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'Y ahora yo qué hago', de Andreu Escrivà

Andreu Escrivà

Y ahora yo qué hago, nuevo ensayo del ambientólogo Andreu Escrivà, tendría que haberse publicado en primavera. La editorial Capitán Swing tuvo que frenarlo cuando cerraron las librerías por el Estado de alarma motivado por el coronavirus. Y no deja de ser curioso que el libro haya sido pospuesto por la crisis sanitaria... igual que lo ha sido el tema que trata, la crisis climática. Los colectivos ecologistas temen que la preocupación global por el covid-19 entierre la urgencia del cambio climático, cuyas consecuencias no se ven a corto plazo pero que resultarán también devastadoras. En otoño, los lectores seguirán llevando mascarilla, seguirán preocupados por su salud y por su empleo. Pero también seguirá ahí la amenaza del calentamiento. Y llegará, finalmente, el libro. 

El subtítulo es claro: Guía rápida para evitar la culpa climática y pasar a la acción. Es decir, que Escrivà, divulgador especializado en cambio climático, responsable también del libro Aún no es tarde, no se detiene solo en explicar la evidencia clara que existe el cambio climático y sus consecuencias para el ser humano y el planeta. El autor se ocupa especialmente de la ecoansiedadecoansiedad, esa sensación que persigue a quienes son conscientes del peligro pero se ven impotentes ante la enormidad del desafío. Escrivà trata de no dejarse llevar ni por la desesperanza ni por el optimismo iluso, y aborda cuestiones tan espinosas como la relación entre responsabilidad individual y acción colectiva. Aquí, infoLibre publica un extracto del título, que se publica el 14 de septiembre. 

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Pero… ¿por qué esta prisa?

Cuando era pequeño, quería ser paleontólogo. Supongo que no es muy original, porque los dinosaurios estaban de moda en las décadas de 1980 y 1990, y éramos muchos los niños y niñas que compartíamos la fascinación por los lagartos gigantes. Cada vez que mis padres y yo salíamos de excursión por la montaña, me gustaba pensar en huesos de dinosaurio dispersos y ocultos en el subsuelo, esperando a ser descubiertos. Más de una vez empecé a cavar con la esperanza de descubrir un fémur, una costilla, un diente. Había días que andaba mirando únicamente al suelo, tratando de desentrañar las formas de piedras y rocas, parándome cada vez que veía un patrón que no me parecía completamente natural. Sin embargo, nunca encontré un solo hueso de dinosaurio, aunque la verdad es que tampoco habría sabido reconocerlo. Sí que recuerdo que, después de que mi padre me explicase cómo era el proceso de fosilización, se me encendió una lucecita. ¿Y si fabricaba yo el fósil en vez de buscarlo? Le pregunté si enterrando un hueso de pollo en el alcorque de debajo de casa se convertiría en un fósil. "No", me dijo entre risas. "¿Y si voy cuando tenga setenta y cinco años?", pregunté de nuevo. "Tampoco", zanjó mi padre. Me decepcionó sobremanera saber que no podría jamás crear un fósil, ni siquiera con toda la vida por delante. Fue la primera vez que empecé a intuir lo que de verdad significa hablar de tiempo geológico. El cambio climático implica una paradoja espeluznante: tomar acciones en tiempo humano (¡de menos de una generación!) para evitar cambios a escala geológica. Nunca ninguna especie —ni sociedad— había tenido, de forma consciente, este poder y esta responsabilidad. De aquí viene todo el problema.

