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'Esclavos del Tercer Reich: Los españoles en el campo de Mauthausen'

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Gutmaro Gómez Bravo y Diego Martínez López

Esclavos del Tercer Reich: Los españoles en el campo de Mauthausen es la nueva obra de Gutmaro Gómez Bravo y Diego Martínez López. Este libro pretende narrar y mostrar historias de perdedores. Perdedores de aquellos conflictos bélicos como lo son las guerras, ya sean civiles o mundiales, y especialmente pone el foco en aquellos que fueron esclavizados por el Tercer Reich hasta la extenuación y la muerte. Una abundante documentación sobre los campos de exterminio permite a los autores elaborar un complejo trabajo de investigación que introduce de lleno el caso español dentro de los estudios del Holocausto y de la historiografía internacional especializada. infoLibre publica un adelanto de este libro, editado por Cátedra, que llegará a las librerías el próximo 15 de septiembre.

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Soy el sargento Jack H. Taylor de la marina estadounidense, natural de Hollywood, California. He estado trabajando en territorios ocupados en los Balcanes durante 18 meses. Fui el primer oficial aliado en ser desplegado en Austria en octubre de 1944. Fui capturado en diciembre por la Gestapo en Viena, brutalmente golpeado; con el brazo roto fui enviado a una prisión vienesa durante cuatro meses, donde subsistí exclusivamente a base de un poco de sopa y una corteza de pan al día. Cuando los rusos se aproximaron a Viena, se nos envió a este campo de concentración, el peor de toda Alemania. He visto y oído historias terribles aquí en este lager. He descubierto en los últimos días que yo mismo había sido condenado a muerte. Me he enterado en los últimos días de que un oficial de la marina americana —aquí tengo parte de su uniforme— fue gaseado el 12 de abril de este año [1945]; aquí tengo las chapas de identificación de un oficial del Ejército que fue ejecutado en el mes de abril de este año. Aproximadamente 1.100 hombres han sido diariamente asesinados o han muerto por inanición durante el mes de abril de este año. Los nazis trataron de deshacerse de todas las evidencias existentes. Teníamos tres crematorios y una gran fosa común en las montañas para enterrar a los muertos. Eran asesinados principalmente de seis maneras diferentes: por gas; fusilados; de hambre; empujados desde un acantilado de más de 30 metros de profundidad; por mordeduras de perros; mediante la exposición a los elementos durante el invierno, forzando a que permanecieran desnudos en la nieve durante más de 48 horas, tras lo cual, si sobrevivían, se les arrojaba un cubo de agua helada por encima. Aquí las condiciones de hambre son demasiado extremas para imaginarlas. Los hombres han estado en el así llamado «hospital» devorándose a sí mismos; canibalismo, yerba, cualquier cosa que pudieran comer. Cinco y seis hombres en una sola cama.

Esta es la transcripción del testimonio del sargento estadounidense Jack H. Taylor. Fue filmada a las puertas del campo de Mauthausen tras su liberación, entre los días 7 y 8 de mayo de 1945, por la XI División Acorazada del Ejército de los Estados Unidos. Apenas un mes antes, con el sonido de las tropas aliadas cada vez más cerca, los responsables del campo ordenaron construir dos nuevos crematorios para multiplicar la capacidad de eliminación de los cadáveres. En uno de ellos participó este hombre, el oficial de marina y agente de inteligencia estadounidense Jack Taylor, capturado en diciembre de 1944, torturado por la Gestapo y enviado a Mauthausen para ser ejecutado2 . Taylor, de acuerdo con sus compañeros españoles y, muy particularmente con «Jacinto», su kapo, trató de dilatar lo máximo la terminación de las obras de los nuevos crematorios. Sin embargo, los SS Hans Prellberg y Martin Roth se percataron de la estratagema y los forzaron a terminar la obra en 24 horas, bajo pena de inaugurar los hornos con sus propios cadáveres. Sin tiempo que perder, el domingo 10 de abril de 1945, los responsables del campo pusieron la maquinaria destructiva a trabajar sin descanso. Los elegidos para «bautizar», en palabras de Taylor, las nuevas instalaciones fueron los 367 reclusos del último transporte de prisioneros checos que habían tenido la desgracia de llegar, a pie, a Mauthausen.

