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'El hijo de Saúl', una vuelta de tuerca al Holocausto

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Ya sea por el terror hacia la vileza humana o por la fascinación de su realismo, es habitual conocer a espectadores marcados por alguna película de la Segunda Guerra Mundial. No resulta raro que románticos, amantes de las grandes bandas sonoras o del buen cine en general mencionan entre sus películas de cabecera clásicos como La vida es bella (Roberto Benigni, 1997), El pianista (Roman Polanski, 2002), El último tren a Auschwitz (Joseph Vilsmaier y Dana Vávrová, 2006), La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993), o El hundimiento (Oliver Hirschbiegel, 2005).

Pero el mundo del cine también da sorpresas, y El hijo de Saúl, más allá de engrosar el montón de cine belicoso de esa época, ha gozado de un reconocimiento especial. La película húngara, dirigida por el debutante Láslzó Nemes y protagonizada por Géza Röhirg (Saúl Ausländer en la proyección), ha sido galardonada con el Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes 2015 y con el Oscar a la mejor película extranjera en 2016.

¿Qué tiene de especial la historia en esta ocasión? El hijo de Saúl está basado en Voces bajo las cenizas, un libro compuesto por testimonios de apresados en Auschwitz -Birkenau, escritos en el propio campo y escondidos en los barracones. La ópera prima de Nemes, cuenta los horrores que vive en su día a día Saúl Aüslander como integrante de un Sonderkommando ("unidad especial" en alemán) encargado de eliminar el rastro de los cadáveres incinerados. Pero además, cuenta con un nuevo componente: la historia es la de un preso de Europa del Este, concretamente húngaro.

Como en la mayoría de anteriores trabajos, este relato transcurre en uno de esos campo de exterminio durante los últimos días de la guerra. Saúl advierte entonces que un joven judío continuaba respirando tras haber pasado por la cámara de gas, pero este es asfixiado por uno de los soldados alemanes y levanta la curiosidad de los médicos que quieren hacerle una autopsia. Saúl, invadido por un sentimiento paterno-filial u obsesivo –eso depende del espectador– hacia ese joven ya muerto, intentará robar el cadáver para que un rabino que hay entre los presos, le dé sepultura judía.

Escena de la película en la que Saúl habla con el rabino

“Los guardadores de secretos”

El protagonista de la película forma parte de un Sonderkommandoformado por prisioneros judíos cuyo trabajo y silencio eran imprescindibles para que el engranaje del terror funcionara correctamente. Su misión principal: deshacerse de cuerpos, cenizas y restos de los exterminados que quizás mañana podían ser de ellos mismos. Hasta hornos crematorios, fosas o calderas, cabizbajos y acatando órdenes, Saúl y sus iguales cargan cuerpos de un lado para otro con la intención de no dejar rastro.

Este grupo se encargaba de ayudar a desvestirse a enfermos y ancianos antes de entrar a lo que la mayoría pensaban que eran duchas corrientes pues, como aparece en la película, los sonderkommandos colocaban cuidadosamente la ropa para que a su ilusoria salida –entraban a las cámaras de gas– los ancianos supieran donde estaba. Una vez el gas hacía su trabajo, un equipo se encargaba de entrar con equipos protectores, botas y mangueras para limpiar el recinto. El siguiente paso era cortarle el pelo a los cuerpos para transportarlos a fábricas textiles. Al final de la guerra se encontraron, de hecho 1,95 toneladas de pelo, en los que más tarde descubrieron restos de Zyklon B, el veneno usado en las cámaras de gas.

Pero la primera tarea a la que este grupo se enfrentaba era la de deshacerse de los cadáveres de sus antecesores. Para no correr riesgos, cada cierto tiempo el grupo de sonderkommandos era sustituido por nuevos integrantes que hacían desaparecer a los anteriores. Asimismo, esta brigada tenía “privilegios” que no tenían los demás prisioneros. Podían vestir de civil, tenían acceso a comida, baños y a una mínima atención médica.

