No se me da bien pronosticar el futuro y el presente muchas veces me sobrepasa. Necesito tiempo y perspectiva para entenderlo. Habiendo vivido casi dos décadas en Estados Unidos (1997-2015) me preguntan a menudo cómo interpreto lo que está pasando en ese país desde que Donald Trump es su presidente. Tuve la fortuna de irme de allí justo antes de que fuera elegido, pero todos los fuegos que han comenzado a arder durante su presidencia son el fruto de viejos rescoldos que estaban ahí, esperando el viento propicio y nueva leña para avivarse.
El odio racial, el clasismo, el machismo, la xenofobia, la segregación económica y racial en las ciudades. De todo ello fui testigo durante mis años allí, también durante esa época, para algunos dorada, que fue la presidencia de Barack Obama.
Para muestra, cuatro botones.
1. Un rector japonés
Yo tenía 29 años, acababa de conseguir un trabajo de ensueño en una universidad privada de Pensilvania. Antes de empezar el curso, los nuevos miembros de la facultad teníamos una semana de orientación donde aprendíamos cuestiones administrativas y de funcionamiento básicas. Servía también para conocernos y formar grupos por afinidades, tanto académicas como personales. Desde el primer día trabé amistad con S., una joven escritora afroamericana que entraba en el departamento de Inglés. Durante un cóctel social se nos acercó el entonces rector de la universidad, un hombre de origen japonés, creo que era ingeniero. Se interesó por nuestra mudanza y nuestro pedigrí, es decir, de dónde provenía nuestro doctorado. S. habló primero. El rector asintió sonriente. Me tocó el turno a mí. Era verano, mi piel estaba bronceada, llevaba el pelo, negro y largo, suelto. Mi aspecto y mi acento me identificaban inmediatamente como hispana. Me preguntó por mis orígenes latinoamericanos (así, en general). Yo le dije que en realidad era española. Su respuesta fue una amplia sonrisa y un “ah, entonces formas parte de las buenas minorías”buenas minorías.
Ni S. ni yo supimos reaccionar.
2. Una cabeza de ciervo
La escena la conté, elaborada a través de la ficción, en mi novela Formas de estar lejos. Imaginé cómo habría sido, para uno de los chicos puertorriqueños que vivía en la casa multicultural de mi universidad, encontrarse con una cabeza de ciervo en descomposición a la puerta de su casa la mañana después de la primera victoria de Barack Obama. En la ficción la cabeza era de cerdo y ocurrían cosas que no sé si fueron así en realidad, pero podrían haberlo sido. Lo que sí sé es que la noche que Barack Obama ganó por primera vez las elecciones, en el campus de mi universidad algunos estudiantes blancos atacaron a estudiantes negros e hispanos. Los insultaron, los agredieron, hicieron pintadas en sus casas, las llenaron de huevos rotos. Y dejaron una cabeza de ciervo medio descompuesta a la puerta de la única casa multiétnica del campus.
Durante los años que trabajé en esa universidad (2003-2015), la matrícula costaba más de 50.000 dólares (unos 42.000 euros), esto no incluía ni vivienda ni gastos de manutención. Los pocos estudiantes afroamericanos e hispanos eran, por abrumadora mayoría, becados: su permanencia en la universidad dependía de sus buenas notas y, aunque su beca a veces lo prohibía, trabajaban para poder sufragarse los gastos personales. Algunas de esas estudiantes venían a mis clases de Literatura, sobre todo las hispanas de segunda generación que querían mantener el vínculo y profundizar su conocimiento de un idioma que, hasta entonces, habían entendido como de segunda clase. Tenían muchas dificultades para leerlo y escribirlo porque muchas lo habían aprendido en el hogar y, en algunos casos sus padres, trabajadores migrantes, tenían un nivel de alfabetización bajo. Antes de Black Lives Matter unos pocos estudiantes, mayoritariamente afroamericanos e hispanos, fundaron en mi universidad The Movement, un grupo que se encargaba de denunciar las agresiones racistas en el campus y señalaba a la administración de la universidad como cómplice por su inacción. Unos pocos profesores nos unimos a ellos. Creo que éramos casi todos de departamentos de Humanidades y Ciencias Sociales, y la mayoría extranjeros y minoritarios. Nada cambió. Si acaso, las agresiones racistas proliferaron y, con la victoria de Obama, el odio creció, se visibilizó, se hizo más fuerte. Muchos de estos estudiantes se iban a otras universidades en mitad de la carrera porque no soportaban la hostilidad contra ellos.