Los recién llegados, entre los que se encontraban 40 mujeres, fueron inmediatamente gaseados e incinerados a fin de eliminar cualquier resto o prueba del crimen cometido. La operación se repitió hasta el despliegue de las tropas aliadas. Tras la liberación del campo, con la llegada de la Cruz Roja y de los servicios médicos, los estadounidenses inspeccionaron las instalaciones del campo y su red más cercana. La visita duró dos días, y en el transcurso de esta detuvieron a cientos de alemanes pero también a 17 presos acusados de colaborar con los nazis. Entre ellos había cinco españoles. En su informe final añadieron declaraciones como la del médico checo Stransky Milos, empleado en la Oficina Política del campo y responsable de quemar los documentos relativos a la ejecución del propio Taylor, que tenía que haberse llevado a cabo el día 28 de abril. Tan solo era el comienzo del material probatorio de la acusación de crímenes de guerra, más conocidos como los «juicios de Núremberg» . El siguiente fragmento del informe de aquella inspección muestra la degradación total en la que encontraban el recinto y sus pobladores. «El hedor a carne podrida permeaba la atmósfera. Los edificios de madera estaban asquerosos [...]. Los prisioneros defecaban en cualquier parte. Los presos tenían escasa o ninguna ropa. Ser enviado al Sanitätslager significaba una muerte segura. Pocos o ninguno de los presos que fueron remitidos allí ha salido con vida» . Estas imágenes filmadas por los aliados al entrar en los campos nazis golpearon la atormentada conciencia mundial. Su impacto asentó la reconstrucción de posguerra sobre la noción de crímenes contra la humanidad y los derechos humanos.

El juicio a los cinco «kapos españoles», detenidos por figurar en la documentación del campo como empleados de confianza, tuvo lugar del 9 al 21 de julio de 1947. Fueron acusados de golpear, torturar y causar la muerte de miles de personas en Mauthausen, Gusen y Hartheim. La defensa alegó que eran víctimas del sistema concentracionario nazi y que no podrían haber sobrevivido de otra forma. La acusación reconoció que ninguno de los juzgados era delincuente ni criminal antes de la guerra, pero que fue en Mauthausen donde adquirieron esa condición fatal contra sus propios compañeros. Todos fueron considerados criminales de guerra con independencia de su nacionalidad o las de sus víctimas, entre las que se encontraban 5.000 de sus propios compatriotas. Los españoles que habían sobrevivido al infierno compartían otra condición: no podían pedir amparo a ningún gobierno. El regreso a sus lugares de origen era imposible, pues les esperaba un nuevo encierro y una situación más que incierta en España. Su caso, poco conocido en nuestro país, sentó jurisprudencia en Estados Unidos y todavía es citado como precedente en la aplicación de la doctrina de la justicia universal. A pesar de lo que habían sufrido y del nuevo orden surgido tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, no recibieron el estatus de refugiados internacionales hasta 19515 .

No es casual, por tanto, que proliferen en nuestros días visiones revisionistas y negacionistas que tratan de destruir esa raíz. En la era de la posverdad, las fuentes de archivo son, más que nunca, fundamentales y básicas, sobre todo por su enorme valor probatorio. El estudio de los libros de registro de los fallecidos en Mauthausen, que en 2019 el Ministerio de Justicia español encargó al Grupo de Investigación Complutense de la Guerra Civil y el Franquismo (Gigefra), fue el comienzo y la razón de la escritura de este libro. Se trataba inicialmente de cumplir una función reparadora y legal para inscribir el fallecimiento de estos miles de personas en el Registro Civil, ya que nunca se había hecho, pero tenía también una indudable dimensión histórica, al romper con la inercia tradicional de mantener desvinculada la dictadura franquista de la Alemania nazi . Esta es la historia de los perdedores, de todos los perdedores de las guerras, civiles o mundiales, y, especialmente, de los que fueron esclavizados por el Tercer Reich hasta la extenuación y la muerte. La mayoría murieron allí, muy lejos de su lugar de nacimiento, solos; desaparecieron apenas siendo un número, víctimas de una lógica y un contexto de odio que se habían empezado a generar mucho antes.

La ocupación alemana y el establecimiento del gobierno colaboracionista de Vichy fueron decisivos en ello, como veremos, pero ya antes los españoles flotaban en un limbo jurídico que terminó precipitando su deportación masiva hacia el interior de Europa. La lentitud en la tramitación y, finalmente, la denegación de su protección los convirtieron automáticamente en extranjeros indeseables. El sistema de la Sociedad de Naciones y el precario equilibro europeo de entreguerras se extinguían, y, con ellos, las garantías y los derechos, empezando por la nacionalidad, de las minorías y grupos de desplazados que vagaban en tierra de nadie. Sus consecuencias inmediatas fueron terribles para miles de personas deportadas para realizar trabajos forzados y, paulatinamente, eliminadas una vez comenzada la Segunda Guerra Mundial. De ahí que cualquier similitud o intento de apropiación de aquella experiencia quede hoy fuera de lugar. No solo porque corre el riesgo de banalizarla, como tantas veces se ha dicho parafraseando a Hannah Arendt, sino porque desvirtúa su memoria y su propia historia. Los españoles fueron parte de los seis millones de desplazados que produjo la ocupación alemana de Francia, de los cuales un millón y medio fueron enviados como trabajadores forzosos a campos del Tercer Reich. Desde el verano de 1940, los trenes cargados de esclavos para el sistema concentracionario nazi se fueron llenando de catalanes, vascos, andaluces, aragoneses, madrileños, manchegos, gallegos, etc., gentes de todos los rincones peninsulares. La mayoría habían trabajado en la construcción de las fortificaciones y defensas francesas y eran muy apreciados como obreros especialistas.

