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Unai Sordo

Giró tres veces la llave y abrió la puerta. La casa estaba a oscuras. Pese a los veinte años transcurridos –veinte años y un día concretamente–, aún recordaba donde estaba el interruptor general de la corriente. Lo activó poniéndose de puntillas y milagrosamente tanto tiempo después, algunas de las bombillas del pasillo y de alguna habitación se encendieron.

Entró en la sala. Las persianas estaban bajadas aunque no selladas del todo. Unos rayos oblicuos de sol permitían ver en la penumbra aquel espacio dominado por una tupida capa de polvo. Su mero movimiento mientras subía la persiana levantó y arremolinó polvo en suspensión que le hizo estornudar.

La sala estaba tal y como la recordaba. El mueble principal de tres cuerpos con el hueco donde se ponía la televisión, una enorme mesa dispuesta trasversalmente pegada a una pared y un sofá granate de escay.

Salió de la sala. A la derecha, junto a la puerta de la entrada, estaba la cocina con ventana al patio, y a ambos lados de los 6 metros de pasillo, dos habitaciones. Una la suya y la de su hermana; otra, contigua, la suya y la de Eva. Y al fondo, de frente, la habitación de mamá y de papá.

Recorrió todo el pasillo hasta llegar a la habitación de sus padres. Al accionar el interruptor de la luz ninguna de las bombillas de una horrorosa lámpara de araña se encendieron. De nuevo levantó una persiana que prácticamente mugía cuando iba enrollándose y dejando entrever un luminoso día de sol.

La cama estaba cubierta por una colcha tejida de punto y atravesada por unas grecas longitudinales, en forma de rombos. Amarillenta y con toneladas de polvo sobre ella. Abrió el armario. Vacío, solo contenía algunas perchas y una chaqueta, enrollada más que doblada, y que no reconoció.

Se colocó bajo el quicio de la puerta y miró la escena. Irremediablemente le vino la imagen de sus padres a la cabeza. Él, su padre, había pasado los últimos años de su vida siendo un mueble más de la casa. Incontables horas en la cama, que apenas interrumpía para desayunar, comer y cenar. Alguna vez se iba a la sala para ver el fútbol, cuando de forma muy ocasional echaban algún partido del Celta de Vigo. Perdió el interés tras el traspaso de Baltazar al Atlético de Madrid para sustituir a Hugo Sánchez, que a su vez había firmado con el Real Madrid. Ella, su madre, que siempre salía de la habitación con la bata puesta, nunca en camisón, hiciera el tiempo y la temperatura que hiciera.

Se encaminó a su primera habitación. La de la niñez. Con sus camas plegables que dejaban, al replegarse, una extensa zona de juegos y una mesa de trabajo para estudiar a la que nunca hizo demasiado caso. Se acercó a la ventana y repitió el ejercicio de levantar la persiana. Daba al patio interior con lo que el borbotón de luz que iluminó la estancia fue mucho menos intenso. Miró con disimulo al viejo patio. Una vecina estaba tendiendo ropa y canturreaba. Sus rasgos eran latinoamericanos, quizás colombianos. Con cierta sorpresa reparó en que allí, en la estantería sobre la cama plegada, permanecía la Enciclopedia Universal. Mamá se había empeñado en comprarla a plazos porque pensaba que con esos volúmenes allí, con sus fotos, sus dibujos, sus explicaciones… tanto él como su hermana Emma desarrollarían afición a leer.

Hasta ese momento no había recordado a su hermana. Acarició el pomo que facilitaba el despliegue de la cama contigua, donde ella había dormido al menos hasta los doce años. Todavía permanecía en el estante superior una foto de Emma. Rodeada de un grueso y carcomido marco se la veía con Hans y los tres niños. La foto era muy fea. El pequeño Nikolaus acababa de nacer. Habían tenido los tres hijos en los seis primeros años desde que se marchó a Hamburgo con Hans. Nikolaus, Niki, fue el tercero y el único varón, tomó el nombre del piloto de Fórmula 1, Niki Lauda. Fue el único que tuvo un nombre que no fuera en castellano y eso porque tenía fácil traducción como Nicolás. Para estas cosas Emma era muy suya, aunque realmente tanta españolidad en los nombres de sus hijos casaba poco con el hecho de que, salvo un puente de diciembre para presentar al recién nacido a sus padres, nunca volvió a casa. Ni en Navidad. A nada.