Si no fuese por una cuestión de ritmos, hasta los que dudan de la responsabilidad humana en el cambio climático estarían en lo cierto: ¿qué más da quién esté detrás del aumento de temperaturas, si este se produce a un ritmo imperceptible para la humanidad? En el máximo térmico del Paleoceno-Eoceno, hace unos 55 millones de años, la temperatura subió abruptamente en apenas veinte mil años. Un destello a escala geológica que, sin embargo, parece un vídeo a cámara lenta comparado con la actualidad: la temperatura aumentó una media de 0,03 °C por siglo. En la actualidad, la temperatura sube a razón de 0,20°C… por década. Lo que en uno de los periodos de cambio más bruscos de nuestro planeta tardó doscientos siglos, nosotros estamos a punto de provocarlo en menos de dos. Si estuviésemos experimentando una tasa de calentamiento como hace 55 millones de años, o incluso el doble o el triple de rápida, tendríamos tiempo para todo, desde un punto de vista climático. Para adaptarnos, para cambiar el modelo energético (habiendo agotado hasta la última gota de petróleo y la última veta de carbón), para trasladar la población, para preparar los ecosistemas. Sería una tarea de muchas generaciones, que apenas percibirían los cambios a lo largo de sus vidas

Sin embargo, tú ya has experimentado cambios visibles. Si naciste después de 1976, la Tierra jamás ha experimentado un año más frío que la media después de tu nacimiento. Si naciste después de 1985, ni siquiera has vivido un solo mes más frío a escala global que la media. Lo que sí has experimentado, te hayas dado cuenta o no, es cómo el verano se alargaba cinco semanas en España, cómo desaparecían la mitad de los glaciares de los Pirineos, cómo la vendimia se adelantaba varios días cada década. Has visto el tipo de cosas que se pasan a cámara ultrarrápida en los documentales, porque a simple vista es imposible apreciarlas.

Por todo ello, pero también por muchos otros cambios que estamos infligiendo a nuestra casa común, se está discutiendo en la actualidad sobre si hemos entrado o no en una nueva era geológica: el Antropoceno. El punto exacto donde los geólogos creen que debemos situar el inicio de esta época, marcada por nuestra explosiva presencia en el planeta, no está aún claro. Hay distintas opiniones, y constituye un debate científico apasionante, dado que es necesario encontrar un marcador duradero (debe poder detectarse de aquí a miles de años) y lo suficientemente bien distribuido por el planeta.

Una de las propuestas fija el año 1610 como inicio del Antropoceno. La salvaje colonización europea de América causó la muerte de más de cincuenta millones de indígenas, lo que conllevó el abandono de enormes superficies cultivadas y un proceso de reforestación natural. Los árboles que allí crecieron extrajeron ingentes cantidades de CO2 de la atmósfera, tanto como para que hoy seamos capaces de detectarlo en las burbujas atrapadas en el hielo de hace cinco siglos. El mínimo de concentración de CO2 se produjo en 1610, reforzando así la conocida como Pequeña Edad de Hielo, un periodo con temperaturas frías debido al aumento de la actividad volcánica y la disminución de la solar, y que se alargó desde el siglo XVI al XIX. 

Otros marcadores que están siendo considerados para señalar el inicio del Antropoceno son la proliferación de armas nucleares en las décadas de 1940 y 1950, cuyo rastro puede encontrarse en sedimentos alrededor del globo. Por supuesto, está también el plástico, el tema ambiental de moda; su durabilidad y ubicuidad lo hacen ser también un buen indicador de nuestra presencia y de la transformación del planeta. Y, por último, entre otras propuestas novedosas, se encuentra una que no puedo evitar que sea mi favorita. Sus defensores dicen que el Antropoceno no debería ser considerado "la era de los humanos", sino más bien la del pollo: cada año sacrificamos más de 60.000 millones (¡60.000.000.000!) de pollos alrededor del mundo, de manera que sus huesos constituirán quizás la huella más perdurable de nuestra presencia en el planeta. Toneladas y toneladas de esqueletos distribuidos por todo el mundo…, aunque, pese a mis intentos, los paleontólogos del futuro no los encontrarán en el alcorque de la calle en la que vivía de pequeño.

¿Cuánto tiempo nos queda?

Poco.

Muy poco.

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Desarrollemos un poco más, aunque te prometo que no te marearé con muchas cifras; solo las justas. Quizás hayas escuchado que "nos quedan doce años para actuar". Que en 2030 se acaba el mundo y empieza el apocalipsis. No es cierto, porque no nos quedan doce años. Solo tenemos el día en el que estás leyendo esto y el día que viene después. Dejemos de pensar en años o décadas. Antes de nada, hay que entender de dónde viene esta cuenta atrás.

