El regreso de los hijos de Jacob
Desde que los seres humanos comenzamos a andar, y nunca mejor dicho porque nuestro cerebro se desarrolló precisamente a causa del bipedismo, hemos asistido a un progresivo aumento del tiempo libre. Cazar mamuts, seleccionar las semillas, defenderse de los numerosos depredadores y de las catástrofes naturales ocupaban un porcentaje de nuestra atención que fue disminuyendo poco a poco con la Revolución Industrial y el desarrollo de la técnica. Es así que disponemos cada vez de más tiempo para dedicarnos a otras tareas que no sean las que exige la pura supervivencia. En la utopía ilustrada, ese tiempo debería haberse empleado en pensar. Sin embargo, algo trascendente ha sucedido en las dos últimas décadas con la universalización de las redes sociales: nuestra atención se ha convertido en el producto más preciado para el capital.
El capitalismo de la atención secuestra la nuestra para distraernos constantemente con propuestas fútiles a las que dedicamos cada vez más horas de nuestra vida, un tiempo que los gigantes de Internet convierten en recursos financieros para beneficio de unos pocos. Nosotros somos la mercancía, no el comprador, ya lo saben.
La dispersión de nuestra atención y la captura de nuestras capacidades cognitivas por las redes sociales (que consultamos cada seis minutos de media a través de nuestros distintos dispositivos móviles), están produciendo profundos cambios en nuestra capacidad de concentración, ya que los algoritmos que controlan esos dispositivos están diseñados para producir adicción, tal y como sucede con los de las máquinas tragaperras. Es decir, sus patrones oscuros se fabrican para estimular la dopamina y los circuitos de recompensa inmediata de la amígdala y el hipocampo, de modo que disminuyen el control del córtex orbitofrontal, del que dependen las recompensas a largo plazo, por lo que progresivamente nos convertimos en seres pasivos, movidos más por impulsos y apetencias que por proyectos y deseos.
Es fácil deducir de lo anterior que esta población de individuos cuya atención está capturada por las redes sociales y por los productos, eslóganes y propuestas que estas publicitan; cuya capacidad de concentración está disminuida, lo que implica una dificultad notable para acceder a argumentos de cierta complejidad, y cuyo pensamiento se ha ido reduciendo poco a poco casi a cero; esta población es más fácil de manipular a través de esas mismas redes sociales que los individuos singularizados y críticos que pretendía universalizar la fracasada utopía ilustrada. Según Gérard Bronner, estudioso de estos fenómenos, la tendencia humana a buscar aquello que coincide con nuestra opinión o nuestro prejuicio, el llamado sesgo de confirmación, se ve amplificada por los algoritmos de las redes, que orientan nuestras elecciones en base a elecciones anteriores. Cuando las únicas fuentes de información son, tal y como sucede con amplios sectores de la ciudadanía, esas mismas redes sociales, el sesgo de confirmación nos presenta un mundo afín que afirma sin cesar nuestras creencias.
Además, si la información solo procede de la red, nos dejamos básicamente llevar por sus propuestas. Por ejemplo, el 75% de los visionados de Netflix son el resultado de las sugerencias de la propia plataforma, y lo mismo sucede con Youtube. Somos monos imitadores poseídos por el deseo mimético de repetir lo que hacen nuestros semejantes.
Donald Trump supo muy bien aprovechar en sus campañas electorales la captura de la atención de los estadounidenses, con el éxito que todos lamentamos. Manipuló el desconcierto de las clases populares, los blancos pobres, para lanzar un mensaje que les prometía ilusoriamente recuperar su perdido poder y reconstruir lo que llamó la Gran América, diferenciándolos del resto de los ciudadanos y ofreciéndoles una identidad de la que estaban hambrientos. Se ha analizado el triunfo de Trump como el retorno a una masculinidad en profunda crisis. Él, como Bolsonaro, Putin o Abascal representan la más pura masculinidad hegemónica, que se ve amenazada por el avance de los feminismos y la presencia de las mujeres en el foro público. Su iconografía es casi una caricatura del hombre-hombre de El Fary, y sus políticas expresan la añoranza de la hegemonía masculina.
Un sistema de dominación
Una de las más eficaces medidas patriarcales de control de las mujeres ha sido siempre la apropiación por parte de los hombres de su cuerpo. El patriarcado mismo podría definirse como un sistema de dominación que sustrae el deseo y el derecho de las mujeres para implantar en ellas, en sus cuerpos y en sus cerebros, el deseo masculino, convertido siempre en un imperioso derecho. De esta forma, se desposee a las mujeres del derecho a su autonomía corporal, esto es, de su capacidad para saber qué quieren hacer y qué no, y se les impone mediante dominación simbólica, legislativa y coercitiva, el deseo de los hombres, hasta que, demasiado a menudo, acaban confundiéndolo con el propio.