La última habitación por ver era la que había ocupado cuando Emma y él mismo fueron adentrándose en la adolescencia y ya no estaban por la labor de compartir espacio. Y fue también en la que después se instaló Eva durante las largas temporadas de su matrimonio que vivieron con sus padres. Repitió la secuencia y abrió el que fuera su armario. Estaba completamente vacío. Por un momento, le vinieron a la mente aquellas primeras chupas vaqueras, y aquellos trajes lisos que se hicieron tan populares en el barrio, gracias a él.

Alberto volvió a recorrer el pasillo en sentido inverso, hacia la puerta de salida. Había quedado con la agente de una inmobiliaria para tasar el piso. Abrió la puerta y salió a la escalera. El largo pasillo que conducía a la zona del ascensor estaba prácticamente igual que como lo recordaba desde su niñez. Únicamente faltaban las macetas que lo flanquearon a ambos lados, hasta hacer la zona de paso mucho más angosta que lo que ahora era. Pero a las madres les encantaban las macetas. Bastantes broncas le habían costado los balonazos que se cargaron más de un tiesto desparramando la tierra por el suelo, mientras los niños de todas las manos del piso, y también de los del segundo y el primero, salían huyendo ante la trastada de rigor, en un portal donde se convivía con las puertas abiertas durante buena parte del día.

Reparó en la puerta contigua. La del piso de la que había sido su vecina de toda la vida: Ascen. Una mujer menuda y nerviosa que en caso de vivir debiera tener ya más de 90 años. El felpudo parecía nuevo y tenía escrito en unas rudimentarias letras rojas “Ongi Etorri”. De pronto escuchó que la llave giraba dentro de la cerradura. Hizo ademán de cerrar su puerta porque no tenía intención de ver a nadie, ni de hablar con nadie, y mucho menos con cualquier nuevo vecino. Pero le pudo más la curiosidad y esperó un par de segundos.

Cuando la puerta del “C” se abrió, apareció una mujer diminuta, envuelta en una bata de verano. Tenía los ojos minúsculos y apagados tras unas gruesas gafas con montura de hueso marrón que le comían media cara. Aunque no lo podría afirmar a ciencia cierta, le pareció que aquella mujer era Ascen. Con el pelo entre blanco y amarillento. Masculló un hola y, entonces si, cerró la puerta. Se sintió extraño. Por alguna cuestión, había interiorizado que en el portal no quedaría nadie de quienes hacía veinte años y un día, eran ya muy mayores. Miró el reloj. Todavía faltaba casi media hora para que viniera la agente de la inmobiliaria y decidió esperarla en la calle.

Al abrir la puerta para salir, de forma casi simultánea se abrió la de Ascen. Alberto decidió hacer cómo que no se había dado cuenta de ello, acelerar y marchar sin volver a decir palabra. Pero aquella mujer lo miró fijamente. Durante apenas un segundo una leve chispa iluminó su mirada que trascendió la gruesa anchura de la lente.

— Loca, puta loca, estás loca — farfulló Ascen. Y cerró la puerta.

