944 452 145
Roberto volvió mirar el reloj. De forma compulsiva lo hacía cada pocos minutos y comprobaba así como avanzaba el contador de kilómetros. Había madrugado para aprovechar las sombras que las hileras de olmos y abedules le proporcionaban haciendo más fresco el camino. En todo caso las mañanas del mes de septiembre en la campiña inglesa no eran particularmente cálidas. Era su cuarto día de vacaciones de la semana que había dejado para después de agosto, y de forma metódica había caminado dos horas cada mañana en cada uno de los días previos. El trazado plano del recorrido le permitía, si forzaba el ritmo, llegar a una velocidad media de siete kilómetros/hora. Esta mañana se había propuesto como objetivo superar esa marca y sobrepasar los 15 kilómetros, antes de regresar al hotel, ducharse, volver a desayunar y preparar las excursiones que tenían planeadas en las localidades de alrededor. Hoy se iban a desplazar, ni más ni menos, a Liverpool.
Llegando a las diez al hotel, Carla y Enzo apenas se habrían levantado de la cama. La noche anterior se habían entretenido algo más de la cuenta en el único pub que permanecía abierto hasta tarde en la pequeña localidad inglesa de Marple, y por el ruido que hicieron al entrar en la habitación, las pintas de Guinness que habían caído habían sido más de una y más de dos.
Transcurrida la primera hora de camino giró sobre sus pasos para dar la vuelta. Hoy no había optado por la ruta circular. Había seguido un sendero que discurría paralelo a unos canales, jalonados por numerosos pantalanes en los que permanecían amarradas embarcaciones diversas de pequeño tamaño: botes, kayaks, piraguas, y alguna lancha un poco más preparada pero con esloras cortas, sin duda las únicas que podían navegar por aquel canal que no parecía especialmente profundo.
Para la vuelta optó por colocarse unos auriculares y escuchar música. Seleccionó una playlist que tenía programada con música británica de los setenta y los ochenta. Antes de arrancar dio un trago al bidón de agua que llevaba.
Y entonces lo vio.
Sobre la proa de una de las lanchas había un cartel amarrado de forma bastante rústica que anunciaba su venta: FOR SALE. Pero lo que le llamó la atención fue el número anotado debajo. Tras los prefijos correspondientes (el 44 británico y el 151 de Liverpool) aparecía un número que correspondía exactamente a su viejo teléfono en la casa familiar: el 944 452 145.
“Joder, ¿eso es un número de teléfono? Ya es casualidad”. Roberto era bastante malo para recordar dígitos, claves o números de teléfono. Pero nunca habían desaparecido de su memoria varios teléfonos de su niñez, incluidos el de la casa de sus padres, así como el de algunos vecinos, sus tías y dos o tres amigos. Podía repetirlos sin error, con tanta precisión como inutilidad, pues todos aquellos números habían sido desplazados por los nuevos de los teléfonos móviles, que era incapaz de recordar exceptuando el suyo propio.
Sacó el smartphone e hizo una fotografía a la lancha. Se ladeó para que se viera con nitidez el cartel y el teléfono +44 151, y en caracteres mucho más grandes el 944 452 145.
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Roberto olvidó comentar la anécdota hasta bien entrada la tarde. Tanto Carla como Enzo habían insistido hasta la saciedad para que hoy sí, siendo ya viernes, se uniera a ellos a compartir unas pintas de cerveza. Estaban en Liverpool y habían reservado una habitación triple para poder pasar allí la noche sin depender de los horarios de los trenes que les obligaban a volver a Marple demasiado pronto esa misma tarde-noche, o esperar insomnes hasta el primer tren de la mañana, demasiado tarde y probablemente en un estado calamitoso.
Cuando les habló de que había encontrado un anuncio para la venta de una lancha cuyo número de teléfono coincidía dígito por dígito con el que él había tenido en su niñez, la ocurrencia de Enzo fue la acorde a su carácter y temperamento: “Coño, pues llama, a ver qué precio ponen. Igual es tu lancha y no te has enterado. Puedes pedir una comisión”. Carla le rio la gracia. A partir de la tercera pinta Carla le reía todas las gracias a Enzo y Enzo le reía todas las gracias a Carla. Roberto sospechaba que la relación entre ambos tenía algún recoveco que él no conocía. De hecho, en algún momento tenía la sensación de ejercer “de carabina” de alguna historia de la que no tenía constancia.
