Cinema Paradiso
Encuentro con lo (monstruoso) real
Qué momento vital tan incómodo puede llegar a ser la infancia. Uno actúa de la manera que considera más oportuna, creyendo que la decisión que toma en cada situación es la única posible, la más lógica, y sin embargo nada encaja y cada tesitura acaba en un desastre donde todas las personas implicadas salen perdiendo. ¿Cómo aprender a convivir con los demás cuando sientes que nadie te comprende, cuando nada de lo que haces cuadra con las expectativas de la sociedad donde vives? Este es el gran dilema de Max (Max Records), el protagonista de Donde viven los monstruos. El niño se siente tremendamente solo porque nada a su alrededor funciona como a él le gustaría. Aparentemente sin amigos, su hermana no quiere pasar tiempo con él, mientras su madre (Katherine Keener), aunque lo adora, no puede dedicarle todo el tiempo del que dispone. El joven es un chico muy sensible y lleno de amor, pero también es egoísta, impulsivo y carente de empatía. Todo tiene que suceder de la manera que él desea cuando él lo considera oportuno, y si esto no se cumple, el resultado siempre es una violenta orgía de gritos y pataleos. Cuando una noche su madre invita a su novio a cenar en vez de pasarla jugando con su hijo, el protagonista entra en cólera hasta el punto de morder a su progenitora en el hombro, lo que supone un punto de inflexión que provoca drásticos cambios en el interior de un niño demasiado perdido en el mundo adulto.
Tras esta introducción comienza el verdadero meollo de Donde viven los monstruos. El protagonista huye corriendo de casa, en medio de la noche, sin ningún destino concreto al que llegar. Tras recorrer unas calles del área residencial de clase media donde vive, se adentra en lo que parece ser un bosque, descubriendo nada más entrar que al otro lado se encuentra el mar, con un bote esperándolo para zarpar hacia un lugar desconocido, un mundo donde conocerá a una serie de monstruos igual de radicales en un comportamiento muy similar al del propio Max. Con ellos tratará de organizar una comunidad donde, por fin, seres como él puedan ser felices. El viaje físico que relata la cinta podría entenderse, en realidad, como un viaje interior: el de un niño que, tras alcanzar un punto crítico, comienza a enfrentarse a sí mismo, tratando de comprender cómo funciona tanto su mente como la de los demás. Analizándolo desde este punto de vista, el filme de Spike Jonze representa de manera metafórica cómo se construye la psicología de un niño, con toda la desbordante imaginación, los sentimientos a flor de piel y las ideas locas que esta conlleva. El autor adapta al cine el libro infantil Where the wild things Are, escrito e ilustrado por Maurice Sendak. Realizando labores de guionista junto con Dave Eggers, Jonze demuestra nuevamente, tras su colaboración anterior con Charlie Kaufman, su talento a la hora de convertir en imágenes ideas que van de lo más fantasioso a lo directamente surrealista, siempre sin perder de vista el enfoque dentro del realismo.
Fotograma de Donde viven los monstruos, de Spike Jonze.
La manera de representar el conflicto interno que vive el protagonista se muestra mediante el enfrentamiento con diferentes personalidades, las de los diferentes monstruos que habitan este paraje desconocido, cada una de las cuales representa aspectos clave de la suya —su ira y su cabezonería, su amor incondicional hacia sus seres queridos, la facilidad con que se deprime, la necesidad de recibir atención constante, la sensación de que nadie lo escucha, etc. Dentro de estas destaca la de Carol —al que puso voz James Gandolfini—, el líder de los monstruos, que representa el aspecto dominante de la personalidad de Max. Bienintencionados ambos, a la par que impulsivos y agresivos, la conexión que establecen es inmediata: simplemente se identifican el uno con el otro, lo que facilita un chorro de empatía que ayudará a la dinámica de la relación. Con la misma facilidad, también emergen una serie de conflictos entre los dos personajes, una situación que será clave para que Max pueda ganar perspectiva sobre la vida. Carol funciona como un espejo deformante donde el protagonista se mira: se ve reflejado, pero al mismo tiempo ciertas características de su personalidad son exageradas, lo que permite que el joven pueda entender por qué sus actos pueden ser dañinos para la gente que lo rodea.
A su vez, estas vivencias desencadenan en Max el descubrimiento de nuevos aspectos de su personalidad, a través de la interacción, menos intensa en emocionalidad y tiempo compartido, con el resto de monstruos. En conjunto, Max experimenta lo que se podría denominar, en términos lacanianos, un encuentro con lo real: ese momento cuando una persona, que tiene establecido todo un sistema de creencias con las que explicar el mundo, descubre cómo es verdaderamente la vida en cierto aspecto concreto —en este caso, cómo relacionarse con los demás— y sufre una conmoción emocional y psicológica que lo lleva a madurar y comprenderse un poco mejor a sí mismo. Al interaccionar con estos seres fantásticos y sufrir toda una serie de conflictos —básicamente, fallas en la comunicación que se resuelven mediante gritos, enfados y estallidos de violencia—, Max no solo aprende a convivir mejor en sociedad, sino que descubre hasta qué punto el origen de todos sus disputas en el mundo real es él mismo: sus valores, su personalidad, sus impulsos y su, hasta entonces, carencia de empatía. Cuando sufre en sus propias carnes todo aquello que hasta entonces había estado ejerciendo sobre sus allegados, por fin comprende que la flexibilidad, el diálogo, la negociación y la asertividad son los valores que lo podrán guiar hacia una vida con mayor paz interior.
Fotograma de Donde viven los monstruos, de Spike Jonze.
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La cinta, en su conjunto, juega en un estado de excitación permanente. Siendo el reflejo en imágenes del mundo interior de una persona emocionalmente inestable, la película establece un tono intenso, donde cada escena destaca por la cantidad de sentimientos diferentes que ofrece, todos ellos a flor de piel. En este contexto resulta imprescindible un manejo fino de las dinámicas narrativas, por un lado para no embarullar la exposición de ideas con un sinfín de vaivenes emocionales, y por otro para no pasarse ni quedarse corto con el nivel de intensidad sentimental. El carrusel de sentimientos durante el primer encuentro entre Max y los monstruos, desde que es amenazado con ser devorado hasta que se convierte en el líder indiscutible de la manada, es un ejemplo que representa la naturalidad con que fluyen las emociones en el filme.
A pesar de que Spike Jonze se convirtió en un director de culto probablemente gracias a los formidables libretos de su compañero Charlie Kaufman, obviar su talento como creador de imágenes sería un error de bulto. Si bien en sus dos primeras obras, Cómo ser John Malkovich y Adaptation: el ladrón de orquídeas, la genialidad de la historia se imponía a la puesta en escena, pronto el realizador estadounidense comenzó a dirigir filmes donde una trama menos avasalladora dejaba respirar a las propuestas visuales que el autor planteaba. Tal es el caso de Donde viven los monstruos o la posterior Her, sendos ejemplos de delicadeza y tacto a la hora de tratar relatos complejos, donde el manejo del tono resulta esencial para no caer en el ridículo. En el caso de la cinta que nos ocupa, nada funcionaría si no fuera por el entendimiento que Jonze muestra del universo que se propone construir, y especialmente del protagonista al que da forma con sus imágenes. Es así como puede comprenderse que algo tan simple como un jugueteo de un niño con la media que lleva puesta su madre se convierta en un gesto cargado de un sinfín de matices. O lo que es lo mismo, es así como se pudo descubrir que detrás del formidable efectismo visual de un director curtido en el mundo del videoclip se escondía una alma sensible y cargada de inteligencia emocional.