Alberto volvió a cambiar de idea y entró de nuevo en su casa. Se dirigió con dificultades a la sala, la respiración le pesaba, y volvió a recorrer las estancias de la que había sido su casa. Abrió de nuevo su armario y sacó las perchas vacías. Le asaltó un afán por tirarlas, por hacerlas desaparecer, aunque tampoco sabía cómo porque no había nada con qué recogerlas. Las chupas vaqueras que llevaba cuando conoció a Eva en la OVNI. Eva era la chica más guapa del barrio. Altísima, medía un metro setenta, solía posar como modelo para el Corte Inglés, en alguna colección de chaquetas y bolsos. Apenas la pagaban, pero ser modelo era un status. Pronto se hicieron novios, apenas con 16 años. Eva estaba junto a él la primera vez que le dieron una paliza por deudas con el suministrador de costo. Fue un aviso, y solo le golpearon la cara dos veces (“Guaperas, hoy te dejamos la cara limpita para que no te quejes, a la próxima te la reventamos y vas a ligar con quien yo te diga”), más un par de patadas con fuerza medida en la tripa. Dañar y no romper. Le humillaron. Eva se acercó a ayudarle y Alberto la separó de un manotazo que le alcanzó el rostro clavándole el pendiente en el lóbulo. “Déjame. Estoy bien”. Fue la primera vez. Ella se retiró un par de metros, asustada, y cuando él se levantó y se repuso de la humillación, le dijo simplemente “Perdona, gordi”. Ella le cogió la mano con la que le había golpeado y se la besó. Desde entonces, hasta su muerte por sobredosis en 1988, nunca se separó de él.

Tras la primera paliza, Alberto nunca volvió a ponerse chupas vaqueras. Empezó a traficar. Heroína. Encontró unos trajes de americanas lisas y telas brillantes inspiradas en Don Johnson, en concreto en el personaje que interpretaba en Corrupción en Miami. En los alrededores de la OVNI se empezaba a hablar con condescendencia macarra de la pareja de guapos que se paseaban disfrazados de modelos. Durante poco tiempo. Cuando Alberto empezó a ser camello de buena parte de los que por allí paraban y jugó acertadamente con favores, préstamos y palizas, la condescendencia desapareció. A “Los marqueses” no se les podía toser.

Arrojó las perchas sobre la cama y decidió que tendría que volver con bolsas de plástico para tirar lo que encontrara por armarios y cajones. Quería eliminar todo lo que no fuera mobiliario inamovible.

Salió al pasillo. A la altura de la puerta de la cocina se apoyó con ambas manos en el marco de la puerta. Eva salía de cenar. Como tantos días, como todos los días desde que había huido de Proyecto Hombre y había vuelto a casa. Mamá la odiaba, no la pasaba una: que si no hablaba, que si no aportaba nada, que si era un estorbo. Y no. Eva era buena chica. Aunque con poco apego a la vida. A veces hacía ademán de besar a mamá y era ella quien la rechazaba “Quita de aquí y haz algo útil, desgraciada”. Aquel día Alberto estalló:

¡¡¡¡Déjala en paz!!!. Déjala en paz. Es mi mujer. Loca, puta loca, que estás loca, déjala en paz!!!!

Papa intervino. Papá, a partir de aquel día, pasó a ser Teodoro.

No le hables así a tu madre.

Alberto se giró y le dio un puñetazo con todas su fuerzas. En la cara. Luego en el vientre. Teodoro cayó al suelo, y estuvo tirado diez minutos hecho un ovillo, retorciéndose del dolor. Cuando se pudo levantar fue arrastrando los pies a la habitación y se metió en la cama. Nunca volvió a interponerse entre su hijo y su esposa. Nunca volvió a decir apenas nada. Entró en barrena y fue perdiendo capacidades cognitivas hasta el final de sus días, pasando el tiempo entre la cama y los desayunos, comidas y cenas, más algún partido de fútbol hasta que Baltazar se fue del Celta al Atlético de Madrid.

Cuando, tras esparcirlas, vio las perchas desparramadas por la cama, pensó que no era la mejor imagen para la agente de la inmobiliaria. Las volvió a recoger y las metió de nuevo en el armario, solo que en lugar de colgarlas ordenadas en la barra dispuesta al efecto, las tiró de cualquier manera sobre la carcomida balda.