Tras la recurrente visita a un abarrotado The Cavern e imbuirse durante una hora en la actuación en directo de un grupo tributo a The Beatles, los tres amigos se dirigieron a otro pub cercano, el Rubber Soul, donde las cervezas podían pedirse sin tantas apreturas y a un precio menos disparatado.
Carla convenció a Enzo y a Roberto de complementar la ingesta de cervezas con sucesivos chupitos de Jagermeister. La acción combinada de alcoholes iba desinhibiendo al grupo y el florentino volvió a la carga con la idea de llamar al teléfono que Roberto había encontrado en la lancha del canal.
El socorrido y masculino recurso a resolverlo en una apuesta terminó como tenía que terminar. Con Enzo provocando la risa de Carla y Roberto pagando la siguiente ronda. Fue el italiano quien finalmente tecleó el número y llamó al 44 151 944 452 145. Apoyado en la estatua que recuerda –vagamente– a John Lennon, tuvo una conversación en inglés de poco más de 30 segundos. Vino decepcionado.
“No me ha dado ninguna explicación. Me ha dicho que de la venta de la lancha se ocupa su hija. Ella, la mujer que me ha cogido el teléfono, se llamaba Angela. La hija Ann; Ana me ha dicho. Me ha notado el acento latino y la ha llamado Ana. Y ha colgado.”
Roberto se quedó mudo. “Ángela se llama mi madre. Y mi hermana se llamaba Ana”. Estuvo a punto de propinar un puñetazo a Enzo porque la broma no tenía ninguna gracia. Su hermana Ana había muerto hacía algunos años. Pero se contuvo.
Porque –recordó– nunca había hablado a Enzo del nombre de su madre o del de su hermana.
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La resaca con la que amanecieron en el hotel de Liverpool no disuadió a Roberto de la idea de volver a llamar a las propietarias de la lancha que había visto en el canal cercano a Marple. Estaba perplejo de que tras un número de teléfono idéntico al de su casa familiar contestara una mujer con el mismo nombre que su anciana madre, que tenía una hija cuyo nombre coincidía con el de su difunta hermana, fallecida hacía años en un trágico accidente.
En contraste con el día anterior, quien trataba de sacarle la idea de la cabeza era Enzo. “Vamos, Rober, es una jodida casualidad, lo mismo hasta yo entendí mal los nombres. Volvamos a Marple para comer y déjate de historias”. Pero no terminó de convencer a Roberto. Medió Carla. “Roberto, si tienes tanta curiosidad por hablar con estas mujeres, vámonos a Marple y que te vengan a enseñar la lancha. Tú sacias tu curiosidad sobre estas señoras y Enzo sacia su hambre…”. En efecto, la razón por la que el italiano quería volver a toda costa al hotel (un apartahotel en realidad) era porque tenía comida preparada y en modo alguno quería descuadrar su exiguo presupuesto volviendo a pagar por comer fuera en una ciudad como Liverpool.
Roberto accedió. Era razonable que para contactar de nuevo con Angela y con Ann, lo hiciera allí donde estaba amarrada la lancha y no en la ciudad donde vivían ambas mujeres. ¿Cómo explicaría que se había presentado allí para preguntar las condiciones de venta de un artilugio del que, por otro lado, no tenía el más mínimo conocimiento ni criterio a la hora de plantear una conversación y tampoco ninguna intención de comprar? Utilizaron el billete de vuelta como estaba previsto. Liverpool-Marple. A las 12:17 minutos.
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Ann era una mujer menuda y de cara sonrosada. Pelo claro aunque no nítidamente rubio. Rostro inglés, fuera lo que fuera un rostro inglés. No resultaba fácil calcularle la edad. En todo caso, era diametralmente distinta a Ana, cuyo pelo moreno era abrumador y rotundo, y no llegó nunca a convivir con cana alguna, fruto de la prematura muerte que todavía maltrataba la intimidad de Roberto.
