Ida y vuelta
En busca de las ciudades perdidas
Aprendí que las ciudades tienen una realidad alegórica desde que pasaron por delante de mis ojos Las flores del mal de Baudelaire. Caminamos sobre una realidad de carne y hueso, un escenario de calles, avenidas, edificios, esquinas, plazas, jardines, pasos de cebra, semáforos, comercios, guardias municipales y paseantes, un rumor de piedra que forma parte de nuestra vida cotidiana. Pero Baudelaire advirtió que su París lo había hecho y luego se había deshecho antes que él. Estaba condenado a vivir sobre una ausencia. Aquello que no estaba era una compañía que formaba parte de su urbanidad.
Los lectores habitamos muchas ciudades que ya no están, pero que laten en las paredes y los árboles y pueden tocarse con los ojos. Tiendo siempre a confundir mis sentimientos como lector y mis pasos como persona, así que empecé pronto a buscar ciudades en esa alegoría que son los escenarios de cualquier vida. Cuando descubrí las Obras completas de Federico García Lorca en la biblioteca que había en el salón de las visitas de la casa de mis padres, una habitación sagrada y puesta a salvo de los movimientos destructivos de seis hermanos, me sumergí en un mundo donde las cosas eran algo más que una apariencia. ¿Qué significaban la luna, el jinete, el limón, la fuente…? ¿Y Granada?
Tardé unos años en mezclar las cosas y descubrir que bajo las calles de mi ciudad, los caminos por donde navegaban los tranvías amarillos, los lugares por los que atravesaba para ir al colegio, a la casa de mis abuelos o al campo de fútbol, esperaba escondida otra ciudad en la que había vivido Federico García Lorca. Los escombros de una guerra, el silencio de una dictadura y el inevitable paso del tiempo habían cubierto un mundo que estaba ahí, bajo el carácter reservado de una ciudad por la que cruzaba sumergido el río Darro. También había sumergidas muchas conversaciones. En un poema de uno de mis primeros libros, “Sonata triste para la luna de Granada”, intenté evocar la ciudad en la que vivieron García Lorca y Falla, una energía cultural y económica en las primeras décadas del siglo XX, borrada por el golpe de Estado de 1936 y la ejecución del poeta.
Paseaba por lugares perdidos, por huellas de la memoria, por fechas, para hacerlas mías, para volver a habitarlas. Una parte de mi vida y de la de mis amigos consistió desde los años 70 en la tarea de recuperar la ciudad que había intentado borrar el fascismo. Visitar la Huerta de San Vicente o Fuente Vaqueros suponía un modo de buscar aliento para mover una cultura que transformase la vida. Bajaba la marea desde Sierra Nevada. La democracia no era para nosotros poder votar cada cuatro años, sino cambiar la atmósfera clerical y represiva del franquismo, sentir de otra manera a la hora de hablar de poesía, narrativa, teatro, pintura, música, política, sexo, amor, hombres, mujeres, pasados y antepasados. En esa libertad vibró también una nueva articulación territorial de la cultura. Para hacer carrera del poeta ya no hacía falta irse a Madrid o a Barcelona. La conciencia alegórica sirve para comprometerse con la realidad, igual que la memoria es un modo de caminar hacia un futuro elegido.
En los años 90 cambió mi vida y puse casa en Madrid, que fue como poner casa en otra ciudad perdida, inevitable costumbre de un lector. Conservo en la memoria una llegada a la estación de Atocha. Me bajo del tren y me están esperando en el andén Benjamín Prado y Rafael Alberti. Debe tratarse de una tarde de mediados de los años 80, aunque yo la retraso a la década siguiente, porque al empezar a convivir en Madrid con Almudena habité una ciudad de carne y hueso, pero también una alegoría, un rumor en el que estaban los personajes de Pérez Galdós, los cafés de Valle-Inclán o Azaña, la Residencia de Estudiantes, la Universidad de Giner de los Ríos o de Ayala, los amores de Alberti y María Teresa León, el compromiso intelectual de María Zambrano, los tres años de la defensa heroica contra el fascismo y la dictadura soportada en una mesa nocturna por Gabriel Celaya, Ángel González, Pepe Caballero Bonald y Juan García Hortelano. Ellos también me recibieron.
Este murmullo de las ciudades perdidas no tiene remedio para un lector. Me lo dice la Barcelona de Laforet, Matute, Marsé, Gil de Biedma, Barral, Goytisolo o Margarit. Siempre se viaja con unos zapatos que no distinguen entre la piedra y la memoria. Lo tuve que asumir del todo en un poema en prosa de Balada en la muerte de la poesía (2016) al hacer recuento de ciudades íntimas. García Lorca, Borges, García Márquez, Paz: “Bajaré a la ciudad vestido para el entierro. Al doblar la primera esquina, me encontraré con los pies fríos de Nueva York. Después de la segunda esquina, preguntaré por Borges ante las manos cruzadas de Buenos Aires. En el Distrito Federal de la tercera esquina me costará trabajo acostumbrarme a las mejillas hundidas de México. Más pálido que el tiempo de la separación, en la cuarta esquina de Bogotá habrá un nocturno de sombras repetidas. Cádiz callará anclada en la quinta esquina del horizonte”.
El poema acaba en Granada. Asumir que se habita en ciudades perdidas deja un día de ser un equipaje de lector para convertirse en una realidad biográfica. Quien avisa no es traidor y Baudelaire, al invitarme a vivir el mundo de las realidades alegóricas, me lo había avisado. Cuando regreso a Granada, a la ciudad en la que nací, tengo siempre la sensación de que vuelvo a casa. Vuelvo a Granada, vuelvo a mi hogar, cantaba Miguel Ríos mientras buscaba estrategias para convertir el rock en una parte más de la identidad española. Y es verdad, vuelvo a Granada, pero volver al hogar significa un aprendizaje de la desaparición.
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Muchas cosas con las que me cruzo en mi ciudad no son de mi ciudad. Otras muchas, casas, pastelerías, librerías, bares, pasos de cebra, personas, ilusiones, han desaparecido, aunque siguen formando parte de mi realidad. La ciudad que me hizo se ha deshecho, y la de hoy no es mejor ni peor, sino diferente…, tal vez inesperada. Puede uno caer en la renuncia, pensar que el mundo se acaba, o se puede vivir con la esperanza de formar parte de un palimpsesto, de una herencia con rastros del pasado en la nueva escritura. García Lorca paseó por El Albaicín sobre la memoria de los moriscos, yo caminé por la memoria de la Granada de los años 20. Es bueno esperar que alguien busque su mundo de hoy en la memoria de una ciudad de los años 80. Leer es elegir.
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Luis García Montero es poeta, Catedrático de Literatura Española en la Universidad de Granada y actualmente director del Instituto Cervantes.