura del cine, ya decíamos antes, es más clásica, aristotélica. Pero finalmente es lo mismo.

MB: Es muy irónico y es bonito lo que contabas de que el éxito de su literatura es resultado, en cierto modo, de esa frustración suya con el cine.

RG: Y hay que recordar que es lo único que enseñó Gabo en la vida, guion. No enseñó nada más, ni pensó que se pudiera enseñar nada más, periodismo un poco, algún taller. Pero en el periodismo hay poca posibilidad de reescribir porque todo sale mañana.

MB: No sé si te dijo que estaba muy impactado con tu primera película, Things You Can Tell Just by Looking at Her. A mí me lo dijo años más tarde, cuando la estrenaste, con un orgullo y una emoción que me hacía pensar que quizás no te lo había transmitido a ti. Me decía: “Rodrigo ha hecho una película excelente, pero le ha puesto un título muy complicado. Y le he dicho, ¿por qué no la llamas Basta con mirarla?. Ese debía ser el título en español”.

RG: Creo que así se llamó en Madrid.

MB: No, aquí se llamó Cosas que diría con solo mirarla

RG: Yo creo que él estaba impresionado, pero sobre todo aliviado de que la película no fuera una mierda, le quitó un gran peso de encima. No por vergüenza de él, sino por mí. Porque no me apalearan a mí por ser hijo suyo… (Risas). Deja que te cuente mi recuerdo de cuando me llevaba a ver el cine con él: en cuanto se apagaba la luz, se quedaba dormido (risas). Se despertaba a la media hora y te sometía a otra media hora de preguntas: ¿Este quién es? ¿Este qué hace…? Esa era la segunda media hora. La tercera media hora veía la película con atención. Y diez minutos antes del final te decía, “si esta película es buena, él tiene que morir…”. Y nunca se equivocaba (risas), era un cabrón… Él decía que se dormía siempre porque tenía la costumbre de niño de que cuando se apagaba la luz, se dormía. Luchaba mucho para no dormirse en el cine, sobre todo ya más adelantado en edad. Esto era un problema porque, cuando fue jurado en Cannes, mi madre no vio ninguna película porque se la pasaba despertándolo. Era tal la paranoia de mi madre de que lo vieran dormir los directores y los otros jurados, que ella solo se ocupaba de que él estuviera despierto (risas).

MB: ¿Iba con frecuencia al cine, le gustaba el cine, iba con tu madre?

RG: No iba regularmente, porque lo que pasa es que te vas volviendo muy exigente, como nos pasa a todos, y ya solo vas a ver cosas que te recomienden mucho. Recuerdo, por ejemplo, que cuando salió ‘Tiburón’, él estaba muy interesado. Estábamos en Cuernavaca y la ponían en un solo cine. Hicimos una cola de cuadras y cuadras para verla en su estreno. Y le encantó la película, le pareció magistral, y muy interesante el aspecto político de la película. Aquello de no querer cerrar la playa porque iban a perder su gran fin de semana lucrativo si decían que había un tiburón… Le gustó la aventura, porque lo que no tenía Gabo eran prejuicios. Le gustaba leer a Sófocles y las memorias de Muhammad Ali, o Cassius Clay, como se llamaba entonces. Y con el cine era igual. No era un esnob.

MB: Eso me llamó siempre mucho la atención de él porque mucha gente que le seguía, o que conectaba con él, estaba tan ideologizada… Era tabú que te gustara una película comercial americana. Y sin embargo él reivindicaba las telenovelas. Decía que le habría encantado hacerlas, que le parecían una maravilla porque era lo que más le gustaba al público.

RG: Era consciente de que la telenovela es una cuestión de tono. Los temas de ‘Ana Karenina’ y ‘Madame Bovary’ son los mismos en las telenovelas, pero están tratados con un tono, una sofisticación y un sentido de la tragedia diferente, pero siguen siendo historias de los ricos y los pobres, los amores cruzados, las desilusiones…

MB: Decía que para un libro, vender un millón de ejemplares en un año era un gran éxito. Pero en una sola noche, una telenovela llega a 50 millones de hogares en un país. Por eso le fascinaba la telenovela como forma popular. Eso nos llamaba mucho la atención, porque los europeos íbamos a esos talleres y pensábamos que García Márquez sería un tipo con prejuicios… Era justo lo contrario.

RG: Tenía sobre todo mucha envidia de los cantautores, Serrat, Sabina o los que escribían canciones, gente como Pérez Botija y Manuel Alejandro, los admiraba muchísimo. Envidiaba que con tres trazos, en dos minutos, pudieran evocar una gran cantidad de emoción y añoranza, tristeza y amor… con esa mezcla de música y letra que era un nivel de compacto impresionante. Decía que nada te captura como lo hace una canción. No tenía ningún prejuicio con eso.

MB: ¿Qué películas te llevaba a ver, recuerdas?

