El periodismo es otra cosa

Para Juan Gabriel Vásquez la idea de un periodismo ciudadano sin profesionales es como tener un piano en la habitación y creerse pianista.

Juan Gabriel Vásquez

Hace apenas unos días, mi amigo Jesús Abad Colorado, fotógrafo de la guerra colombiana que lleva tres décadas mostrándonos las caras del sufrimiento, pero también las de la dignidad, recibía en Bogotá el reconocimiento más alto que puede recibir un periodista en mi país: el premio Simón Bolívar a la vida y obra. En su discurso agradeció, entre muchas otras personas, a los médicos que lo han operado de un hombro y de las dos rodillas, convirtiéndolo –dijo– en un verdadero robocop, reparando con láminas de platino los huesos dañados después de más de treinta años de caminar por la geografía imposible de Colombia: más de treinta años de atravesar a pie ríos de cauce empedrado, o de subir por montañas escarpadas que le rompen la rótula a cualquier atleta, o de cruzar la espesura de selvas por terrenos sin senderos visibles donde hay que cuidarse de las raíces tanto como de las culebras, y todo para llegar al lugar donde los guerrilleros o los paramilitares o el ejército colombiano han puesto su rastro de violencia y espanto o están a punto de hacerlo. Jesús Abad Colorado se ha dejado la vida y los cartílagos en esos lugares alejados de todo, y lo ha hecho con el objetivo simple y a la vez complejísimo de dar testimonio: de ser testigo. “Los periodistas”, dijo en su discurso, “lo único que hacemos es juntar los fragmentos de un espejo roto para que la sociedad pueda comprender qué nos ha pasado y podamos hacer un reflejo entre todos”.

Para mí fue imposible no escuchar las palabras de Colorado en el contexto de una conversación que comenzó hace varios años, pero que por estos días ha vuelto a la superficie con ímpetus renovados: una conversación zombi. Un par de semanas antes de ese discurso, en algún lugar que no importa, el millonario conspiranoide Elon Musk lanzaba un trino que fue visto, según mis averiguaciones, 105 millones de veces. Según mis averiguaciones, digo: no he visto el trino de primera mano, pues no tengo y nunca he tenido redes sociales, y recibo mis informaciones de lo que ahora hemos dado en llamar medios tradicionales y quizá deberíamos llamar medios profesionales: ésta la recibí, anacrónicamente, leyendo Le Monde, y es posible que haya cometido incluso el pecado de lesa modernidad de haberla leído en papel. No entrar en las redes fue una decisión que tomé desde el principio, y no lo hice por motivos altruistas ni por una inquietud bien argumentada sobre el futuro de nuestra democracia, sino porque la observación más somera del mundo que me rodeaba me permitió entender que las redes sociales amenazaban mi tiempo y dispersaban mi concentración, dos cosas que un novelista necesita si quiere llevar a cabo ese ejercicio tan extraño y exigente que es escribir una novela de cierta complejidad. Pero además yo era columnista de prensa cuando surgieron las redes sociales –lo he sido desde el año 2007 y lo sigo siendo–, y nunca logré entender el atractivo de reducir a 140 caracteres el argumento que a mí me costaba un esfuerzo inhumano meter en el lecho de Procusto de mis cuatro mil signos con espacios incluidos. De manera que hoy no vengo a hablarles como autor de ficciones, sino como periodista: lo cual soy, con alguna parte de mi cabeza y buena parte de mi orgullo, de manera constante. El periodismo no es algo que se pueda apagar: es una mirada, una manera de estar en el mundo.

Vuelvo al trino de Musk. Constaba sólo de cinco palabras, pero eso le bastó al personaje para ocupar desde ese día mi atención y mis desvelos. Las palabras eran You are the media now. “Ahora ustedes son los medios”: eso fue lo que dijo el dueño y señor de la red social X, un narcisista de manual cuya percepción del mundo es la de un adolescente malcriado y cuyo comportamiento público es el de un sociópata. Su relación con la verdad es casual en el mejor de los casos –la CBS calculó recientemente que la mitad de sus tuits durante el último año fueron por lo menos engañosos–, y algunas de sus mentiras han sido diseñadas con cuidado para hacer daño –y cuanto más, mejor– a los más vulnerables: azuzando las llamas de las protestas antiinmigración en el Reino Unido y diciendo que la guerra civil es inevitable, o esparciendo mentiras acerca de las elecciones norteamericanas: que los demócratas traían a inmigrantes ilegales para que votaran, o que Kamala Harris era “muy literalmente una comunista”, con lo cual reveló en una sola frase que no sabe ni lo que es el comunismo ni lo que significa literalmente. Pues bien: a la vista de todos, o de todos los que han querido ver, este personaje grotesco ha puesto su red social y sus millones de usuarios al servicio de la desinformación, las teorías de la conspiración, la mentira flagrante y la elección de un delincuente convicto con querencias fascistas como presidente de Estados Unidos. Y ahora les ha dicho a los ciudadanos del mundo entero: “Ustedes son los medios”.