Saúl porta el cadáver del niño en la película

La Shoah húngara

Uno de los motivos por los que la película ha sido aplaudida en las críticas, es el hecho de que el protagonista sea húngaro, lo que lanza un guiño a la Shoah –manera en la que los hebreos llamaban al Holocausto, y que Steven Spielberg recuperó en 1994 para dar nombre a una fundación que recogía testimonios de supervivientes y testigos del exterminio– que tuvo lugar en este país, y que ha pasado inadvertida para la industria cinematográfica.

Paradójicamente, Hungría, el país que tenía más población judía de Europa Central, fue el primero que adoptó una ley antijudía en el continente tras la Gran Guerra. Pero el Holocausto húngaro es uno de los casos más paradigmáticos de la historia nazi. Los judíos húngaros sobrevivieron más de cuatro años de la Segunda Guerra Mundial prácticamente ajenos a los acontecimientos que estaban teniendo lugar en otros países vecinos de Europa.

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Ante la cercanía del Ejército Rojo, el 19 de marzo de 1944, Miklós Horthy –regente del país desde marzo de 1920 hasta el 15 de octubre de 1944– dio paso al ejército alemán para que le ayudase a defender el país. Pero esta cooperación fue en vano, pues Budapest también terminaría formando parte de la solución final –como denominaron los nazis a¡el genocidio de la población judía–. Auspiciados por la mayor parte de las fuerzas armadas y de las administraciones se creó la Unidad Especial de Intervención Húngara y, como en los países vecinos, comenzaron a tomar medidas para identificar a los judíos, que pasaban por un censo especial o la estrella de David visible en la ropa.

En primer lugar, se abrieron campos de concentración en lugares cercanos a Hungría como el que se creó en los Montes Cárpatos en Transilvania. A partir del 14 de mayo de 1944, las autoridades húngaras comenzaron a deportar judíos desde estos recintos a campos de concentración alemanes. El número de desplazados ascendió a más de 450.000Pero la comunidad internacional no permaneció inerte ante la colaboración de los húngaros con los alemanes, y pedía, entre otras cosas, que se les juzgase en los mismos términos criminales que a los nazis. Estos mensajes fueron interceptados por los servicios de inteligencia húngaros, y temiendo una venganza contra ellos una vez los Aliados ganasen la guerra –que ya estaba cerca de ser suya-, Horthy ordenó el cese de las deportaciones.

Tras intentar sacar a Hungría de la guerra, el Gobierno de Horthy cayó y el poder terminó en manos del movimiento filofascista de la Cruz Flechada, dirigida por el primer ministro Ferenc Szalási. Cuando el Ejército Rojo comenzó el asedio a Budapest, la Cruz Flechada aprovechó para cargar contra la población judía. Más de 10.000 pudieron salvarse en guetos de los que la Cruz Flechada no tenía conocimiento o no tenía posibilidad de entrar. Otros, sin embargo, no corrieron la misma suerte. Desde Budapest hasta Austria caminaron más de 50.000 judíos, pasando por Viena. Expuestos a condiciones inhumanas, heladas, lluvia y nieve, alrededor de 10.000 judíos murieron de hambre o frío en lo que se terminó llamando la Marcha de la Muerte.

Ya sea por el terror hacia la vileza humana o por la fascinación de su realismo, es habitual conocer a espectadores marcados por alguna película de la Segunda Guerra Mundial. No resulta raro que románticos, amantes de las grandes bandas sonoras o del buen cine en general mencionan entre sus películas de cabecera clásicos como La vida es bella (Roberto Benigni, 1997), El pianista (Roman Polanski, 2002), El último tren a Auschwitz (Joseph Vilsmaier y Dana Vávrová, 2006), La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993), o El hundimiento (Oliver Hirschbiegel, 2005).

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