Galaxia Gutenberg publica el próximo 11 de septiembre La historia de un muro. Reflexiones sobre el significado de la esperanza y la libertad. Un testimonio que recoge las memorias de Nasser Abu Srour, uno de los más de 5.000 palestinos recluidos en prisiones israelíes, en su caso encarcelado desde 1993 y condenado a cadena perpetua por su presunta participación en la muerte de un oficial de inteligencia de Israel. "Esta es la historia de un muro que de algún modo me eligió como testigo de lo que dice y de lo que hace", el muro como estrategia de resistencia, como elemento estabilizador, como soporte de protección y de confianza. El muro que lo separa y lo aísla, pero que no lo abandona. Sobre ese muro se sostiene toda esta historia.
Desde su infancia en el campo de refugiados de Aida, cerca de Belén, cuando sus padres fueron desplazados por la Nakba en 1948, a la primera Intifada, en 1987, hasta la represión masiva y el encarcelamiento del propio Abu Srour por parte de las fuerzas de ocupación. A partir de ahí comenzará para el escritor palestino un auténtico periplo por las prisiones israelíes.
La historia de un muro es un texto que surge de las conversaciones que el escritor mantiene con el muro al final del día: sus rutinas carcelarias, sus miedos, las visitas familiares, la religión, los frecuentes traslados –desde la cárcel de Ascalón hasta la del desierto de Néguev–, la falta de horizonte o los acontecimientos políticos que han conducido a la fractura de la sociedad palestina y a su resistencia.
También al amor que siente por Nanna, su abogada, que desde un principio parece un amor condenado al fracaso. Así ha construido el autor un testimonio extraordinario en primerísima persona acerca del sufrimiento y la capacidad de resistencia del ser humano y una denuncia estremecedora de la tragedia actual de la situación palestina.
infoLibre adelanta un extracto del primer capítulo de este título, que llegará a las librerías en septiembre:
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Hace dos semanas, tras un largo periodo de apatía, decidí leer un libro de Kierkegaard, en el que afirma que la mejor manera de preservar el amor es rechazar al ser amado y reprimir todo instinto de posesión, es decir, la pulsión de crear dependencia y de actuar en beneficio del propio egoísmo. Kierkegaard sostiene también que esta renuncia sólo es posible por medio de la irracionalidad de la fe. No fue una lectura fácil. La celda tuvo que expandirse para dejar paso a las numerosas preguntas que acudieron a mi mente. Raras veces ocurre, pero esa vez ocurrió, y, aún hoy, no sabría decir si fue por mi bien o por el suyo.
De hecho, mi celda se llenó de repente de toda una serie de: «¿cómo es posible?», «¿cómo se hace?», «¿cómo puede ser?». Y sólo una hora más tarde, cuando nuestras puertas seguían cerradas con llave, me quedó claro que aquella irrupción de preguntas me colocó frente a opciones inimaginables. Y así fue como mi reclusión se convirtió en una invitación a buscar posibles respuestas. Puesto que toda certeza surge de una duda, creo que todo parte de esta pregunta: ¿cómo puede una renuncia voluntaria generar satisfacción, aceptación, resignación? ¿Cómo es posible que aferrarse a un muro sea el camino más corto para saltar al otro lado? ¿Podemos liberarnos nosotros solos de nuestras propias cadenas? ¿Y puede llenarse el corazón de un amor que no tiene destinatario? Las líneas que aquí he escrito son mi respuesta a estas y otras muchas preguntas que me han planteado los largos años de reclusión, y también son mi confirmación del amplio margen de maniobra que se genera cuando mediante una renuncia se contrarresta la prevaricación, la dictadura de la dependencia y el instinto de poseer lo que no puede poseerse.
El viaje empieza cuando renuncias a todo aquello en lo que creías: tú, que has adoptado miles de yoes, y a cada uno le has dado la facultad de hablar; tú que terminaste por creerte todas y cada una de sus innumerables narrativas, para cambiar de opinión y poder ir más allá; tú que unas veces tuviste fe y otras te sacudías de encima el legado religioso que te oprimía; tú que a veces luchaste por la libertad y otras fuiste esclavo de una realidad que considerabas un regalo del cielo, aunque te desmoronaras en sus pliegues; tú que lo has santificado todo sin santificarte nunca a ti mismo; tú que por un tiempo fuiste dueño de los espacios en blanco, que llenaste con tus propias palabras y significados, y en otros fuiste rehén de un vocabulario escrito en tiempos que no eran los tuyos por manos expertas en el arte de politizar textos, de crear modelos y de dar respuestas admirables a las preguntas del momento y a otras que estaban por venir, hasta que, finalmente, cuando cada pregunta entra en tus entrañas y tus preguntas se convierten en dudas, y tus dudas en errores y tus errores en una llama de la que no puedes salvarte, ya estás perdido en la oscuridad de tiempos que se niegan a concluir, encerrado dentro de espacios culturales que ningún sol ilumina y ninguna luna embellece.
Así pues, ¿adónde escapas? Para huir de ti mismo sólo puedes refugiarte en tu interior, pues sólo llegas a ser tú cuando rechazas tus «yoes» insignificantes y te aferras al único que eres de verdad, sólo si eres tú quien decide qué nombres, qué características y qué significados debes dar a los elementos fundacionales de tu existencia. Sólo si te metes tu «tú» en tu interior, que ya no necesita defenderse porque se ha librado de los escollos religiosos, sociales y políticos que lo inhibían. Sólo los frenos inhibidores que, a fuerza de violarte y juzgarte con su propia vara de medir, te obligaron a defenderte, hasta el punto que, cuando tus barreras protectoras se derrumbaron, fuiste el primero en declararse culpable. Tú, sin embargo, los rechazaste y, después, lograste reconciliarte con el «tú» que realmente eres, el que habías creído que era una mala copia de ti mismo.