Periodismo sin intermediarios

Las palabras son parte de la guerra insidiosa y taimada que Musk y los suyos le han declarado al periodismo tal como lo entendemos –espero–ustedes y yo. Esta guerra pasa por la implantación de lo que Musk llama periodismo ciudadano, que en la demagogia barata de su discurso consiste en quitarles a los grandes medios el monopolio de la información, y en devolverle al pueblo el control sobre las noticias que produce y también consume. En otras palabras: el periodismo sin intermediarios. Es un combate contra las élites, dice sin sonrojarse el hombre de los 348.000 millones de dólares, el hombre que donó más de 260 de sus millones para que otro millonario fuera presidente y pudiera conformar su gabinete hecho de millonarios. La aguja del detector de hipocresías está marcando números rojos. Pero eso no parece verlo todo el mundo, quizás porque en los últimos años, sumidos en el barro de las redes sociales, hemos perdido el talento para leer la realidad, para detectar el engaño y el juego de manos. Si no me pareciera tan peligrosa, me parecería conmovedora la credulidad con que millones de ciudadanos se han tragado el cuento de que la red X es un espacio democrático, incluso después de enterarnos de que Musk adulteró el algoritmo por un factor de 1000 para que la red diera prioridad a sus mensajes sobre las elecciones; y me conmovería también la inocencia con que antes se creyeron el cuento de que Musk era un adalid de la libertad de expresión, a pesar de su largo historial de colaborar con regímenes de credenciales más que dudosas –la India de Narendra Modi, la Turquía de Erdogan, los Emiratos Árabes Unidos– cuando le han pedido retirar o suprimir contenidos incómodos.

En un video que circula por ahí, una breve retahíla de ideas a medio hornear, lugares comunes y dicción de iletrado, Musk se pone la máscara de defensor de valores democráticos y llega a su conclusión inapelable: “El periodismo ciudadano es el futuro”. El problema es que el periodismo ciudadano también es el pasado: lleva veinte años por lo menos conviviendo con nosotros. En 2004, el bloguero de Silicon Valley Dan Gillmor se quejaba de que los grandes medios dieran las noticias como si se tratara de una conferencia. La palabra que utiliza es lecture, que quiere decir conferencia, pero también sermón: la suya era la enésima versión de la queja, muy norteamericana, contra los que tienen la pretensión de saber más que nosotros y nos dan discursos desde una posición de superioridad. Por otra parte, hace veinte años era cierto que las nuevas tecnologías habían abierto espacios para que hablaran en público personas que nunca lo habían hecho, y todos nos llenamos la boca entonces con la denuncia de los abusos de poder que se podía hacer desde esos espacios de rebeldía, independientes de los medios que respondían –así era, esto era cierto– a los intereses no siempre transparentes de los poderes económicos. Y todos recordamos entonces a Noam Chomsky, que años atrás nos había explicado cómo los medios manufacturaban el consentimiento colectivo en nuestras sociedades anestesiadas por la propaganda y distraídas por el consumismo. La revolución de Silicon Valley sugería que el día de mañana no existirían ya estos pretenciosos intermediarios, los medios masivos, que nos dicen qué debemos pensar sobre todo lo divino y lo humano, controlando qué información vemos y qué información se nos oculta, fabricando una imagen del mundo a la medida de sus intereses. Escribía Dan Gillmor: “El día de mañana, la reportería y la producción de noticias serán más como una conversación. La tecnología nos ha proporcionado un conjunto de herramientas de comunicación que permite a cualquiera convertirse en periodista a bajo coste”.

