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Pedro Costa Morata: "La apuesta del sistema económico es dilatar el problema, no solucionarlo"

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Ni el auge de protestas ciudadanas ni la ola de causas ‘verdes’ en las corporaciones animan a Pedro Costa. Este ecologista murciano (Águilas, 1947) sigue viéndose a él y a sus compañeros de lucha como bichos raros. Como voceros en un mundo sordo. Ingeniero y licenciado posteriormente en Ciencias Políticas, Sociología y Periodismo, este profesor en distintas universidades españolas se define principalmente con esa etiqueta desde que, allá por los años setenta, comenzara sus protestas contra las plantas nucleares.

Más adelante, Costa ampliaría su radio de acción con textos sobre energía o guías geográficas, con artículos en medios de comunicación o con libros multidisciplinares como Hacia la destrucción ecológica de España (1985) o Ciencia, tecnología y sociedad en los estudios de ingeniería (2016). Su última obra es Manual crítico de cultura ambiental, publicado por la editorial Trotta. Con una bibliografía generosa en cada capítulo, desgrana los fundamentos de la vida en el planeta, las amenazas y los retos que implica la supervivencia del ecosistema. 

El autor analiza teorías, complementa las explicaciones con esquemas o ilustraciones y divide la obra en una trayectoria cronológica desde el origen de la Tierra hasta el horizonte “distópico” que ha propiciado la pandemia. Desde una jubilación hiperactiva, repasa lo que supone la defensa del entorno y manifiesta sus dudas a cualquier avance mientras sigamos inmersos en una estructura social y política devastadora. 

Tiene varias licenciaturas y un currículum inmenso, pero su descripción más común es la de ecologista. ¿Qué significa portar esa etiqueta?

Ser ecologista no requiere ningún estudio. Es quien decide posicionarse sobre los asuntos que tienen que ver con el medio ambiente. El que ve ese tema con importancia. Más que una carrera o un título, es una conciencia. Y esta viene después de una reflexión. Además, es una cosmovisión. Es una forma de entender el mundo como un todo. Y eso se traduce en una ética, en una invitación a actuar. Básicamente, porque hemos estado de espaldas a la Tierra y tenemos que revisar esa postura. En ocasiones tiene cierto aire de jipismo. Y el ecologista o jipi, en una sociedad convencional, genera suspicacias: siempre va a estar presente el menosprecio, el intento de despreciar su trabajo. Más ahora, que a cualquier cosa se le llama ‘verde’ o ‘sostenible’ sin que haya un fondo real: todo es una tontería con respecto a lo realmente importante, porque lo que debería haber es una militancia detrás. Yo me considero un agitador.

¿Y cree que ese desplazamiento a los márgenes también proviene de cierto cansancio hacia estos discursos?

Lo que me preocupa no es el hartazgo o no. Es que la sociedad, en la cultura occidental, no avanza. Que los niños son consumidores compulsivos. El sistema, por mucho que se venda de una forma, está en contra del medio ambiente, porque es su enemigo. Basta con ver las polémicas que generan las declaraciones del ministro Alberto Garzón con respecto al consumo de carne.

En el libro examina las amenazas principales del medio ambiente. ¿Cómo se podrían resumir?

Puede resumirse rápido: el enemigo del medio ambiente es el consumo, es el sistema socioeconómico. Su presión por crecer se centra en un beneficio a corto plazo, sin tener en cuenta la limitación de recursos y las consecuencias. Dentro de ese marco ya vienen la contaminación de aguas, de la atmósfera o la crítica a la tecnología que provoca este desastre. Porque ya no hay una producción natural sino mecanizada. Y el derecho del medioambiente es muy complejo. Además, los seres humanos se han ido separando de la naturaleza. Y los filósofos o culturas tradicionales siempre han sido mucho más respetuosos. Ha habido una cosmovisión distinta. Así llegamos a esa enemistad, a esa ruptura, que pagamos ahora. Porque la cultura es una emanación del sistema, y si ese sistema es destructivo, la cultura también.