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Que el clima cambia se sabe desde hace mucho, y desde la Grecia clásica tenemos ya ejemplos de observadores que se lo plantearon, como Teofrasto. Más recientemente, a finales del siglo XVIII, se produjo una mutación en la cosmovisión occidental: de una Tierra estática se transitó hacia un planeta dinámico, donde se acumulan las capas de sedimentos y las montañas se datan en millones de años, no en los miles que se deducían de la interpretación literal de la Biblia. Las evidencias sobre climas pretéritos, especialmente las edades de hielo, generaron un enorme interés por el pasado (¡y el futuro!) del clima del planeta. El matemático y físico Joseph Fourier apuntó ya en 1824 el papel de la atmósfera a la hora de regular la temperatura terrestre, abriendo la puerta a la gran pregunta: ¿somos capaces de cambiar el clima mediante la modificación de la composición atmosférica?

John Tyndall, filósofo natural irlandés, poseyó desde 1859 y durante muchos años el honor de ser el primero que explicó cómo determinados gases podían retener el calor, considerándose el padre de la idea de los "gases de efecto invernadero", llamados así por la similitud del efecto que provocan los cristales de un invernadero (aunque el mecanismo no sea exactamente el mismo). La idea básica es que estos gases, entre los cuales el más famoso es sin duda el CO2 , dejan pasar un determinado tipo de radiación, como la luz visible, mientras que "atrapan" la radiación infrarroja (el "calor") y son capaces de reemitirla hacia el suelo. Una propiedad que no hay que olvidar que resulta esencial para la vida en nuestro planeta: de no ser por el efecto invernadero natural, la temperatura media sería de –18 °C, y no de 15 °C, como en la actualidad. Y un apunte importante: tres años antes de Tyndall, Eunice Foote, una mujer científica y feminista, presentó los resultados sobre un experimento que medía el calentamiento provocado por los rayos solares cuando atraviesan distintos gases. Una sociedad machista —la ciencia no era ninguna excepción— impidió que Foote obtuviese crédito alguno por su trabajo hasta que fue rescatada del olvido en 2016. La conclusión, eso sí, es la misma: hace más de ciento cincuenta años que entendemos por qué una atmósfera con mayor cantidad de gases de efecto invernadero retiene mejor el calor.

La historia que viene luego ya la conoces: los cálculos de Arrhenius, la confirmación experimental de Callendar, la curva de CO2 de Charles D. Keeling. Y, aun así, en las primeras páginas quizás no he remarcado lo suficiente que este no es el primer cambio climático del que tenemos constancia (acuérdate de los mamuts, que campaban por el hielo de Europa hace unos pocos milenios), así que… ¿no sería buena idea explorar los otros posibles causantes de este cambio para valorar nuestra capacidad de acción? ¿Y si nos disponemos a transformar por completo nuestro sistema económico y social cuando solo tenemos influencia sobre una pequeña parte de lo que está pasando?

¿No podría acaso ser culpa del Sol? Podría, pero no lo es en absoluto. La actividad solar, que fue la primera sospechosa como causante del calentamiento observado, no está correlacionada con el calentamiento reciente. Es cierto que jugó un papel clave en otros cambios climáticos, como la Pequeña Edad de Hielo. Entre 1645 y 1715 el Sol presentó una marcada disminución de su actividad, hecho que recibió el nombre de "Mínimo de Maunder". Esto reforzó el enfriamiento, que ya estaba en marcha. Sin embargo, el Sol no tiene relevancia alguna en el cambio climático actual. Más aún, el periodo del siglo xx en el que la Tierra recibió más energía proveniente del Sol coincide con un ligero enfriamiento, lo que sucedió entre las décadas de 1940 y 1970. Durante la posterior subida de las temperaturas, el Sol, sin embargo, ha mantenido un nivel de actividad normal; si acaso, un poco por debajo de la media.