La idea, hay que admitirlo, era tremendamente seductora: sobre todo después de que, en Egipto y Túnez, durante aquella Primavera árabe que ya parece haber ocurrido en otro siglo, la actividad coordinada en Twitter o Facebook tuviera un papel trascendental en el derrocamiento de dos gobiernos autoritarios. Pero algunos se atrevieron a señalar que una cosa era el activismo valiente, aun el que arriesga la vida y admiramos sin resquicios, y otra cosa, muy distinta, el oficio de periodista. En una columna del año 2012, tan lúcida como siempre pero ya un poco frustrada o desesperada, la argentina Leila Guerriero, una de las grandes periodistas de nuestra lengua, contaba el episodio de un presentador de noticias que, después de mostrar en televisión las imágenes de una tormenta destructiva, le daba las gracias al ciudadano que las había enviado, un tal Juan Carlos, y enseguida lanzaba un llamado para que todo el mundo le hiciera llegar sus propias imágenes y sus propios comentarios. “Todos ustedes son, pueden ser periodistas”, decía el presentador. “Periodistas ciudadanos”. Leila Guerriero se permitía disentir, y yo me permito aquí citar varias líneas de su disenso.

“El señor Juan Carlos, que mandó esas impactantes imágenes, no es un periodista (ni creo que quiera serlo). El señor Juan Carlos es un señor que estaba en el lugar indicado en el momento justo, y su aporte espontáneo es valioso (muchos de esos aportes espontáneos ayudaron a resolver crímenes o a descubrir corrupciones), pero decir que es periodista es como decir que meter un pollo en el horno transforma a una persona en chef. ¿El acceso a una herramienta es lo único que se necesita para dominar un oficio? Tener papel y lápiz nunca transformó a nadie en escritor. Tener un piano en casa nunca transformó a nadie en pianista. Sospecho que lo que hace que alguien sea director de cine, pintor, pianista, escritor o chef es otra cosa. Es algo que va más allá de la calidad con que haga lo que hace y que tiene que ver con cómo eso que hace forma parte inseparable de su vida, en cuánto eso que hace le da sentido a todo y permite que el mundo cobre solidez y no se transforme en una bruma líquida, inasible”.

En ese momento debió de ser una idea chocante: la idea de que no basta con tener ciertas herramientas tecnológicas para convertirse en periodista. No basta con tener un teléfono inteligente, con una cámara que graba vídeos o toma fotos, para ser periodista. No basta con tener una cuenta en una red social o seguidores en YouTube, unas docenas o varios millones, para ser periodista. No: el periodismo es otra cosa; los periodistas son otra cosa. ¿Pero qué, exactamente? Que el mundo cobre solidez, decía Leila Guerriero. Sí, tal vez eso sea el periodismo: el oficio de darle a la realidad una forma sólida que no tiene por sí misma, un orden, una estructura, para que podamos entenderla por primera vez. Que el mundo no se transforme en una bruma líquida e inasible: sí, tal vez eso también sea el periodismo: la primera luz que nos permite abrirnos espacio en la bruma. La metáfora describe con misteriosa precisión nuestra existencia presente, extraviados como estamos en una selva de falsedades interesadas y mentiras rentables: todo lo que llamamos desinformación. Y quiero hacerles a ustedes tres humildes sugerencias. Primero, lo que Elon Musk llama periodismo ciudadano, lejos de ser un fenómeno antielitista, es un movimiento abiertamente plutocrático y profundamente reaccionario. Segundo, lo que Elon Musk llama periodismo ciudadano, lejos de responder a un impulso social que democratiza la información y contribuye a conversaciones cívicas más horizontales, menos jerarquizadas, ha puesto el tiempo, la atención y las preocupaciones de la gente –sus miedos, sus ansiedades, sus resentimientos– al servicio de fuerzas antidemocráticas: fuerzas que se benefician del caos, de la incertidumbre y de la desconfianza. Y tercero, lo que Elon Musk llama periodismo ciudadano es un arma diseñada para obliterar la diferencia entre verdad y mentira, y por esa vía, para destruir la noción de realidad objetiva. Las consecuencias para la democracia –un sistema de gobierno que esencialmente depende de esas nociones: verdad, mentira, realidad objetiva– son catastróficas.