Sólo entonces pudiste volver a armarte con un muro que te representa y que contiene todo tu «yo». En ese muro encontraste un lugar en tu geografía interior, un lugar donde no hay competitividad ni rivalidad, porque ninguno de tus «yoes» reniega de los demás ni los juzga. Ninguno pretende hablar por ti, ser todo lo que eres, todo lo que dices, todo lo que callas, todo lo que cuentas, todo lo que estás obligado a ocultar. Cuanto más aumentaban las preguntas, más temía que mi celda no pudiera soportar el exceso de ellas, pero eso no me disuadió. Recordé el invierno de 1993, la celda número 24 en el módulo de interrogatorios de la cárcel al-Khalil, en Hebrón, y las dos palabras que había grabado en el muro. «¡Adiós, mundo!» En aquel entonces yo no había leído a Kierkegaard y su renuncia, pero sabía desde el principio que tenía que renunciar a la posibilidad de ser libre y abrazar ese muro si lo que quería era sobrevivir.
Era muy consciente de que se trataba de una reacción defensiva dictada por el instinto de supervivencia, pero no tenía ni idea de que al hacerlo estaba llevando la libertad al amplio campo de la imaginación y renunciando a considerarla una pregunta urgente que exige una respuesta, y, sin embargo, la retenía firmemente creyendo que era un sueño que sigue siendo hermoso, aunque no se haga realidad, igual que como cualquier palestino que, siendo consciente de su propia esclavitud y de la limitación de sus propias opciones, tiene que perder la libertad para poder ser libre, tiene que morir para poder vivir.
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Mi flirteo con el muro empezó pronto. Durante todos los años de una reclusión que daba vueltas inútilmente, y que temía que se desvaneciera si se detenía un instante, el muro siguió siendo mi única constante. Lo convertí en mi punto de referencia, concreto y estable, que me permite definir la posición, la velocidad y la distancia de cualquier presencia que me rodea. Y, sin embargo, no, no me convertí en el centro de ese universo, al contrario, encontré mi lugar dentro de él. Y es que cuando uno se asienta en la estabilidad es cuando adquiere la capacidad de percibir su entorno, la posición de las estrellas, la cantidad de granos de azúcar que lleva el primer café de la mañana, el número de rayos de sol que se cuelan por una ventana que no da a ninguna parte, o el traslúcido tejido del vestido de una mujer que viene a hacernos compañía al caer la noche. Y así mi muro, en el momento en que me aferré a él, renunció a su consistencia física y asumió todas las intenciones y aspiraciones de quien lo diseminaba.
Estaba confuso, pues ¿cómo iba un muro a restringir la libertad de alguien que ha renunciado a su libertad? ¿Alguien que se había aferrado a él con tanta fuerza que casi lo ahoga?, ¿que coqueteaba con él como si fuera su amante y reanudaba sus costumbres, incluso las más íntimas, bajo su protección? ¿Alguien que le contaba hazañas increíbles con la esperanza de que, fuera ya por ignorancia o por desatención, el muro acabara creyéndole? ¿Alguien que le explicó el noúmeno de Kant, argumentándole que la realidad de las cosas no es externa a nuestras sensaciones y percepciones, y si no lograba convencerlo, desparramaba las piezas del tablero y las volvía a colocar en su sitio porque las cosas son lo que queremos que sean? Creí que cuando acabara la lectura de Kierkegaard, escaparía de todas las preguntas que me había planteado, pero de pronto, despreocupándose de mí, propulsó mis pensamientos hacia un viaje a través del tiempo, tan lejos que pensé que no habría modo de regresar. A través de luminosas lejanías, contemplé las diversas etapas de mi vida, con todos sus pormenores, sucesos y personajes, unos reales y otros ficticios, meros productos de mi imaginación.
Pensé que no volvería atrás, que permanecería suspendido entre dos momentos distintos: el presente en el que vivía y otra época en la que contaba una historia familiar y en la que todos los rostros se parecían al mío. Permanecí así durante días, suspendido, ingrávido, sin percepciones sensoriales o físicas que llevaran las cosas a su definición primigenia. Impulsado por un febril instinto de supervivencia, decidí dejarme caer, junto con todo aquello que llevaba encima o a lo que me había aferrado a lo largo de medio siglo de vida; y pensé en la escritura como una herramienta para deslizarme sobre el papel y, tal vez, para encontrar mi zona de seguridad. Todos los acontecimientos de mi vida –pasados pero también presentes– se alinearían, hombro con hombro, para organizar mi encuentro con aquel muro en aquella celda. O eso creía yo.
Galaxia Gutenberg publica el próximo 11 de septiembre La historia de un muro. Reflexiones sobre el significado de la esperanza y la libertad. Un testimonio que recoge las memorias de Nasser Abu Srour, uno de los más de 5.000 palestinos recluidos en prisiones israelíes, en su caso encarcelado desde 1993 y condenado a cadena perpetua por su presunta participación en la muerte de un oficial de inteligencia de Israel. "Esta es la historia de un muro que de algún modo me eligió como testigo de lo que dice y de lo que hace", el muro como estrategia de resistencia, como elemento estabilizador, como soporte de protección y de confianza. El muro que lo separa y lo aísla, pero que no lo abandona. Sobre ese muro se sostiene toda esta historia.