¿Tiene algo que ver el agujero de la capa de ozono? Otra respuesta negativa. Aunque casi tres de cada cuatro personas en España comparten la creencia de que, de una forma u otra, el agujero de la capa de ozono es responsable del cambio climático, la realidad es que son dos fenómenos que no se encuentran conectados entre sí. El ozono, como gas, influye sobre la capacidad de la atmósfera para retener calor (y lo hace calentándola cuando se encuentra a nivel del suelo y enfriándola cuando está en la estratosfera), pero su efecto es prácticamente despreciable frente a los otros gases. Aunque la imagen, muy gráfica, de un agujero en la atmósfera por el que los rayos solares entran con más fuerza tenga sentido para mucha gente, la realidad es que no funciona así. El ozono incide en el balance energético del planeta, pero poco; el agujero, apenas nada.

¿Y la órbita terrestre? Las variaciones orbitales de nuestro planeta también determinaron bruscos cambios ambientales en el pasado, pero en la actualidad los cambios son negligibles. Sigamos buscando.

Oye, espera…, ¿y no podrían los gases de efecto invernadero ser naturales? ¿No podría ser culpa de los volcanes? Es una buena suposición, pero tampoco resulta ser válida. La actividad humana emite cien veces más CO2 que los volcanes, que además también arrojan a la atmósfera partículas capaces de enfriarla. Y lo más importante: el revólver humeante que nos delata no es otro que el carbono, elemento que tiene distintos isótopos (átomos que se comportan igual, pero tienen distinta masa). El C es el más común y el más ligero, y las plantas lo prefieren, así que, cuando se libera a la atmósfera por quema de biomasa vegetal o combustibles fósiles, que en última instancia vienen de las plantas, la relación C/C decrece. En los últimos diez mil años no hay precedente de una relación C/C tan baja, lo que implica que ha sido en los últimos dos siglos cuando se ha liberado la mayor parte del carbono. Es decir, somos nosotros quienes hemos liberado esas ingentes cantidades de carbono a la atmósfera, mediante la combustión de gas, madera, carbón y petróleo.

Y, sin embargo, a pesar de todo ello, de los datos recogidos y de que no haya otra explicación, excepto que es nuestra actividad lo que está calentando el planeta, la pregunta persiste: ¿de verdad tenemos más poder nosotros que la naturaleza? Como todo en la vida, el clima no es cuestión de fuerza bruta, sino de equilibrios. De alguna forma, los humanos estábamos viendo una partida del juego de la cuerda entre las distintas fuerzas geológicas del planeta y, al unirnos a uno de los equipos, lo hemos desequilibrado. No somos los más fuertes, pero hemos inclinado la balanza (acuérdate de las ballenas), y a un ritmo espeluznante. De ahí gran parte de la prisa: nos tenemos que mover y actuar tan rápido como el cambio que estamos provocando. Solo contamos con nosotros mismos.

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Y ahora yo qué hago. Guía rápida para evitar la culpa climática y pasar a la acción

Andreu Escrivà

Capitán Swing

Madrid

'Kara y Yara en la tormenta de la historia', de Alek Popov

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14 de septiembre

16 euros

168 páginas

Y ahora yo qué hago, nuevo ensayo del ambientólogo Andreu Escrivà, tendría que haberse publicado en primavera. La editorial Capitán Swing tuvo que frenarlo cuando cerraron las librerías por el Estado de alarma motivado por el coronavirus. Y no deja de ser curioso que el libro haya sido pospuesto por la crisis sanitaria... igual que lo ha sido el tema que trata, la crisis climática. Los colectivos ecologistas temen que la preocupación global por el covid-19 entierre la urgencia del cambio climático, cuyas consecuencias no se ven a corto plazo pero que resultarán también devastadoras. En otoño, los lectores seguirán llevando mascarilla, seguirán preocupados por su salud y por su empleo. Pero también seguirá ahí la amenaza del calentamiento. Y llegará, finalmente, el libro. 

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