No era fácil mostrar el interés que justificara haber hecho recorrer a aquella buena mujer más de 60 km para mostrarle las características de una lancha de apenas cinco metros de eslora, pensada para transportar pasajeros desde los embarcaderos hasta las naves de mayor calado y por ello con dificultades para acercarse a los pantalanes de los pequeños puertos, pretenciosos y aspiracionales, que proliferaban por los pueblos costeros del norte de Europa, atestados por incipientes masas de turistas que huían de los rigores del verano sahariano que había penetrado definitivamente en el sur del continente desde el año 2022.
Tampoco era fácil introducir en la conversación alguna referencia a las casualidades del teléfono y de los nombres, sin aparecer como un perturbado, cuando no un potencial acosador. Para evitar situaciones desagradables o un malentendido, Roberto había preferido no ir solo a la cita y se había llevado con él a Enzo y a Carla. Permanecían un poco apartados. No les había hecho ninguna gracia perder unas horas de vacaciones dando pábulo a la tontería de querer conocer a la tal Ann y a la tal Angela. Por si fuera poco, y como era lógico, solo había acudido la hija. Pero Carla y Enzo tenían una innata facilidad para buscarle el lado cómico a cualquier situación y apenas podían contener la risa mientras esperaban el momento en el que Roberto le dijera a Ann: “´Pues muchas gracias por la información y haber venido hasta aquí, pero no me interesa. Entre otras cosas porque la lancha no me cabe en el avión de vuelta a Madrid, donde por otro lado no hay mar. Gracias y buen viaje de vuelta a Liverpool”. Carla imitaba muy bien la voz de Rober desde que se conocieron en aquel Erasmus en Berlín, hace ya tantos años.
Roberto se acercó tras despedirse de Ann. Ahora sí, Carla y Enzo no podían contener la risa. Hasta que llegó su compañero. “Le he comprado la lancha. Mañana he quedado con su madre, Angela, en Liverpool, para arreglar los papeles”.
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“Ni de coña, Rober. No vamos a volver a Liverpool. ¿Pero qué locura te ha entrado? Nos quedan tres putos días de vacaciones y ¿vamos a echar una mañana entera en el trámite de una compra de una lancha que no vas a comprar? Ni de coña, vas tú si quieres.” Enzo fue taxativo.
“Cuando le dije a Ann mi nombre, me contestó: ¿Roberto? Te llamas igual que mi hermano. Robert. Dentro de tres días se cumplirán 30 años de su muerte. Iba en uno de los aviones que impactaron en las torres gemelas, el 11 de septiembre de 2001”.
Enzo permaneció en sus trece: No. Carla, en cambio, ya no supo qué decir.
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Llegó de Liverpool ya de noche. Carla y Enzo apuraban una pinta mientras disputaban una partida de dardos. La máquina tenía incrustada una cámara donde se veía a otra pareja contra la que estaban compitiendo. “Están en un pub de Bristol”, le informó Carla.
El tema de la compra de “la barca”, como decía Enzo, se había convertido en conflictivo en el grupo. De hecho el grupo se había desmembrado. Enzo maldecía las últimas horas de las vacaciones, Carla estaba manifiestamente incómoda con la situación y Roberto solo tenía en mente aprovechar los estertores de su estancia en Inglaterra para encontrar espacios compartidos con Ann y si podía ser, con Angela.
“¿Qué tal?”, se vio obligada a preguntar Carla, aprovechando que Enzo volvía a solicitar una partida virtual en la máquina de dardos.
“No pude subir a su casa. Me citaron en un bar cercano. Otra vez vino Ann únicamente. Pero mañana volveré para acabar de formalizar la compra de la lancha. Y ya por fin, veré a esa mujer”
- Pero Roberto, te estás obsesionando ¿Qué vas a hacer con esa lancha? ¿Cómo vas a pagar ese dineral para nada?
Roberto no contestó a esa pregunta. Con la mirada perdida y voz monocorde narró:
“Estuve con Ann en un bar cercano a su casa. Se llamaba St. Andrews Pub. Un bar pintoresco lleno de objetos antiguos, dispuestos de manera desordenada. Como un viejo colmado. Mira, colgado en una pared estaba esto”
En su Smartphone le enseñó a Carla una foto de un cuadro. En él se veía a cuatro mujeres de edad avanzada jugando a las cartas. Sentadas en sillas, sostenían naipes entre los cuales solo era visible el as de copas que iba a arrojar la situada en la derecha del cuadro. Era un lienzo sin mayores pretensiones aparentes. Tres mujeres con el pelo blanco, y otra con la cabellera oscura y de espaldas que cerraba el cuarteto. Tonos ocres y un fondo difuminado, descontextualizaban espacialmente el cuadro.
