Elogio de la brocha gorda
Tengo una teoría: los grandes avances de la pintura se han fraguado en las paredes. No es la primera vez que me empeño en esta hipótesis, pero, como es verano, intentaré hacer la historia corta. En 1630, Velázquez andaba por Italia en quehaceres funcionariales (los grandes maestros huyeron de la bohemia como de la peste: denme una nómina y déjense de milongas). Entre copias de los grandes maestros y retratos de papas, princesas y notables, un buen día, el pintor sevillano se pasea por Villa Médicis y se detiene delante de una serliana, que es una construcción de varios arcos con dintel que gustaba mucho a los arquitectos renacentistas. La construcción está rematada por una balaustrada, desde la que un hombrecillo parece desplegar una tela blanca. En el suelo, dos hombres con sombrero departen junto a un busto de mármol.
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El cuadrito está en El Prado, es casi cuadrado y cada lado mide poco menos de cincuenta centímetros. Está pintado lo justo: el busto (los estudiosos creen que es Hermes) es apenas una mancha gris delineada con tres trazos claros y un par de líneas oscuras. Las caras de los personajes están apenas abocetadas y la estatua que adorna uno de los vanos de la estructura es completamente irreconocible. Sin embargo, Velázquez se recrea en lo que detiene la mirada: los tablones que ciegan el vano de la arquitectura; la negrura sucia que trasluce por el arco de medio punto y, sobre todo, en el muro de cipreses que casi tapa el cielo.
Los historiadores del arte (gente respetabilísima) ven en esta obra un anticipo del impresionismo, de la pintura del XIX. Vayamos hasta entonces. Sin salir del Prado (que es lo mejor con estas calores), vamos hasta los Marroquíes de Fortuny. Don Mariano comenzó el cuadro en 1872 y tardó dos años en rematarlo. Y eso que es nada: una tablita de trece por diecinueve centimetrillos. Es una de esas escenas orientalizantes que dan dentera: en el centro, un beduino vestido de azul monta sobre su caballo. Tras la silla, asoma un sable. A su izquierda, un perro lo interroga con la mirada. Sigue una mujer y un chiquillo, que reposan en el suelo frente a una olla. En el extremo, un paisano vestido de blanco sujeta sobre el hombro un rifle larguísimo. Descrito así, el cuadro no tiene ningún interés. Pero si prescindimos de la amigable comparsa, un paredón capta nuestra atención. Una admirable mole blanca, con brochazos azules, amarillos y verdosos, primorosamente pintada, cubre la trasera de la escena. Apenas lo interrumpe un rectángulo verde, jalonado de ramajos secos a medio esbozar. Fortuny, el exitoso pintor a la perfecta moda de mil ochocientos, está al final de su vida y ha encontrado una pared blanca en la que desquitarse de los deplorables temas del arte de su época.
Los artistas, ustedes lo saben, tuvieron que pagar durante siglos el peaje de la figuración. Nadie tiene un pintor de cámara para que le pinte chorreones (como Pollock), rectangulitos (como Rothko) o rayas con escuadra y cartabón (como Mondrian). Costó muchos siglos librarse de los modelos. Cuando voy a los museos, me gusta mirar las paredes, los tablones y muretes de los cuadros figurativos y fantasear con la idea de que ahí, en ese escueto espacio de experimentación, el artista se está liberando de tanta infanta, cardenal y archiduque. La losa es muy pesada. Basta recordar uno de los mitos fundacionales de la pintura: aquella competencia entre Zeuxis y Parrasio. La historia, que la cuenta Plinio el Viejo, dice que Zeuxis pintó un ramillete de uvas con tanta fidelidad que los pájaros cercanos intentaron picotearlas. Ufano, le dijo a su competidor que retirase la tela que cubría su cuadro. «Hazlo tú mismo», le respondió el otro. Entonces, el pintor se quedó asombrado al descubrir el excelente trampantojo. «Yo he engañado a los pájaros, Parrasio me ha engañado a mí».