¿No considera que hay una nueva generación que puede cambiarlo? Justo llevamos unos años viendo las protestas juveniles del colectivo internacional Fridays For Future, con Greta Thunberg a la cabeza. 

No me lo creo. Me parece bien a efectos publicitarios, como un espectáculo. Pero los ecologistas siempre estamos fuera del foco porque somos molestos. Cuando el actual Papa recibió a Greta Thunberg y le pidió que se uniera a la lucha climática, ya lo habíamos convertido en un espectáculo. Es como cuando Al Gore empezó a hacer documentales o creó un grupo de científicos afines y luego nos enteramos de que volaba en un avión particular. No era serio. Lo vemos como fenómenos que emite el sistema, pero pasan de largo y no se quedan. Es el reflejo de los tiempos. Lo que tiene que permanecer es la guerra por el medio ambiente, el combate, el conflicto. Los cambios funcionan a base de eso. Pero se necesita tiempo. Se requieren años y paciencia.

En uno de los apartados de su libro se habla de los ciclos de la naturaleza. ¿Hay quien aprovecha estos ancestrales cambios climáticos para restarle importancia al actual?

Lo usan los ignorantes o los malintencionados. Eso es lo que decía Trump, pero hay que ser muy interesado o muy tonto. Porque hablamos de ciclos de 100.000 años y este cambio climático se ha producido en 40. Son formas de ignorancia que lo utilizan sin mirar las estadísticas. Y el calentamiento global viene desde la Revolución Industrial, de hace unas décadas. Habitualmente son procesos muy lentos, que se perciben en varias generaciones. En este caso, se los ha captado en una generación. 

Avisa de los desastres que se ciernen sobre el planeta y los humanos. ¿Cuáles son fundamentalmente?

Hay muchos. Entre otros, la ganadería y la agricultura intensivas. Todo se ha mecanizado y no puede ser lógico. Dejan estériles los suelos, contaminan los acuíferos. Y eso se nota. Los alimentos son cada vez son más insanos. En ese sentido es en el que el ecologismo tiene una cosmovisión. 

Uno de los problemas, apunta, es que nos creemos que los recursos son ilimitados.

Es la economía lo que provoca esta creencia. La economía tradicional y la liberal se niegan a poner límites. Hace 50 años ya se vio en las estadísticas lo que se cernía, pero dijeron que ya se inventaría algo. La apuesta del sistema es dilatar el problema, no solucionarlo. 

Contra eso es en lo que se basa el ‘decrecimiento’. Y es curioso, porque no suele incluirse entre las recetas oficiales.

Es que el decrecimiento es la teoría más antipática, porque el objetivo siempre es el crecimiento, el sufrimiento absurdo. Y esto supone pararle los pies a las empresas y a los gobiernos. Lo más subversivo es pedir que se decrezca, aunque ha sido una teoría que lleva tiempo. Yo cito a autores franceses o a la revista La Decroissance. Porque es algo de lógica: no se puede crecer si el planeta es limitado.

¿Ha mejorado esta concepción con la pandemia, que nos ha obligado a frenar?

Quizás, en los momentos más duros, se ha podido pensar en bajar el ritmo, pero se nos ha olvidado todo en un segundo. Porque, además, desde los medios y el gobierno se alienta todo el rato a volver al estado anterior. Anuncian que ya estamos en valores de 2019. Estamos enganchados al consumo, al crecimiento. Incluso parecía que se iba gente al campo, pero era por necesidad o incomodidad en la ciudad, no por concienciación. Es una salida forzada, aunque quizás se quede algo. 

También se habla ahora mucho del colapso.

Hay muchos autores que hablan de él, pero se cuenta como un cataclismo, o una catástrofe breve. Pero no creo que vaya a ser así: será una acumulación de crisis. Porque lo hacemos mal en varios contextos y se irán sobreponiendo varios factores. Hay que pensar que se debe todo a un proceso, como la pandemia. Poco a poco se va generando pérdida de recursos, hambre. Y eso esquilma a los humanos, porque la naturaleza es la que va a sobrevivir. Aunque pensamos que es al revés: nos creemos que no, pero somos los humanos los que ensuciamos su nido. Los que les fastidiamos. Los humanos llegamos un día, no hace mucho, y podemos desaparecer. Pero la naturaleza ya tenía miles de años y cuando ha habido algún desastre siempre ha sobrevivido.

