Ida y vuelta
Dónde están mis amigos
En el parque al que da mi jardín, se escondían los precoces a darse besos con lengua y a fumar. El parque no tenía entonces ese circuito de máquinas para hacer ejercicio, no había pista de fútbol ni de baloncesto, allí no iban los niños pequeños. Era solo un trozo de campo vallado en mitad del pueblo al que íbamos con nuestro uniforme de cazadoras de borrego. El verano pasado, en una noche de insomnio, me levanté y llamé a la policía. Los chavales tenían puesto el reggaetón muy alto. La policía vino y se acabó la fiesta. Tumbada en la cama, mirando el ventilador, me pregunté entonces qué señora era yo.
No hay tierra más lejana que la adolescencia. No hay lugar de paso más inaccesible para el ya siempre extranjero que la juventud primera. Se necesita mucho coraje para crecer, dice Cummings. Muchos años después de tener quince años, después de algunas casas y de algunos países, volví al paisaje que acentuó mis ridículos, que despertó mis estrógenos, donde tuve la osadía de hacerme mayor. Al que me gustaría regresar para saber responder.
Hace ya tres años que pisé de nuevo las calles de este pueblo. En las primeras estribaciones de la ladera de Guadarrama. A cinco leguas de Madrid. Donde siguen sus jaras de mayo y las púas de pino cayendo sobre el jardín. Cuando bajo hasta la plaza del Caño con mi hijo, me pregunto siempre por qué no hay nadie esperándome a las cinco de la tarde. Y cuando subo a las rocas, no estamos en corro cantando, con Madrid como un telón, un espejismo. Luego miro su mano en la mía y me acuerdo de que todos ellos ya no están, que casi todos abandonaron, y que yo persistí para rodearle a él de la fortuna más grande de la que he disfrutado en mi vida: ir en bicicleta al colegio.
Vivo apenas a unos metros de la casa de A. En el sótano de sus padres, vimos Martín Hache, La vida de Brian, vimos Airbag. Quiénes éramos y quiénes creíamos que íbamos a ser. Jóvenes hambrientos de ideología. Privilegiados del noroeste. Devoradores de vida. Motos, Martens, pantalones de campana y el pelo muy largo, el pelo, por supuesto, muy sano, mejillas rosas hormonadas, pañuelo palestino al cuello. Incapaces de reconocernos a salvo. Gente que tenía un sótano y que tenía un trozo de tierra con árboles. Yo quise también un sótano para mi hijo. Quise un suelo exterior al que salir descalzos. Lo quise y tuve la suerte de que pudo pasar.
Pero ahora ya no sé si volví por él o volví a por mí.
Este invierno crucé la pista del polideportivo municipal. Me llamaron para un cribado masivo de test de antígenos. Sentada en la silla de plástico, rodeada de mis vecinos, manteniendo la distancia de seguridad y esperando el veredicto, miré el marcador de la cancha central donde tantos partidos echamos. Recordé aquellas competiciones escolares de los noventa. De cómo el 14-1 se convirtió en 16-14 en una final. Mi test salió negativo.
No existen los regresos totales. Lo sé ahora. Porque aunque los paisajes permanezcan –este es el parque donde nos tocábamos, esta la roca donde cantamos a Silvio, este el atardecer sobre el Gasco que tanto le gustaba a tu madre–, no hay posibilidad de vuelta a lo que uno ya fue. No después del brillo de traer a un hijo, no después de haber clavado raíces en otras latitudes, no después de atravesar una pandemia mundial.
Con todo, daría lo que fuera por volverme a creer algunas consignas, por reabrir las leves heridas que nos hacíamos entonces, por cantar a voz en grito en las rocas “dónde vas triste de ti”. Dentro de unos años, los niños con los que mi hijo va al colegio crecerán y se marcharán de aquí, huirán de este lugar por comedido, de este campo acobardado por las urbanizaciones. Pero, tal vez, un día también tengan hijos y regresen. Y una noche de verano llamarán a la policía y se preguntarán en quiénes se han convertido.
Tal vez.
Torrelodones, agosto de 2021
En busca de las ciudades perdidas
Ver más
Para Carla y Belén, mi resistencia
_____
Aroa Moreno Durán es periodista y escritora. Su último libro es La hija del comunista (Caballo de Troya, 2017).