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Vuelta al paraíso perdido

Partido amistoso entre España y Portugal celebrado en junio en el Wanda Metropolitano.

Juan Tallón

En un estadio, con todo su hormigón y plástico, un aficionado aprende que una de las cosas más absurdas y hermosas que existen es sentirse de un equipo y someterse al vaivén de la felicidad y la desilusión por él. Quizá no se sienta de ninguna otra cosa o parte. Ni de un país, ni de un barrio, ni de una familia. Un equipo, con su campo, su camiseta, su himno, implica un peculiar arraigo. Es el hogar dulce hogar del que el hincha nunca se ausenta por muchos años que pasen, salvo catástrofe, y ni aun así. Es para siempre. Representa algo tan seguro e inmutable que ninguna mala racha, ningún lamentable dirigente, ninguna decepción consigue enfriar la pasión y fidelidad que le profesan sus aficionados. Todos estamos condenados a nuestro equipo.

Entre las muchas formas que esa fidelidad adopta, una de las más genuinas es la visita al estadio, que se vuelve un espacio cotidiano, pero también sacrosanto, desde el que se ve pasar la vida en fines de semana alternos con gran intensidad. Por eso resultó absolutamente natural y lógico sentirse desolados, huérfanos, ante el cierre de los recintos deportivos durante el confinamiento y aun después, cuando las medidas se suavizaron paulatinamente.

Primero se suspendió el fútbol, y después, al retomarse, se aplazó la asistencia a las gradas de los aficionados, lo que a la postre equivalió a prolongar la suspensión del fútbol por otros medios. Los campos se vaciaron como una bañera de agua. Casi hubo que barrer el silencio, que quedó en el suelo esparcido como confeti. Barrer confeti es una de las acciones más tristes que puede emprender un ser humano, porque significa que se acabó todo, en especial la fiesta, y que hay que prepararse para el duelo. 

De esa forma, la pandemia rebasó una nueva frontera, cuya existencia ni habíamos imaginado: la del fútbol sin aficionados, solo para futbolistas. Una vez se atraviesa esa línea apenas quedan el juego y la desolación circundantes. En ese período desértico durante el que solo se veían asientos sin ocupar, podían crecer los cactus, quién sabe si los esqueletos. Sin gritos, sin murmullos, sin cánticos, sin aliento, sin almas, lo que se aproxima peligrosamente a una privación total del placer, el fútbol perdió parte de su encanto. Por ejemplo, las ganas de celebrar. 

La grada como único refugio

Cualquier amante del fútbol tarda semanas en aclimatarse a esa oquedad. De hecho, no se aclimata. Ni en semanas ni en meses. Qué se va a aclimatar. Le duele el vacío. También le duele al telespectador, que asiste a una especie de diálogo mudo. Ver fútbol es una compleja maniobra sensorial en la que uno no se limita a seguir cómodamente las diatribas del balón, el oficio de los jugadores, su genialidad esporádica, los gestos, las respuestas tácticas, los errores pequeños o garrafales, etc. El fútbol se asienta también en la grada, y en todo lo que esta es capaz de generar: ánimo, sobreesfuerzo. En ausencia de público, el juego pierde expresión, locuacidad, atractivo, y los deportistas, exaltación.

En los momentos que más desesperante resultó la falta de aficionados, cuando llegaron las grandes citas y al fin se dirimían los títulos, podríamos incluso haber dado por bueno el feísimo acontecimiento en que los hombres de negocios han convertido el deporte. Cuando nos dimos cuenta, el fútbol ya estaba en manos de una clase de individuos a la que, obviamente, no le interesa el fútbol. Bueno sería. Si un día el equipo del que esa gente se apropia se hundiese o el beneficio tocase techo, se atusarán el pelo, pensarán que solo se trata de un negocio y se irán a jugar con su dinero a otra parte. Quizá a continuación adquieran la Chevrolet, The New York Times o el Empire State. 

Esos tipos siempre me recuerdan a la segunda temporada de Los Soprano, cuando el dueño de una tienda de deportes, amigo de la infancia de Tony Soprano, consigue que este lo acepte en una de sus partidas de póker. No le va bien y contrae una deuda estratosférica. Para cobrarla, Tony asume la gerencia de su tienda y empieza a realizar pedidos y más pedidos a proveedores. “¿Por qué me dejaste entrar en aquella partida?”, pregunta arrepentido el propietario, que ve venir su ruina. “Sabía que tenías este negocio; es mi naturaleza”, admite Tony. “¿Cuál es el final?” “El final es la bancarrota total. No eres el primer tío al que dejamos sin blanca. Así es como yo me gano la vida”. Todo esto estábamos dispuestos a perdonar cuando vimos a los futbolistas jugando agónicamente al fútbol sin sonido, en mitad de un silencio que dejaba oír las instrucciones del banquillo o los gritos que se pegaban los jugadores entre sí. 

Hasta vaciarse, las gradas acaparaban una historia de profundos cambios, y a la vez de inalterables esencias. Muchos años atrás te topabas con estadios a rebosar de personas que hacían gala de una elegancia ya desaparecida. A menudo los espectadores vestían traje y corbata; algunos días sombrero. Cabe pensar que se trataba de gente de origen humilde, que como consideraba el fútbol una cita importante, acudía con su mejor ropa. Pasó el tiempo y la elegancia desapareció, incluso las buenas maneras. Las viejas gradas y las actuales albergaban a generaciones de espectadores muy distintas. Entremedias cambiaron algunos valores, la formación, el grado de sufrimiento, el tipo de esfuerzo, las formas de la felicidad, incluso las de vestir. Nada de esto evita, sin embargo, que en fútbol algunas cosas nunca cambien. Quizá una sea el placer con el que el espectador, dispuesto a vivir una breve aventura, llega y se sienta en su butaca, con su abono en el bolsillo, y se dispone a avivar la esperanza en su equipo durante 90 minutos. Ciertos días la grada es el único refugio entre una semana horrible y la siguiente, aún peor. El paraíso no está en la Tierra, sostenía Jules Renard, pero hay fragmentos. El aficionado tiene la sensación de que algunos días encuentra alguno en el estadio. 

Cambio de pareja

Cambio de pareja

Está por saber hasta dónde hemos retrocedido cuando esta temporada de nuevo los campos vuelvan a recibir a aficionados. A estas alturas a cualquiera puede parecerle que nada es seguro, como en aquel relato de Cărtărescu en el que un alumno defendía con tanta firmeza que dos y dos eran cinco que el profesor salía corriendo a su despacho para verificarlo en el manual. Cabe pensar que las pasiones jamás desaparecen y que después de cierta sensación de irrealidad, motivada por someternos al fútbol a puerta cerrada, anodino al oído y un poco a la vista, el campo volverá a sonar automáticamente, como si alguien acabase de pulsar un botón. El botón de play

*Juan Tallón (Ourense, 1975) es periodista y escritor. Su útima novela publicada es ‘Rewind’ (Anagrama).

*Este artículo está publicado en el número de septiembre de tintaLibre

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