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Al Congo con libros

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Sara Gutiérrez | Eva Orúe

Hay un Congo real y uno mítico, conocemos este y creemos saber algo de aquel. El mito del Congo lo crea Joseph Conrad con El corazón de las tinieblas en 1899, explica el editor Eduardo Riestra. “Hasta entonces era la tierra virgen a donde las potencias occidentales habían acordado llevar el progreso, la civilización y el cristianismo. Pero Conrad abre los ojos a la realidad, en que la idea idílica se trasforma en un infierno real”. Lo que está ocurriendo es un genocidio, uno de los más atroces genocidios, solo comparable a los de Stalin, Pol Pot o Hitler. “Un asunto nunca tratado suficientemente, ni por Gide en su libro ni desde luego por los propios belgas, que lo silenciaron a lo largo del siglo XX. La postura belga ante la atrocidad es la de Tintín en el Congo”.

El libro de André Gide al que Riestra se refiere es Viaje al Congo. “Los compañeros de travesía: administradores y comerciantes. Creo que somos los únicos que viajan ‘por placer’”, escribe. “¿Qué va a buscar allí?”, le preguntan; “Espero a estar allí para saberlo”. Y a continuación explica que se lanzó a este viaje “como Curcio al abismo”. Más allá del exceso de la comparación, Gide confiesa que ya no le parece que fuera él quien lo había decididó, aunque durante meses su voluntad le empujara, “sino más bien que fue algo que se me impuso por una especie de fatalidad ineluctable, como todos los acontecimientos importantes de mi vida”. Era un proyecto de juventud realizado en la edad madura: “no tenía ni veinte años cuando me prometí hacer este viaje al Congo; de eso hace treinta y seis años”.

Del cómic de Tintín se ha hablado mucho, sobre todo se habló cuando un ciudadano congolés reclamó su prohibición o la introducción de una advertencia sobre su contenido. Cabe recordar que la primera edición de la obra data de 1931, cuando el Congo era una colonia belga, y presenta a los congoleses como “idiotas, perezosos, incivilizados e incapaces de hablar correctamente”, según denunció ante el tribunal el abogado de la acusación. “La historieta incluye imágenes y diálogos basados en la ideología de la época, que propugnaba la superioridad del hombre blanco sobre el negro para justificar el colonialismo”.

Una de las viñetas de 'Tintín en el Congo', de Hergé.

El propio Hergé, que escribió la obra a los 23 años y sin haber pisado el país, admitió en 1949 que se alimentó “de los prejuicios de la época”.

La finca de Leopoldo

Eduardo Riestra ha publicado varios títulos relacionados con lo sucedido en el corazón de África, entre otros, La tragedia del Congo, que reúne cuatro textos ilustrados con fotografías de las víctimas que denuncian los atropellos perpetrados en el Congo por el rey belga y sus esbirros: una carta abierta de G. W. Williams al monarca, el informe que Roger Casement, cónsul británico, escribió para el entonces secretario de Asuntos Exteriores, un texto periodístico de Conan Doyle con su (“El crimen del Congo”) y otro de Mark Twain.

“Leopoldo convoca en 1876 en Bruselas una Conferencia Geográfica en la que plantea la creación de una Asociación Internacional Africana, para llevar el progreso al África central. Unos años después aquello devino en la creación del Estado Libre del Congo, que en la práctica era una finca privada del rey de los belgas, en la que el periodista aventurero Henry Morton Stanley ejercía de capataz”, explica Riestra. El resultado fue que en diez años perdieron la vida más de diez millones de personas, y otras muchas sufrieron amputaciones en manos y pies, torturas y azotes con látigos de piel de hipopótamo. “Todo esto como consecuencia de una intensiva campaña de extracción de caucho para beneficio particular del sátrapa belga”.

Pero, si hablamos del Congo, el nombre que siempre sale es el de Conrad. Nacido en la actual Ucrania en 1857 y afincado en Inglaterra, Conrad “era un joven marino cuando en junio de 1890 llegó al Congo. Todavía no había publicado ningún libro, aunque en su equipaje llevaba los primeros capítulos manuscritos de una novela, La locura de Almayer. Durante los años anteriores había navegado en buques mercantes, como oficial y como capitán, por los mares del Sur, pero su mayor deseo, que alentó desde niño, era viajar a África”. Javier Reverte, que recorrió esas tierras y nos las contó, explicaba la génesis de El corazón de las tinieblas (“un alegato contra la colonización belga, pero no contra el imperialismo”, precisa Rafael Narbona). Conrad, no sin mover hilos, consiguió un contrato para capitanear el vapor Roi des Belges para la compañía que explotaba las riquezas del Estado Libre del Congo. Su primera misión consistió en viajar río Congo arriba para recoger en una lejana estación del río a un agente de la empresa gravemente enfermo. “Navegando por el río Congo, dejé de ser un animal para convertirme en un escritor”, admitió años después.

Sin embargo, Conrad no defendió a Casement cuando este es detenido, difamado a través de los "black diaries" y finalmente ejecutado por alta traición. “No se une a la campaña que lleva a cabo Conan Doyle para salvar su vida, a pesar de que se habían conocido en el Congo y Casement le había ayudado en su viaje ―explica Riestra―. Conrad, por su origen polaco, temía interferir en asuntos internos de los ingleses. Hay que recordar que todo esto se desarrolla en medio de la Gran Guerra”.

