'Centauros del Rif', el libro que rescata un episodio épico y olvidado de la guerra de Marruecos

Detalle de la portada de 'Centauros del Rif'

David Gómez

Toque de carga. Y el regimiento de caballería Cazadores de Alcántara número 14 responde de inmediato a la llamada. En plena retirada de Annual, lo que queda del ejército español del general Silvestre es hostigado por las tribus rifeñas de Abd elKrim. Por el camino, y en cada estación, miles de cuerpos se pudren bajo el ardiente sol del desierto. Monte Arruit es la única salvación posible para los españoles, pero para ello deben cruzar el río Gan, donde los espera el enemigo atrincherado, sediento de sangre y venganza.

Junto al líder del Alcántara, el teniente coronel Fernando Primo de Rivera, cabalga un testigo de excepción: Luis Codrán. Como periodista, su obligación es narrar la crónica de la jornada. Todos y cada uno de los hombres tiene un deber en la carga de caballería que está por venir. Y nadie, ese 23 de julio de 1921, puede mostrar cobardía.

Aventura de tintes épicos y trágicos David Gómez rescata en Centauros del Rif, su segunda novela, un episodio olvidado de la guerra de Marruecos. Con exquisita delicadeza narrativa, y una mezcla casi perfecta de ficción y realidad, es esta una historia de lealtad, valor, amor, muerte y amistad.

infoLibre adelanta un extracto de esta novela histórica que llega a las librerías este mes de septiembre de la mano de la editorial Edhasa.

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Madrugada del 22 de julio, 1921. Campamento Annual, a 107 km de Melilla

Despertar de la pesadilla no siempre significa regresar a un lugar confortable, cómodo y seguro. La realidad puede ser más oscura, tenebrosa y mortal que el más terrible y angustioso sueño que hayamos tenido. Porque, en ocasiones, por mucho que corras, no puedes escapar.

No fueron los gritos agonizantes de los soldados luchando por su vida o muriendo acuchillados en plena batalla, ni los ya familiares sonidos de las descargas de fusil impactando en los sacos terreros, sino el estruendo de las balas de cañón sobre el terreno árido y pedregoso de Igueriben lo que despertó bruscamente al joven. Se incorporó sobresaltado y, durante unos angustiosos segundos, miró a su alrededor con la respiración agitada. Al fin, suspiró. Se encontraba en un lugar distinto de todo aquel infierno onírico aparentemente ficticio. Más calmado, se tumbó de nuevo en el camastro, aunque sin dejar de mover la cabeza de un lado para otro, tal vez, intentando olvidar lo sufrido para negar la terrible realidad.

–Tranquilo, estás a salvo, todo ha pasado.

Una voz femenina le hizo abrir los ojos de nuevo. Por un momento creyó que se encontraba en Madrid, en su casa.

 –Procura descansar. Bebe esto –dijo ella.

Y aquel instante, aquel fugaz momento de felicidad, desapareció como el relámpago que refulge en la tormenta para enseguida extinguirse y volver a la oscuridad.

La mujer, sentada junto al catre, acercaba a los labios resecos y agrietados de un desconcertado Codrán una cuchara con la sopa que, humeante aún, llenaba un cacillo colocado sobre una caja de madera.

           –Despacio, no quiero que te suceda como a otros…

           –¿Quién es usted? –preguntó con recelo.

           –Una amiga.

           –¿Qué les ha pasado a los otros? –se interesó, fatigado.

           –Llegaron al campamento exhaustos y sedientos, bebieron agua hasta reventar... Los pobres han muerto… Lo lamento de veras. Te llevarán a Melilla. Varios heridos ya han salido en los camiones, y en poco tiempo tú también marcharás en un «rápido», con una escolta de caballería. El viejo no quería dejarte ir hasta saber que estuvieras bien.

–¿Qué día es? ¿Qué hora es? –Codrán, desorientado, trataba de ubicarse.

–Pues es temprano o tarde..., según se mire –respondió ella, indolente.

–No entiendo... ¿Qué ocurre? –insistió Codrán.

–El campamento está rodeado. Manolo… El general Silvestre y los demás oficiales están reunidos –explicó al fin la mujer mientras le ofrecía otra cucharada–. Seguramente estarán decidiendo qué hacer: pelear y morir o correr y morir. Absurdo. ¿No crees?

–¿Absurdo?

–Todo esto –dijo, pensativa–. La guerra, el poder, la vida...

Codrán sintió una urgencia repentina por ver a Silvestre; debía hablar con el general. Intentó incorporarse, pero al momento se dio cuenta de que todo el cuerpo le dolía, como también la garganta, le quemaba cada vez que tragaba el líquido que aquella misteriosa mujer le daba.

           –Espera, no debes moverte. Tienes que descansar. Todo ha terminado para ti, pronto estarás en casa –susurró ella, impidiendo que se levantara.

           –¿Terminado? Esto no ha hecho más que empezar. Debo ver a Silvestre, él me conoce, soy amigo de su hijo, de Bolete –protestó.

           –El general, como te he dicho antes, está reunido con los oficiales y no atiende a nadie. Ni a ti, ni a mí. Sé de lo que hablo, muchacho. Silvestre sólo escuchará a Silvestre –se lamentó–. Bebe, debes reponer fuerzas.

La mujer le dio otra cucharada de sopa.

–¿Qué hora es? ¿Dónde está mi camisa? –insistió el joven.

Ella, al ver imposible que se tomara la sopa, dejó el cazo sobre la caja.

–Tu camisa, o lo que quedaba de ella, está ahí colgada. –Señaló entonces el mástil de la tienda cónica–. Te la quitaron los enfermeros para poder limpiarte y refrescar tu cuerpo. Ahí tienes una camisa limpia del oficial que se aloja en esta tienda y... Bueno, si tanto te interesa saberlo –la mujer se levantó y cogió un reloj que había en una mesa–, toma, es tuyo, tú mismo puedes verlo. –Se sentó de nuevo y tomó el cacillo de sopa.

Luis sintió una punzada en el corazón al notar entre sus manos aquel reloj de bolsillo Omega. Su padre se lo había dado en la estación de Atocha el día de su partida a Melilla, y eran demasiados los recuerdos: su padre, Benítez, sus camaradas de Igueriben, su madre con ojos llorosos aquella mañana en el andén... Abrió la tapa de plata, rozada y ya sin brillo, y vio la hora.

–Las cinco..., las cinco de la madrugada. ¿Cuánto he dormido?

Pero la mujer no tuvo tiempo de contestar, porque en ese momento el coronel Morales, jefe de la Policía Indígena, irrumpió en la tienda. En cuanto oyó el roce de levantar la lona que cubría la entrada, ella se giró, sobresaltada.

–Por fin te encuentro.

–Hola, viejo –contestó la mujer con desgana.

           –El general quiere verte –indicó Morales.

–Lo estaba esperando –repuso con voz cansada. Se levantó, no sin antes poner un trozo de tela empapada en agua en la frente del joven–. Suerte, chico. Ha sido un placer conocerte –se despidió, algo aliviada por separarse al fin de aquel enfermo tan difícil.

Al pasar junto a Morales, junto a la entrada, apoyó la mano en el hombro del militar y le dio un beso en la mejilla.

'Nicomedes Méndez, el verdugo de Barcelona' entre 1877 y 1908, funesto creador del garrote catalán

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–Ten cuidado, viejo.

El hombre asintió con afecto. Se miraron por unos instantes, y finalmente, ella, tras un par de toques suaves en el hombro de Morales, se marchó.

Idiotas –dijo cuando dejó caer la lona tras de sí al salir de la tienda.

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