Uno de esos desastres es el del Mar Menor, que le pilla cerca. ¿Sirve que se añadan términos como ‘ecocidio’ para poder juzgar las actividades humanas?

La cuestión es que la naturaleza siempre ha estado legislada, pero los ecologistas siempre hemos pensado que no hacía falta, porque una ley puede ser interpretada de distintas maneras y el problema no es legal sino político. Por ejemplo, el Mar Menor ya acumula ocho o nueve leyes para su protección, y no han servido. Ahora lo quieren catalogar como persona jurídica pero es una hipocresía. Son unos cínicos, porque la ley es un producto social. Y si el sistema es gamberro, la ley también. La lucha es contra la administración, que no cree en el medio ambiente.

Critica en un apartado las cumbres y los acuerdos oficiales, que terminan siendo obsoletos.

Claro. Son actos que ponen la atención en el asunto, donde se juntan especialistas y algunos líderes, pero que a la semana siguiente ya se ha pasado de moda y se deja de hablar. Se decide, por ejemplo, eliminar el carbón o bajar las emisiones. Muy bien, pero el problema, insisto, es el sistema. Se niegan a modificar la obsesión del crecimiento. Los políticos echan sus discursos, los científicos alertan, pero ninguno detiene lo fundamental.

¿Ha mejorado algún aspecto? Porque en su caso, después de luchar contra la energía nuclear, ahora verá cómo se tilda de ‘verde’ por los problemas de suministro de gas o petróleo. Y pasa lo mismo con los discursos contra el consumo de carne o los daños medioambientales de ciertas prácticas: en lugar de aceptarse como algo válido, basado en informes científicos, se toman como una postura ideológica, que levanta trincheras en lugar de abrir debates.

No ha mejorado mucho la cosa. En el caso de la energía nuclear, por ejemplo, se defiende desde el sector, donde quizás son muy jóvenes y no conocen la lucha. O donde no les conviene airear que en España se cerraron reactores por la presión grupal y por el peligro. Llegó a haber diez plantas y ahora son siete. Con la guerra, todo empeora. Lo peor es que nos creímos lo de los renovables y ahora está todo el mundo comprando gas y petróleo.

En cuanto a la politización de los discursos, vale la pena volver al caso del ministro de Consumo, Alberto Garzón. Lo que él dice de rebajar la ingesta de carne o de que las macrogranjas son perjudiciales es algo avalado por la Organización Mundial de la Salud (OMS), pero llega el presidente de Gobierno, Pedro Sánchez, y lo minimiza con la ocurrencia del bistec. ¿Por qué? Porque el peso de los ganaderos es muy gordo y se ningunea la crítica. En resumen: no nos hemos movido gran cosa. En algo hemos fracasado.

De hecho, se menciona el concepto ‘ecopesimismo’. ¿Opina que se ha fallado a la hora de dar el mensaje?

Bueno, en realidad el ecologismo se basa en luchar, en crear conflicto para que se produzca un cambio. En pedir justicia social y judicial. Y es duro trasladarlo, tratar de cumplir con esa obligación humana. Entiendo que se tache de pesimistas a quienes intenten dar avisos que luego la historia da la razón. Pero, de todas formas, nuestra intención nunca ha sido ser mayoría ni doblegarnos. 

Ni el auge de protestas ciudadanas ni la ola de causas ‘verdes’ en las corporaciones animan a Pedro Costa. Este ecologista murciano (Águilas, 1947) sigue viéndose a él y a sus compañeros de lucha como bichos raros. Como voceros en un mundo sordo. Ingeniero y licenciado posteriormente en Ciencias Políticas, Sociología y Periodismo, este profesor en distintas universidades españolas se define principalmente con esa etiqueta desde que, allá por los años setenta, comenzara sus protestas contra las plantas nucleares.

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