RG: Yo recuerdo claramente que me llevó a ver tres películas que él pensó que yo debería ver. Me llevó a ‘El último tango en París’, cuando yo tenía 18 años, porque le gustaba mucho. Me llevó a ver algunas menos conocidas de Kurosawa como ‘Barbarroja’, que es una historia sobre un hospital de pobres, con una trama muy sencilla y algo telenovelesca. Es la historia de un joven médico un poco chulo, que viene de una escuela de medicina de una ciudad y no sé si su padre, o su maestro, lo lleva a hacer prácticas a un hospital de pobres en un pueblo de mierda, donde hay un súper médico, que es Toshiro Mifune, el Barbarroja. También me llevó a ver ‘Diario íntimo de Adela H.’, que le encantaba.

MB: De Truffaut.

RG: Sí, esa la vimos juntos recién estrenada.

MB: Eran películas que él entendía que tenías que conocer.

RG: Sobre todo las dos primeras, sí, esta de Adela H. la fuimos a ver juntos cuando se estrenó. Al igual que fuimos a ver ‘Julia’, ¿te acuerdas, la de Zinnemann?

MB: Sí, con Vanessa Redgrave.

RG: Sí, se la habían recomendado muchísimo. Y por supuesto ‘Taxi Driver’, ‘Toro Salvaje’… sí, estaba bastante al día.

MB: Decía que en los últimos tiempos no iba porque se pasaba el tiempo firmando autógrafos, no le dejaban ver la película.

RG: Sí, dejó de ir al cine comercial porque era imposible. La gente lo veía a la entrada y en vez de ir a la película se iban a comprar libros y le esperaban a la salida. Le encantaba ‘La historia oficial’. ‘Camila’, aquella película argentina de la chica que se enamora del sacerdote, era una película de María Luisa Bemberg, del ochenta y tantos. Susú Pecoraro era la actriz y en el siglo XIX se enamora y se embaraza de un sacerdote que era el actor español Imanol Arias, joven, guapo…

MB: Es verdad, que fue muy popular Imanol allá en Argentina, tuvo mucho éxito con aquella película.

RG: Fíjate qué curioso que tampoco era tan fan, y a la gente le sorprende, de Fellini. Uno diría que Gabo y Fellini tendrían muchas cosas en común. Era muy fan de ‘La strada’, de ‘Las noches de Cabiria’ y sobre todo de ‘Amarcord’. Pero de las más “fellinescas” no era tan fan. Y tampoco era tan fan de Bergman, pero sí de algunas. ‘Gritos y susurros’ le parecía magistral. Me acordé ahora, con su muerte… ¿sabes que William Friedkin era un loco de ‘Cien años de soledad’? Vino a México, estuvo en casa y me acuerdo porque yo era el intérprete… La segunda o tercera vez que vino a casa estaba en México filmando ‘Sorcerer’, que era una especie de remake de ‘El salario del miedo’. Y había construido en Veracruz un puente, que es el puente que se cae en la película. Y aquel puente había costado, en ese momento, una barbaridad, como 300.000 o 600.000 dólares, algo así. El hecho es que el puente había costado el doble que lo que habían pagado por el guion, y Gabo estaba anonadado e indignado. ¿Cómo podía costar el puente el doble que el guion…? Están mal, decía… (risas). Pero sí disfrutaba mucho. ¿Te acuerdas de que hicimos aquí en L.A. una proyección de ‘Éxtasis’, que le encantó? Eran películas que a México no llegaban todavía. También le hice una de ‘Machuca’, de Andrés Wood, la chilena. Y las disfrutó mucho, le encantaron.

MB: Él estaba muy fascinado con Yo, Claudio. ¿Te acuerdas?

RG: Le encantaba, sí. Y a mí me gustó mucho. Fíjate que ahora que estamos en un auge de miniseries, está un poco olvidada ‘Yo, Claudio’. Estaba filmada como una telenovela, porque eran siempre los pequeños espacios de las casas y los palacios romanos, y era como una telenovela, pero los temas eran los temas del Imperio. Muy buena. Eran como 10 ó 12 ó 14 horas. Con aquel actor excelente. Y mira, me enseñó una cosa interesante Gabo, que es más de dirección: el personaje de Claudio era tartamudo y había un actor que lo hacía de niño y de adolescente, y tartamudeaba tanto que te volvía loco, era muy cansado escucharlo. Y luego, en la época de adulto, antes de ser emperador, tartamudeaba, pero un poquito menos. Y al final cada vez menos. Y yo al principio creía que era un ‘mismatch’, un error, y me dijo: “No, es que ya han establecido durante tanto tiempo que es tartamudo que ahora solo tiene que tartamudear de vez en cuando para que te acuerdes”. Era una observación tanto de dirección, pero también de ‘storytelling’.

MB: Me gustaría saber qué recuerdas de la primera vez que le enseñaste a tu padre tu primer guion, o la primera película que escribiste y dirigiste.