Miró la cama. Donde tantas veces había dormido con Eva. “Deja de quejarte, deja de temblar. Puto mono. Puta. Viciosa de los cojones. ¿Cómo has pillado el caballo cuando yo he estado fuera? ¿Trabajando? ¿O a quién te has follado? Dímelo, dímelo, o deja de temblar. Puta.”

Las redadas se sucedían y los suministradores de Alberto habían caído varias veces. La semana anterior, el Toly había aparecido acribillado a tiros en el cruce entre la calle Uribarri y la Travesía Ciudad Jardín en un atentado que reivindicó ETA en su “cruzada” contra la heroína. El Toly era un traficante de medio pelo que solía tener a un precio más barato el caballo. Entonces no se conocía demasiado en que consistían las prácticas de cortar la droga, pero el Toly, metiendo Paracetamol en el corte del gramo, conseguía venderlo casi a mitad de precio. Pese al cariz supuestamente político del asesinato, Alberto siempre pensó que habían sido camellos que perdían cuota de mercado los que lo tirotearon. La tasa de paro en Bizkaia superaba entonces el 25%, y en el barrio era muy superior.

Tuvo que huir un tiempo porque los impagos de ahora no se iban a saldar solo con dos puñetazos y un par de patadas. Eva se quedó en Bilbao. Tal vez ellos podían usarla como rehén o hacerle a ella lo que no pudieran hacerle a él, escondido durante un tiempo en un piso del barrio madrileño de Tetuán, pero no le quedaba más remedio. Cuando huyó, Eva estaba carcomida. Tenía los pómulo hundidos. Un hoyuelo en el mentón que parecía un cráter, las bolsas de los ojos siempre hinchadas, y la mandíbula se le transparentaba perfectamente dando forma a la piel, hasta el punto de parecer uno de aquellos esqueletos del colegio en los que aprendían anatomía.

Un tiempo después, tras haber vuelto a rehacer el negocio y saldado deudas –además de procurarse las que a él le debían– regresó y se encontró con que Eva se había agenciado un perro. Un diminuto pequinés de morro achatado que solía llevar en brazos cuando salía a la calle. Eva aún conservaba el abrigo de piel que años atrás él le había regalado y cuyo uso estiraba hasta bien avanzada la primavera pese a las suaves temperaturas habituales en Bilbao. En su ausencia había vuelto a pintarse la boca y los ojos. Apenas le servía de nada para disimular las ojeras perpetuas que le arrastraban los ojos al suelo, pero con los tacones, el abrigo, el perro y las pinturas, volvía a parecer una mujer distinguida pese a lo arrasado de su rostro.

Alberto vio que por primera vez su madre toleraba un beso en la mejilla de Eva cuando una tarde se disponían a salir de casa.

“Un hijo. Le has dicho a mamá que te has comprado el puto perro ese porque echas de menos haber tenido un hijo. ¿Pero quién te crees que eres? ¿La reina de Saba? Tienes ese abrigo de visón gracias a mí, a que me he jugado la vida por ti y tus vicios. Tus putos vicios”.

Apenas habían pasado tres semanas desde el retorno de Alberto cuando Eva comenzó a incrementar sus dosis de caballo, las que él le facilitaba. Se olvidó de las pinturas y de los labios, y volvió a recluirse en la habitación. Cada vez que las operaciones policiales dificultaban el acceso a los alijos que se distribuían por el barrio, sus síndromes de abstinencia eran más insoportables.

Mamá la volvió a rechazar, aquella mujer le servía para canalizar toda la frustración que le generaba su hijo aunque ella, primaria, no lo sabía. Alberto no soportaba el rechazo de su madre a su mujer, después de hacer todo lo posible por fomentar ese rechazo.

— ¡Déjala en paz!. Es mi mujer. Loca, puta loca, que estás loca!