Para lograr ese dominio, el patriarcado ha ejercido desde siempre un control extremo sobre el cuerpo reproductivo y sexual de la mujer. El derecho de pernada; el débito conyugal, que fue suprimido hace demasiado poco de la legislación de algunos países (en Alemania en 1997; en España fue en 2019 cuando una sentencia del Supremo afirmó que existe la violación dentro del matrimonio); la misoginia judicial, que vierte constantes sospechas sobre las mujeres que defienden a sus hijos frente a los maltratadores o que denuncian a estos, o el sistema de la prostitución, que otorga derechos al deseo sexual de los hombres y convierte a las mujeres en esclavas sexuales a su servicio, son algunos ejemplos emblemáticos de esa dominación. La muerte de las hermanas de Terrassa, asesinadas recientemente en una visita trampa a Pakistán por negarse a un matrimonio concertado con sus primos, habla bien a las claras del valor que determinadas sociedades otorgan a nuestras vidas.
Entre estas y otras imposiciones, la prohibición del aborto ha sido un factor de primer orden para secuestrar esa autonomía corporal que el patriarcado necesita. Los hombres, excluidos de la reproducción tras el breve momento de la fecundación o del coito, niegan el derecho de la mujer a decidir sobre su embarazo, considerándola un ser en permanente minoría de edad e incapaz de dirigir su vida, cuyo poder reproductor es objeto de legislación y de tutela.
El derecho al aborto ha sido una reivindicación primordial en la agenda de las luchas feministas, que han conseguido ampliar sin cesar el número de países en el que está legalizado. Se trata de un derecho que creíamos definitivamente conseguido, pero no es así.
Ya en el año 2006, Susan Faludi mostró en su libro Reacción. La guerra no declarada contra la mujer moderna, la batalla abierta que se libra contra las mujeres tras cada avance en su lucha por la igualdad. Desde la Comuna de París hasta nuestros días, cada vez que las mujeres ganan una nueva batalla se levanta una ola reaccionaria que intenta a toda costa volver a subordinarlas. Fue precisamente tras el grito de igualdad ilustrado cuando apareció la misoginia romántica, calificando de natural una desigualdad de la mujer que la Ilustración ya había considerado política. El eterno femenino de Goethe creó entonces un ideal femenino doméstico y sumiso que las devolvía al interior de sus casas.
En nuestros días, el movimiento MeToo ha producido una reacción misógina similar que puede hacer retroceder cincuenta años el derecho de las mujeres a disponer libremente de su cuerpo y que explica, en alguna medida, lo sucedido recientemente en EEUU: el peligroso retroceso en el derecho al aborto. Aplaudido por la ultraderecha europea, el fenómeno nos alerta sobre el riesgo de una nueva reacción misógina, como las que señalaba Faludi.
Margaret Atwood supo percibir cómo el eje de la dominación patriarcal estaba precisamente centrado en el control del cuerpo de la mujer cuando concibió su distopía, El cuento de la criada. Su República de Gilead fue un grito de alarma que no debemos desoír; el retorno al más estricto orden patriarcal de dominación está allí descrito con matices inquietantes. Asistimos al regreso de los Hijos de Jacob, aquel grupo fundamentalista cristiano que convirtió a Estados Unidos en una república teocrática y patriarcal en su inolvidable novela.
Que la Corte Suprema de EEUU haya derogado la ley del aborto de 1973, significa que millones de mujeres norteamericanas verán peligrar su libertad y su salud sexual; para mantener el derecho a decidir sobre sus embarazos deberán desplazarse a otros Estados donde se siga permitiendo abortar, con las consiguientes consecuencias para el aumento de otras desigualdades, ya que solo las mujeres con más recursos podrán hacerlo, como sucedía en España en los años ochenta, mientras que las más desfavorecidas o desinformadas carecerán de esa posibilidad y se someterán a abortos clandestinos que pondrán en grave riesgo su integridad física.
No olvidemos que EEUU es el país que posee la tasa más alta de mortalidad materna de los países desarrollados, que las mujeres afroamericanas tienen hasta cuatro veces más posibilidades de morir durante el parto que las blancas, y que prohibir el aborto no reduce su número sino que aumenta el riesgo mortal de las mujeres que recurren a él mediante métodos clandestinos más inseguros.
Al cierre de este artículo nos llega la noticia de que el gobierno de Japón aprueba el uso de la píldora abortiva, pero solo se recetará si la mujer cuenta con el consentimiento del cónyuge, del varón. Otro claro ejemplo de la peligrosa misoginia que denunciamos.
La ola reaccionaria estadounidense se expande por el mundo, mientras que millones de ciudadanos asisten indiferentes a la atrofia de su capacidad de pensar y de actuar políticamente, distraídos por las incesantes propuestas de unas redes que los idiotizan.
¿Qué es la curva del olvido?
Ver más
Abona la tierra la semilla negra de los totalitarismos.
__________________
Lola López Mondéjar (Murcia, 1958) es psicoanalista y escritora. Su última obra publicada es el ensayo Invulnerables e invertebrados. Mutaciones antropológicas del sujeto contemporáneo (Anagrama).