Pronto tratarían de agruparse familiarmente, por afinidad política y por cercanía a los pueblos de origen. A lo largo de la guerra, al menos 7.251 españoles fueron internados en Mauthausen, más del 70 por 100 del total que cayeron en las redes del KL (Konzentrationsläger) alemán, motivo por el que el campo austriaco fue conocido como «el campo de los españoles», aunque siempre convivieron con húngaros, soviéticos, polacos, checos, franceses... La mayoría ingresaron entre los años 1941 y 1942. A partir de entonces siguieron llegando españoles, pero en menor medida, la mayoría acusados de participar en las actividades políticas contrarias a la ocupación alemana y al régimen colaboracionista de Vichy. La decisión de trasladarlos a los campos de concentración no correspondió a la España franquista, deseosa de saldar sus deudas con la Alemania nazi, ni fue un empeño personal de Serrano Suñer, idea que empezó a circular en los años cincuenta en los círculos del exilio. Su traslado formó parte del programa de utilización de prisioneros de guerra de los territorios ocupados dirigido por la Oficina Central de Seguridad del Reich (RSHA), que, desde octubre de 1939, coordinaba su clasificación y conversión en presos políticos a través de la aplicación de las medidas de «custodia protectora». Un instrumento represivo potenciado ya desde el ascenso nazi al poder en 1933, usado para la separación de la comunidad «de los elementos dañinos al pueblo y a la raza» y empleado en la creación de la primera red de campos de concentración con «asociales, opositores políticos y judíos» .

Esta medida, de hecho, fue utilizada por primera vez en prisioneros de guerra contra los alemanes que habían combatido con las Brigadas Internacionales en la guerra civil española y que fueron denominados rotspanier, «españoles rojos». Tras los checos y los polacos, se amplió el círculo a los españoles capturados tras la derrota del Ejército francés en el que habían sido movilizados, justo en un momento en que la entrada de España en la Segunda Guerra Mundial como aliado de Alemania parecía inminente. Como todos los que les habían precedido y los que vendrían después, los prisioneros españoles habían dejado de existir legalmente, una formalidad absurda —dirá el atento lector—, pero que se trataba, como se muestra en las páginas del libro, del paso previo a su destrucción definitiva. Aunque ya estaban llegando a Mauthausen desde comienzos de agosto de 1940, su traslado allí se ordenó oficialmente a finales de septiembre. Emplazado en el corazón de Austria, el recinto era uno de los conocidos como «campos-cantera», un campo productivo desde su concepción que fue destinado originariamente a la creación de las nuevas ciudades y monumentos alemanes, y cuya dureza no tardó en convertirlo en uno de los más mortíferos de toda la red. Tanto fue así que, cuando Reinhard Heydrich oficializó a comienzos de 1941 la orden por la que se trataba de jerarquizar los distintos recintos existentes, Mauthausen fue el único incluido en la tercera categoría, una calificación con la que se distinguía a aquellos campos especialmente reservados a incorregibles que serían forzados a trabajar hasta la muerte. Los años más duros y de mayor mortalidad del campo coincidirían con el internamiento de los primeros españoles y el comienzo de las obras que acabarían dotando de forma definitiva a Mauthausen.