Los gritos se extendían –a veces todas las noches de la semana– por buena parte del edificio. Todo el vecindario los escuchaba. Eran cosas que pasaban de puertas a dentro. Las casas son así. La pareja más guapa del barrio. Tan altos, ella tan modelo, él tan Don Johnson con bigote poblado y gafas de sol de madero, tan bien vestidos, tan elegantes. Pero mira.

La comercial de la inmobiliaria se paseó por cada una de las estancias. Mantenía una actitud de neutralidad profesional a la hora de evaluar aquel desvencijado piso, y de vez en cuando hacía fotos exagerando mucho el picado de las perspectivas para intentar dar más profundidad a las habitaciones.

Pues tiene usted que ser consciente de que si lo quiere vender con cierta urgencia tiene que ajustar el precio. No hace mucho tiempo en este edificio se ha vendido un piso por 42 millones de las antiguas pesetas, pero ahora en plena crisis, como pida más de 150 mil euros no lo vende. Dese cuenta que quien coja este piso no lo reforma por menos de 60 mil euros adicionales.

150 mil…- Alberto parecía confuso.

 Veinticinco millones de los de antes.

 La comercial volvió a pasearse por las habitaciones y a tomar nuevas fotos.

 ¿Por qué hace fotos? ¿Qué quiere encontrar?

¿Perdón…?

Si, que… ¿Qué busca con las fotos? Aquí no hay nada, es la casa de mis padres, no tienen por qué buscar nada.

La comercial de la inmobiliaria dio un paso atrás, guardó su cámara de fotos e instintivamente recorrió con cautela el pasillo hacia la puerta de entrada. O de salida.

No busco nada. Hago fotos para colgar en la página web. Si usted quiere que nosotros llevemos su piso en exclusiva no puede cedérselo a ninguna inmobiliaria más y trabajaremos en unas condiciones. Si no quiere llevarlo en exclusiva con nosotros, las condiciones son otras.

Con la evidente pero extemporánea explicación comercial buscaba ganar tiempo para comprobar si la reacción del dueño, el tal Alberto, había sido puntual o aquel hombre suponía algún peligro. No le cabía duda de que firmar un contrato de exclusividad con aquel propietario, de pelo ajado aunque queriendo criogenizar la melena que sin duda algún día llevó, y aquel bigote que mantenía un tono negro en torno a una perilla ya cana y una barba rala e irregular, era un brindis al sol. Pero ahora eso le importaba poco. Diez años de exuberancia inmobiliaria y floreciente negocio, le habían dotado del instinto necesario para detectar de lejos a personas desequilibradas e incluso peligrosas, a través de las cientos de visitas a casas que había realizado. Y aquel hombre, indiscutiblemente, lo era nada más ver su reacción, fuera debida a lo que fuera debida.

Claro, claro, perdone. Haga las fotos que necesite.

No tranquilo, las que tengo bastan. Deme su teléfono y le llamo en cuanto haya hecho los cálculos de la tasación y me dice lo que quiere hacer.

 …eh. Si, claro. Le digo: 445 90 45.

Su teléfono. He dicho su teléfono.

Es ese. Ah bueno, ahora con el 94 por delante ¿no?

Si. Claro, claro…

Verónica, la comercial de la única inmobiliaria superviviente en la parte alta de Uribarri de las siete que llegó a haber, abrió la puerta y se despidió acelerando el paso hasta el ascensor. Cuando llegó a él, al no oír que se cerrase la puerta del piso que acababa de abandonar no quiso esperar más y se precipitó escaleras abajo. Solo al dejar tras de sí la puerta del enorme portal y desembocar en la calle, sintió alivio mientras bajaba la cuesta hacia la calle Trauko.

Cuando la comercial se marchó, Alberto salió de su casa y comenzó a recorrer el ancho boulevard en el que se había convertido la antigua “autopista”; la vía rápida que salía de Alameda de Recalde y atravesando a gran altura la ría, hacía de frontera entre Zurbaran y Uribarri para continuar hasta salir de Bilbao por Otxarkoaga y Bolueta.