La influencia de los ignorantes

En The Good Society, un libro de 1997 y por lo tanto perteneciente a un mundo más simple que el nuestro, el economista J. K. Galbraith habla de los problemas del autogobierno en sociedades complejas como las nuestras, y en un pasaje que no puedo sacarme de la cabeza dice estas palabras: “Todas las democracias viven en el miedo a la influencia de los ignorantes”. Echar un vistazo a la historia de Estados Unidos, dice Galbraith, es darnos cuenta de que siempre habrá un determinado porcentaje de la población disponible para “apoyar prácticamente cualquier forma de desastre político y social”; sólo mediante la educación, añade, puede mantenerse esta minoría en niveles manejables. Veintisiete años después, parece que nuestras democracias siguen temiendo a la influencia de los ignorantes, pero es todavía mayor el temor que tienen a la ignorancia de los influencers. Los mecanismos perversos de las redes sociales y su modelo de negocio, que no sólo son indiferentes a la verdad o la falsedad de la información que distribuyen, sino que permiten rentabilizar la crispación, hacer negocio con la mentira y ganar rentas políticas con el tribalismo y el odio, ya no se limitan a envenenar nuestra convivencia y a diseminar desinformación que destruye nuestra capacidad para ejercer la ciudadanía. Lo siguen haciendo, claro: “La información será libre”, aquel mantra que implicaba la eliminación de los intermediarios –esas figuras que seleccionan, editan, dan forma a los hechos–, ha conducido, en menos de una década, a la pérdida de libertad del ciudadano, que toma sus decisiones políticas basándose en premisas falsas, en engaños masivos, en datos adulterados. Pero lo que está ocurriendo va mucho más allá. Desde que la compró Elon Musk, la red social X se ha convertido en la más poderosa máquina de desinformación y propaganda que el mundo ha conocido, y ha sido puesta al servicio de una ideología de corte violento, racista, machista y cruel, que sólo ha encontrado en los últimos años un obstáculo de importancia, una fuente de resistencia a sus ambiciones disruptivas.

Esa resistencia es el periodismo.

Ustedes, periodistas, son la resistencia.

No sé si lo recuerdan, pero hace unos años se instaló entre nosotros la convicción incontrovertible de que el periodismo iba a desaparecer. Iban a desaparecer los periódicos; iban a desaparecer los periodistas. Parecía evidente: el modelo de negocio no era sostenible frente a las nuevas formas de llevar información, infinitamente más rentables o menos costosas, y, desde la óptica restringida de las reglas del mercado libre, estas empresas no deberían haber sobrevivido. Pero lo han hecho. Y el fracaso de las peores profecías no se explica solamente por la astucia o la suerte o la resiliencia o el talento de sus gestores, creo yo, sino también por razones más inasibles o abstractas. Pues el periodismo es mucho más que los medios que lo producen: es un fenómeno cultural, un lugar de la ciudadanía, un espacio de poder real o percibido, un espacio desde el cual plantar cara a los poderes percibidos o reales, y, sobre todo, un oficio: y no seré yo quien contradiga a mi maestro Albert Camus cuando lo llamó el más bello del mundo. Los periodistas, en su mejor versión, tienen códigos de comportamiento, una serie de convicciones poco prácticas y a veces francamente molestas –la transparencia, la responsabilidad, el rigor investigativo– en las cuales creen y según las cuales viven. No soy cínico, pero tampoco ingenuo; sé muy bien que en el periodismo hay venalidad, hay falseo, hay deshonestidad; pero también sé que estos hombres y mujeres, los buenos periodistas, no son criaturas mitológicas: han existido y siguen existiendo, y yo he tenido el placer y el honor de conocer a varios. Sé que trabajan en condiciones de enorme dificultad y en un ambiente de acoso y desconfianza, y sé que sufren la persecución de los poderosos (que los llaman enemigos del pueblo, como Trump, o que jalean a multitudes que los llaman hijos de puta, como Milei), o son encarcelados con cargos espurios y sus instalaciones son ocupadas por militares o expropiadas por sus gobiernos autoritarios, como ocurre en Nicaragua o Venezuela. El periodismo ciudadano de Elon Musk, en cambio, es un espacio sin códigos, o donde el único código suele ser el del propio provecho: nada –ni la conciencia de mentir o calumniar, ni la posibilidad de hacer daño– representa un inconveniente para la persecución del propio interés o para la metódica destrucción de todas las normas, porque la inestabilidad y el caos son su hábitat natural. La forma de luchar contra los medios, decía Steve Bannon en 2018, es “inundar el terreno de mierda”. Musk lo ha hecho a su manera. Le interesa disolver la verdad comprobable, dinamitar la confianza entre los ciudadanos, destruir la noción de realidad común y sembrar la incertidumbre, y para eso ha mentido, ha calumniado, ha esparcido teorías de la conspiración, y la única resistencia significativa con que se ha topado ha sido la del periodismo profesional. Por eso lo quiere desprestigiar. Por eso lo quiere, incluso, desaparecer. Por eso quiere convencer a sus millones de usuarios, como a millones de marionetas, de que ellos son ahora el periodismo.

Y hay que decirlo: ellos no son periodistas.

Y la red X no es periodismo.

Las trampas del miedo

Las trampas del miedo

El periodismo –vengo a sostener hoy, aquí, ante ustedes– es otra cosa.

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La última novela de Juan Gabriel Vásquez se titula ‘Los nombres de Feliza’ (Alfaguara, 2024).

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