RG: Con la primera… él se enteró cuando la película ya iba a suceder, cuando ya tenía productor, ya estaba Glenn Close comprometida… Entonces fue cuando empezó a preocuparse, no porque le fuera a avergonzar, sino a preocuparse por mí, porque fuéramos juzgados mi hermano y yo a la sombra de él.

Cuando fue jurado en el festival de Cannes, mi madre no vio ninguna película porque se la pasaba despertándolo (Rodrigo García)

MB: ¿Y le dijiste que habías escrito un guion y que lo ibas a dirigir?

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RG: Le dije, escribí un guion y hay un productor interesado. Se sorprendió porque yo estaba escribiendo, no en secreto, pero en silencio. Hasta entonces yo era camarógrafo, tú mismo lo sabías, y no fue hasta que tuve ese guion listo y me invitaron al Sundance Lab que aquello empezó. Cuando me invitaron al Sundance Lab ya era un logro para un novato. Él empezó a darse cuenta y a estar muy interesado. Me dijo, “oye, quiero leerlo”. Yo solo tenía el guion en inglés y lo hice traducir para que él lo leyera. Le gustó el guion. Me di cuenta porque eran cinco historias y cada vez que acababa una me llamaba para comentarla. Acababa otra y me llamaba… Vio todas mis películas. Normalmente yo les mandaba una copia subtitulada o se la pedía al distribuidor en México, y él las veía e invitaba amigos, y las presumía desvergonzadamente. No tenía la menor vergüenza en decir: “Me gustan las películas de mi hijo”. Y claro, eso me ahorró a mí mucho en psicoanálisis. Siempre le gustaron mucho y yo le mandaba los guiones, pero no me servían de mucho sus críticas porque siempre eran muy entusiastas. No sé si era porque le gustaban de verdad o por apoyarme.

MB: Qué difícil diferenciar esto… Escucha lo que tengo anotado del día que acabó aquel taller en Sundance: “Gabo se ha marchado como llegó, sin saludar. Los talleristas nos hemos quedado huérfanos de su lucidez feroz y de su ironía. Sin su inspiración han surgido discusiones entre nosotros, peleas estúpidas…”. Recuerdo que cuando Gabo se fue nos quedamos en silencio, mirándonos entre nosotros con rabia, frustrados, supongo que tristes. Aquel taller tuvo un impacto tremendo en todos nosotros. Nos cambió. Algunos nos seguimos viendo décadas después… Además, aquella noche hubo un eclipse total de luna, lo puedes comprobar en internet, fue el 17 de Agosto… (risas). Luego nos vimos con tu padre y con tu madre muchas veces, en Barcelona, en el DF, o en su casa de La Habana, en aquellas tertulias interminables en las que él se quedaba dormido sin complejos mientras los demás seguíamos charlando… Cuando venía a Madrid me invitaba a cenar en Casa Lucio; en Los Ángeles comíamos contigo aquella carne en West Hollywood… A Gabo le gustaba aquella frase del Che Guevara, “la nostalgia empieza por la comida”… No sabes cuántas veces he imaginado aquel coche deportivo cruzando las autopistas de Utah a toda velocidad, con Robert Redford al volante y Gabo a su lado, los dos callados, admirándose en silencio. Como nos contaba que hacían en Japón los amigos cuando se visitan, quedarse callados durante horas, y luego se van sin despedirse. De alguna manera, Rodrigo, tu padre fue novelista porque no podía ser cineasta, y de repente su hijo es un cineasta muy reconocido… Qué ironía.

RG: No era una cosa u otra porque cuando llegó a México había escrito ‘La hojarasca’, ‘La mala hora’, ‘El coronel no tiene quien le escriba’… Ya era un escritor, pero yo creo que él hubiera querido intentar ambas cosas. Siempre estaba esa cosa de preguntarse, ¿esta historia será mejor cuento o será mejor película…? Pero sí, un poco del ímpetu que le llevó a escribir ‘Cien años de soledad’ nació por haber tenido un éxito limitado como cineasta.

Mariano Barroso: Aunque era verano hacía frío en el Instituto Sundance aquella mañana de agosto del 89. Los ocho talleristas esperábamos en la sala que habían preparado para nosotros, sentados alrededor de la mesa redonda que él había pedido. Un deportivo se detuvo al otro lado del ventanal que daba al camino de la montaña. De él descendió primero Robert Redford, que había venido conduciendo el auto. Redford dio la vuelta al coche para abrirle la puerta al copiloto. Y entonces apareció García Márquez, vestido con un mono azul de obrero. Salió del coche con alivio, miró a las montañas que le señalaba Robert Redford, y se despidió de él con un abrazo. Redford nos saludó alzando la mano para entrar de nuevo al coche y desaparecer. Gabo caminó hacia nosotros sonriendo. Cuando entró a la sala se paró en la puerta: “Me ha traído Redford desde el aeropuerto a 180 por hora y no hemos intercambiado una frase”. Todos nos echamos a reír. Así conocí a tu padre.

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