3. Norte y sur
El pueblo en el que se encontraba mi universidad estaba dividido por un río. El norte estaba lleno de casas preciosas, un casco histórico de finales del siglo XVIII perfectamente conservado, calles espaciosas, jardines bien cuidados, tiendas cuquis, restaurantes de postín. Allí habían vivido los grandes industriales de la Bethlehem Steel, la fábrica que proporcionó el acero para las vigas de la construcción de los rascacielos de Nueva York y para muchos de los barcos que salían de los astilleros de Newark. El sur, al otro lado del río, era el barrio de los antiguos obreros que, al cerrar las fábricas, se fue depauperando. Las familias con capacidad adquisitiva se mudaron al norte. El sur quedó estancado en una pobreza que en Estados Unidos tiene color y muchas veces también acento, en este caso, puertorriqueño. En medio de este barrio hispano, que olía a mofongo y sonaba a spanglish, se encontraba esta universidad en la que la mayoría de los estudiantes pagaban de matrícula anual lo que un habitante del barrio no ganaba en cuatro años. La relación entre la institución y el barrio era deplorable, los estudiantes vivían en una burbuja, no pisaban el pueblo y cuando lo hacían bromeaban con que salían a “territorio Apache”. Este caso no es raro, muchas universidades privadas, como Duke University, Yale o Harvard, se encuentran inmersas en barrios marginales. Fundadas en el siglo pasado o anterior, las propias políticas urbanísticas segregacionistas, de alejamiento de las clases altas de los centros urbanos, han hecho que los entornos de las universidades hayan cambiado radicalmente. Las élites quedan dentro de los muros de la universidad, los privilegiados, la mayoría blanca, los que se creen que han llegado ahí por derecho propio; mientras que fuera están los que nunca tendrán acceso a su mundo. Hay pocas imágenes que resuman mejor la falacia del sueño americano: estas fortalezas inexpugnables en medio de la más absoluta desposesión.
4. En una clínica abortista
Ver másAl rescate del sueño americano
Del sexismo y de las agresiones sexuales en los campus universitarios en Estados Unidos he escrito en bastantes ocasiones, por lo que no me repetiré aquí. El comportamiento machista que lleva a los jóvenes a pensar que tienen derecho sobre el cuerpo de sus compañeras no es algo que surja simplemente porque el ambiente de un campus lo propicie, la idea de la mujer como objeto que está ahí para satisfacer el deseo masculino está tan arraigada en la sociedad estadounidense como puede estar en la española. También lo está que una mujer no es totalmente dueña de su cuerpo, que se debe al mandato de la naturaleza de reproducirse. Una de las experiencias más violentas que tuve en Estados Unidos fue mi trabajo voluntario en una clínica en la que se practicaban abortos. También en este caso usé la ficción en Formas de estar lejos para intentar elaborar esa experiencia. El trabajo era aparentemente sencillo: consistía en montar guardia a la entrada de la clínica para, cuando llegara una mujer, hacer de escudo humano entre ella y la horda de manifestantes que se plantaban en el aparcamiento para acosarnos: a ellas por venir a una clínica donde se practicaban abortos (aunque ellas no vinieran a abortar), a nosotras por protegerlas y formar parte del entramado. El nivel de violencia que se vivía en esos momentos era insoportable: los carteles con fotos de fetos destrozados, los insultos, las maldiciones, el odio. La mayoría eran hombres, blancos, enormes, que intimidaban solo con su presencia. Iba una vez a la semana pero no pude hacerlo por mucho tiempo. Mientras que mis compañeras americanas demostraban una calma y un control absolutos, yo pasaba días sin dormir por el nerviosismo, temía acabar agrediendo a alguien, sentía el mismo odio hacia ellos, fantaseaba con comprar una escopeta en unos grandes almacenes y liarme a tiros. El tipo de odio que transmitían era pegajoso, su violencia reproducía la mía.
Nos asustamos ante el nivel de enfrentamiento social en Estados Unidos, algunos analistas mencionan incluso el peligro de guerra civil. No sé si se llegará a tanto, pero cuando escucho esas afirmaciones recuerdo aquellos días y mis propias fantasías violentas, lo pegajoso que es el odio. Pienso también en el sacrosanto freedom of speech que ampara a discursos violentos y vejatorios, la libertad de expresión que ejercen los más fuertes contra los más vulnerables, la misma que defienden, allí y aquí, quienes avivan en su nombre todos estos rescoldos, siempre vivos, de viejos odios e injusticias.
*Este artículo está publicado en el número de octubre de número de octubretintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.aquí
No se me da bien pronosticar el futuro y el presente muchas veces me sobrepasa. Necesito tiempo y perspectiva para entenderlo. Habiendo vivido casi dos décadas en Estados Unidos (1997-2015) me preguntan a menudo cómo interpreto lo que está pasando en ese país desde que Donald Trump es su presidente. Tuve la fortuna de irme de allí justo antes de que fuera elegido, pero todos los fuegos que han comenzado a arder durante su presidencia son el fruto de viejos rescoldos que estaban ahí, esperando el viento propicio y nueva leña para avivarse.