Bajó hacia el centro. “Bajamos a Bilbao”, recordó que se decía siempre pese a que el barrio distaba apenas unos cientos de metros del Ayuntamiento. Tras andar unos cinco minutos llegó al lugar donde en su día estuviera la discoteca OVNI. Aquella lejana noche de viernes había salido del pabellón de la Casilla. Tras ver a Frank Zappa, el hombre al que había imitado dejándose el bigote poblado y la “mosca” bajo el labio inferior. Un sonido cochambroso y una absurda interpretación final del Bolero de Ravel habían puesto broche a un concierto donde apenas 3000 personas se congregaron ante un mito musical. Alberto cayó en la cuenta de que, casualidades de la vida, el boulevard por el que transitaba ahora se llamaba precisamente “Maurice Ravel”. Pese a haber casas de nueva construcción aun pervivía una zona descampada, apenas a doscientos metros de la vieja zona de bares y atisbó el lugar exacto donde estuvo la OVNI. Se detuvo. En algún lugar de ese descampado era donde había aparecido Eva, muerta por sobredosis aquella misma noche del concierto en la Casilla. Ahora había un parking en superficie. Él se había metido en la cama de madrugada, con una buena ingesta de alcohol y caballo y no la echó en falta hasta la mañana, cuando una patrulla de policía llamó al timbre de un sábado 14 de mayo de 1988.

Continuó andando hacia el puente de la Salve. Es un recorrido de poco más de un kilómetro, pero que para quien lleva dos décadas encerrado y solo en los últimos años disfrutando del tercer grado, es un paseo excesivo.

Cuando llega al puente se arremolina un montón de gente en el lado que mira hacia el museo Guggenheim. Otea en ambas direcciones. Hacia la Campa de los Ingleses, donde hoy se sitúa la pinacoteca, ve aún la antigua terminal de contenedores en plena zona portuaria. Al otro lado, el paseo de Uribitarte donde actualmente un tranvía rasga unas zonas verdes en un larguísimo y hermoso paseo, antes dominado por inhóspitas vías de tren, donde tantos picos de heroína se había metido y había contribuido a que otros tantos se metieran.

Se acerca al montón de personas que miran algo. “Red Bull Cliff Diving World Series”. Una plataforma y saltadores de trampolín. “Clavadistas” lee en alguna parte. Se acerca hasta llegar a una zona sellada y protegida por pequeñas vallas que impiden acercarse al límite del puente.

Disculpe, no puede avanzar más. Este espacio ya es para los profesionales y sus equiposuna chica rubia con una camiseta con un extraño toro dibujado en una lata de Coca Cola se acerca, pero de repente ve algo y cambia de dirección.

Gary Hunt” escucha decir a gritos, “Jonathan, Jonathan” se oye en numerosas voces de las personas allí presentes. “Jonathan Paredeeees ya ha llegadoooo” se anuncia por un altavoz. Todo el equipo de organización se distrae con la llegada de los astros que se van a lanzar con la sola protección de un minúsculo bañador a la ría del Nervión desde una altura de 27 metros.

La mujer que miraba el mar

Alberto aprovecha la distracción y se cuela en la zona reservada. Quiere ver la ría con aquel gentío de decenas de miles de personas a ambas orillas. Alcanza la barandilla sin que nadie repare en él pese a que su indumentaria resulta absolutamente estrafalaria en aquel contexto de shorts y camisetas anudadas en el vientre.

De repente una de las responsables de la organización le grita: “¿Dónde va? Oiga usted, ¡no puede estar ahí! ¡Salga de ahí!”

Alberto la mira y masculla “Loca, puta loca, estás loca”. En poco más de tres segundos su cuerpo recorre los 27 metros que separan el Puente de la Salve del asfalto del Campo Volantín. Todos sus órganos vitales, veinte años y un día después, se destrozan del brutal impacto.

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