- Muy bien. Cuatro señoras jugando al cinquillo. O a la brisca ¿Y?
Roberto le mostró otra captura. Esta de una fotografía. Eran las mismas cuatro mujeres en la parte delantera de una casa rodeada por plantas, una enorme parra y numerosas flores. Estaban dispuestas exactamente igual que en el cuadro. La mujer que iba a arrojar la carta tenia en la mano un cuatro de copas. En la parte izquierda de la foto y sentados en unas escaleras aparecía un niño y una niña con un vergel floreado detrás.
“Esta mujer que aparece en la foto y retratada en el cuadro es mi abuela. La que está de espaldas es mi tía. Las dos de los laterales son vecinas del pueblo. Y los niños son mis primos. Es una vieja foto familiar. Alguien ha hecho un cuadro de la escena central de la foto. Y está aquí. En un bar de Liverpool”
- Pero ¿qué dices, Rober? Eso es imposible
Le arrebató el teléfono y observó las dos capturas. Era indudable que el cuadro estaba hecho reproduciendo la fotografía. Y era cierto. Aquella casa era la que alguna vez Roberto le había enseñado que tenían en un pequeño pueblo de Valladolid. Carla deslizó la foto del cuadro para comprobar los datos sobre cómo fue tomada. “Sábado, 13 de abril de 2019. Colmao de San Andrés. Valladolid”
- Pero Rober, esta foto no está hecha en Liverpool. Es de hace más de diez años…
Roberto no dijo nada. Recuperó de un tirón su Smartphone y se marchó, solo, al hotel.
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“No cogeré ese avión. Mañana hace 30 años del 11-S. Robert Bennett, el hermano de Ann, el hijo de Angela, volaba ese día en el avión que impactó en la torre sur del World Trade Center tras salir de Boston. No cogeré mañana ese avión a Madrid. Y vosotros debiérais hacer lo mismo”.
Enzo descontaba las horas para que terminaran aquellas vacaciones que desde hacía tres días se habían vuelto un infierno. No tanto por la actitud de Roberto –nunca había sido una persona con la que congeniara en exceso, y lo consideraba un acompañante solo tolerable en aquel viaje de una semana a Inglaterra– como por la de Carla. La condescendencia que mostró desde que la estúpida historia de Roberto copara todo el protagonismo del viaje, le habían desplazado a un plano secundario. Una cosa era aceptar una habitación triple en un apartahotel y tomarse el viaje respecto a Carla como una inversión de seducción para el otoño-invierno. Otra, que Carla pareciera comprender la paranoica actitud de Roberto ante la coincidencia del número de teléfono e incluso le animase a profundizar en la supuesta historia cruzada. Pero ya esto del avión…
Enzo y Carla partieron en un taxi desde el apartahotel hasta el aeropuerto de Manchester. Roberto, tras anular el vuelo de vuelta, optó por viajar solo y en tren hasta Liverpool. No volvería en el avión, y en los próximos días resolvería cómo y cuándo volver a España. Mientras tanto debía volver a quedar con Ann y por fin con Angela, para hacer efectivo el pago de las 3.000 libras en que finalmente habían concertado el precio de la lancha. No sabía cómo se tomarían que una vez hecho el pago, les volviera a entregar la embarcación, ya que no tenía ninguna posibilidad de trasladarla, ni darla uso alguno.
Según el tren se acercaba traqueteante a la Liverpool Lime Street, decidió que les contaría el cúmulo de casualidades que habían motivado la compra de la lancha y su posterior donación. Angela, una mujer de avanzada edad, quizás no entendiera nada. Ann en cambio, quizás entendiera algo y temía su reacción. En todo caso, Roberto lo quería hacer. Necesitaba hacerlo.