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La explicación habría que buscarla en la lógica con la que los nazis entendieron y gestionaron, más que los campos en sí mismos, el trabajo forzado dentro de ellos. Aunque en un primer momento la extracción de las pesadas rocas de la cantera se realizaba a través de una rampa, esta se sustituyó por una irregular escalera de 160 peldaños que para 1942 acabarían convirtiéndose en 186. El trabajo formaba parte de un espectáculo diario donde el castigo y la humillación eran más importantes que la propia producción. Además de la cantera, los españoles trabajaron en la construcción de los recintos subsidiarios de la red de Mauthausen, entre los que destacaba Gusen, más temible y mortífero incluso que el campo matriz del que dependía. A finales de ese primer año de llegada, 1.522 presos, polacos casi en su totalidad, perdieron la vida, un número de víctimas que superaba con creces el de los habitantes de cualquiera de los pueblos circundantes9 . La red también anexionó para sus propósitos edificios tan peculiares como el castillo de Hartheim, utilizado como «centro de experimentación» durante la llamada «Operación Eutanasia» (Aktion T-4) e incorporado a la lógica exterminadora de los campos por medio de la Aktion 14f13 («Eugenesia de Inválidos»). La mayoría de los prisioneros hasta completar los 10.000 que fueron deportados desde Francia pasó por otros campos como Dachau, Buchenwald o Auschwitz, aunque muchos otros destinos siguen siendo desconocidos dada la cantidad y variedad de traslados que sufrieron. Una dificultad añadida a su dispersión fue la llegada de un tipo distinto de trabajadores «libres» que enviaba España a la economía de guerra alemana fruto de los acuerdos reservados de cooperación mutua entre ambos países. De ahí la importancia de trabajar con fuentes primarias de archivo y no con estimaciones o informaciones parciales. Según los registros de fallecidos certificados por la Oficina Nacional de Antiguos Combatientes y Víctimas de Guerra francesa, la cifra de españoles muertos en ese campo asciende a 4.435. Un balance muy trágico, ya que antes de terminar 1944 habían muerto casi el 60 por 100 de los que habían ingresado en aquel complejo tan solo dos o tres años antes. Este trabajo inicial sobre la cifra de fallecidos, además de cumplir su función registral, amplió nuestra perspectiva y las posibilidades de la investigación. La mayoría de los trabajos realizados hasta la fecha son biografías, memorias u homenajes conmemorativos.

A partir de 2005, se han ido sucediendo artículos, tesis doctorales y distintos trabajos que constituyen el tronco del material científico existente en torno a los españoles deportados a los campos nazis hasta ahora. El conocimiento de las cifras ha podido ser contrastado, pero también se ha tratado de incorporar variables utilizadas desde hace tiempo en otros países. Las posibilidades de realizar estudios comparados no deben centrarse únicamente en los engranajes totalitarios en los que desaparecieron millones de personas. Pueden servir para comprender la naturaleza de un fenómeno complejo visto también por las propias víctimas, en un momento en que la capacidad humana era llevada al límite. Para ello se han cruzado distintas informaciones, todavía difíciles de validar. La correspondencia en los campos, por ejemplo, estaba severamente vigilada y, en el caso de los españoles en Mauthausen, terminantemente prohibida, oficialmente hasta el 14 de diciembre de 1942, aunque aún tardarían meses en poder participar en la farsa comunicativa diseñada por el Reich. Formalmente y de manera general, cada interno en el KL podía escribir y recibir mensualmente dos cartas o dos tarjetas postales de sus parientes a través de Cruz Roja. Las cartas no podían contener más de 15 renglones, y las tarjetas, solo diez. Todo lo demás, los sobres, las fotos, era incautado. Esos materiales sirven para empezar a poner rostro a todos los nombres de Mauthausen. Queda también la correspondencia que escapaba a la censura, aunque en los campos de categoría especial como Mauthausen era prácticamente imposible enviar o recibir nada desde España; no así en los de otro tipo, como los Stalag, recintos intermedios para prisioneros de guerra, o los campos en los que el trabajo y las condiciones de vida fueron en general más soportables, como Dachau.

Sus talleres fueron origen e inspiración del trabajo forzado del sistema concentracionario alemán. También sirvieron de laboratorio experimental de las formas de eliminación de prisioneros, empezando con los inválidos. Dachau fue el campo de pruebas del Derecho Penal Nacionalsocialista, que, sobre la distinción entre el «enemigo peligroso» y el «extraño a la comunidad», estableció un nuevo tipo de campo de concentración en tiempos de «paz». Aquellos miles de españoles que huían de la guerra civil y del régimen franquista iban a ser engullidos por un sistema represivo muy perfeccionado y distinto al que había en España o el resto de Europa: «un aparato de detención permanente y paralelo que escapaba a la jurisdicción ordinaria propia del desdoblamiento de poderes en el policrático sistema de gobierno nazi».

Esclavos del Tercer Reich: Los españoles en el campo de Mauthausen es la nueva obra de Gutmaro Gómez Bravo y Diego Martínez López. Este libro pretende narrar y mostrar historias de perdedores. Perdedores de aquellos conflictos bélicos como lo son las guerras, ya sean civiles o mundiales, y especialmente pone el foco en aquellos que fueron esclavizados por el Tercer Reich hasta la extenuación y la muerte. Una abundante documentación sobre los campos de exterminio permite a los autores elaborar un complejo trabajo de investigación que introduce de lleno el caso español dentro de los estudios del Holocausto y de la historiografía internacional especializada. infoLibre publica un adelanto de este libro, editado por Cátedra, que llegará a las librerías el próximo 15 de septiembre.

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