Las tinieblas de nuestro corazón

Lo cierto es que la imagen del Congo ha quedado para siempre marcada por lo que Conrad nos contó de él, un relato de ficción muy pegado a su propia experiencia y a la realidad histórica. Y que la evolución reciente de los acontecimientos no ha conseguido alterar. Porque, como explicó David Van Reybrouck, autor de la monumental Congo, la hoy República Democrática del Congo representa la versión superlativa de la tragedia. “Es un país de extremos: superficie enorme [casi cinco veces España], ríos desmesurados, paisajes hermosísimos, multitud de grupos étnicos, de lenguas... y, al mismo tiempo, extremo en su miseria, en la violencia, en la obstinación por no mejorar. ¡Cuántas décadas de sufrimiento! Treinta y dos años con Mobutu, casi veinte con Kabila, antes la ocupación belga... También es superlativa su belleza, su abundancia. El Congo tiene todas las bazas para salir del atolladero, y ocurre justo lo contrario. Es la maldición de los recursos naturales. Quizá sería un país más estable y rico si hubiera vivido de la agricultura, si no tuviera tanto potencial mineral, porque los intereses de las multinacionales han debilitado el Estado y las únicas beneficiadas han sido las élites locales.”

Y a pesar de toda esa fama, José Antonio Segura Iglesias no lo dudó cuando le propusieron trabajar allí. “Pasó apenas una semana desde que me avisaron hasta que aterricé en el Congo, de modo que tuve poco tiempo para ponerme al día respecto a la dura historia de estas tierras”.

Él nunca había estado en un país subdesarrollado, y le impactó desde la misma noche de su llegada. “Es tan diferente todo a lo que nos rodea que es complicado explicarlo en dos líneas, por eso me animé a contar mis Crónicas desde el Congo. Apenas hay calles asfaltadas, luz, edificios de obra; todo parece caótico (tráfico, policía, sanidad, ordenación urbana) y cuesta acostumbrarse a lidiar con todos los imprevistos que no tenemos en un país como España (lluvias torrenciales que se lleva una carretera y nunca más se reconstruye, periodo de elecciones en los que no se puede salir en vehículo motorizado, altercados, fiestas, controles policiales)”.

Siete años pasó en esas tierras, siete años en los que aprendió mucho. “La forma de ser de sus habitantes, aparentemente despreocupados en lo que nos estresa a nosotros (el trabajo), pero volcados en disfrutar de la vida, en compartir con el prójimo, en definitiva, en tener el corazón más grande que el bolsillo. Los paisajes de colores infinitos. El sonido de la selva. El sabor de los alimentos, desde las verduras o la fruta al pollo. Hace ya dos años y medio que regresé a España y no tengo más que cerrar los ojos para volver a revivir todas estas sensaciones.”

Sea. Sin embargo, podemos apostar y no perderemos que, si pedimos a los ciudadanos del mundo que cierren los ojos y piensen en el Congo, muchos verán surgir el rostro de Marlon Brando, el Kurtz que imaginó Francis Ford Coppola a partir de la novela de Conrad.

Dice Rafael Narbona que, para comprender a fondo El corazón de las tinieblas, necesitas la intuición de un poeta. En 1926, T. S. Elliot escribió The Hollow Men (Los hombres huecos), poema que Brando lee en Apocalypse Now: Somos los que han cruzado con ojos ardientes al otro Reino de la Muerte; nos recuerdan ―si es que nos recuerdan― no como almas extraviadas y violentas, sino como los hombres huecos.

Y así acaba el mundo.No con un estallido, sino con un sollozo.

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“Estamos en el siglo XXI y el mundo no ha acabado, pero se escucha su sollozo. El progreso, lejos de impulsar un avance moral, nos ha convertido en hombres huecos y no se cansa de maltratar a la Naturaleza. Quizás el horror no es el grito que surge de lo más profundo de la selva, sino del corazón de la civilización”, concluye Narbona. Tal vez, lo apunta Albert Sánchez Piñol (autor de La piel fría y de Pandora en el Congo, de indudable inspiración conradiana) en el prólogo a El cor de les tenebres: “El auténtico corazón de las tinieblas se encuentra en las tinieblas de nuestro corazón”.

Marlon Brando como Kurtz en Apocalypse Now, adaptación cinematográfica de Francis Ford Coppola.

Hay un Congo real y uno mítico, conocemos este y creemos saber algo de aquel. El mito del Congo lo crea Joseph Conrad con El corazón de las tinieblas en 1899, explica el editor Eduardo Riestra. “Hasta entonces era la tierra virgen a donde las potencias occidentales habían acordado llevar el progreso, la civilización y el cristianismo. Pero Conrad abre los ojos a la realidad, en que la idea idílica se trasforma en un infierno real”. Lo que está ocurriendo es un genocidio, uno de los más atroces genocidios, solo comparable a los de Stalin, Pol Pot o Hitler. “Un asunto nunca tratado suficientemente, ni por Gide en su libro ni desde luego por los propios belgas, que lo silenciaron a lo largo del siglo XX. La postura belga ante la atrocidad es la de Tintín en el Congo”.

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