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Todas las cabeceras de la prensa digital, los informativos y las tertulias coincidían. El Estado Securitario Español (así se llamaba tras la reforma constitucional de 2025) había salido netamente reforzado tras desactivar la operación terrorista que pretendía hacer estallar un avión comercial en alguno de los edificios de las Cuatro Torres Business Area. Un avión que realizaba el trayecto Manchester-Madrid iba a ser secuestrado por un comando terrorista que pretendía escribir una trágica secuela de los atentados de las torres gemelas, en el trigésimo aniversario de los ataques de aquel lejano mes de septiembre del año 2001. Sin embargo, los servicios secretos anglo-hispanos habían hecho un seguimiento desde hacía tiempo de la operación y la abortaron apenas iniciado el vuelo. Cada uno de los terroristas llevaba a su lado a dos agentes infiltrados, de manera que apenas uno de ellos hizo el primer movimiento fueron detenidos sin mayor contemplación.
El Distrito Federal de Madrid era objetivo prioritario para un ataque terrorista desde que, tras la ruptura de la Unión Europea, se constituyera en zona franca de la Europa Atrasista. El nuevo Consejo Atrasista había determinado tres polos de desarrollo regional (Budapest, Madrid y Varsovia) que debían permanecer al margen de regulaciones medioambientales y fiscales. Tres “tierras prometidas” de desarrollo económico, en la esperanza de que las nuevas tecnologías energéticas permitieran en pocos años hacer frente a la emergencia climática prescindiendo de las férreas regulaciones que se impulsaron tras el trienio de inundaciones, fuego y revueltas sociales transcurridas entre 2023 y 2025.
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Sacó la maleta de la consigna y se dirigió al andén 5. En él ya reposaba un tren, de apariencia antigua, que le iba a trasladar a Londres. Allí había encontrado finalmente la combinación más barata para poder volver a Madrid. Sentía que había burlado a su destino, fatalmente escrito en ese vuelo que, de haberlo tomado –estaba convencido de ello–, hubiera terminado estrellado en alguna de aquellas torres que coronan el Paseo de la Castellana. Había salvado su vida y seguramente la de Carla y Enzo, con los que no se había vuelto a comunicar desde que partieran a España. Volvía además con 3.000 libras que había dado por gastadas a cuenta de la abortada compra de la lancha. Ann sobreprotegía a Angela, y tras servir amable una taza de te y unas pastas, entró en pánico cuando Roberto comenzó a relatarle de forma minuciosa el cúmulo de datos, nombres, cuadros, fotos y números cruzados que entrelazaban inverosímilmente la historia de sus familias. Antes de que la cosa fuera a mayores, Roberto abandonó el piso. Como preveía, Angela no fue muy consciente de la situación y solo hizo un gesto de desagrado cuando entendió que la lancha volvía a quedarse sin vender.
Fue al parar ante un máquina de vending para adquirir una botella de agua con la que calmar el reseco que tenía aún en la garganta y gastar los últimos peniques, cuando dejó apartado el equipaje, apenas medio metro. Ese instante fue el que aprovecharon para abalanzarse violentamente sobre él. Vestidos de transeúntes, incluso con apariencia desaliñada, un grupo de casi diez policías le inmovilizaron, maniataron y detuvieron en apenas unos segundos.
Puta loca
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El desplazamiento a España se hizo por la vía de urgencia. Roberto Gil Arrospide fue trasladado directamente a Lanzarote, donde la isla entera se había convertido en el “Centro de Detención Canarias II”. Entró al avión ataviado ya con el traje naranja característico de los reclusos que allí habitaban. Desde los acuerdos de colaboración entre el Eje Anglófilo y la Europa Atrasista (grupo de los países de Visegrado con la incorporación de Italia y España, que ejercía la presidencia rotatoria del influyente lobby de distritos federales tras el proceso de secesión de sus estados), los juicios sumarios se hacían de forma postrera al internamiento de los acusados con “alta probabilidad de ser culpables”. Roberto había sido el único pasajero que sorpresivamente había anulado su vuelo el día anterior al intento frustrado de atentado. Señal casi inequívoca de su implicación en el mismo. La declaración de Enzo Mennonna reconociendo que, en efecto, el español cambió su ruta de vuelta porque conocía de la existencia de un plan para perpetrar un atentado similar al de las torres gemelas de New York, confirmó la sentencia. Roberto pasaría el resto de sus días en el Centro de Lanzarote, hasta que su mente fuera olvidando a Angela, Ana, Liverpool, Madrid o Bilbao.
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Unai Sordo (Barakaldo, 1972) es secretario general de Comisiones Obreras