Carlos Martínez (San Salvador, 1979) estaba allí. El periodista del diario salvadoreño El Faro se convirtió, como reportero, en uno más de los 10.000 migrantes centroamericanos que se habían puesto en marcha, huyendo de su tierra, atravesando México hasta la tierra prometida de Estados Unidos. Se habían organizado a través de las redes sociales y no se escondían: su fortaleza residía justamente en mostrar que eran cientos, miles, que eran demasiados como para que les trataran como cuando eran pocos. Lo que sucedía allí, en esas llamadas caravanas, no tenía que ver solo con los exabruptos racistas de Donald Trump o con los esfuerzos que el Gobierno mexicano hacía para detenerles. Era, más bien, un ensayo, una solución extraña, un proyecto. En octubre, la editorial Pepitas de Calabaza publicará en España Juntos, todos juntos, la crónica de una ruta común de la que infoLibre recoge un extracto como anticipo.
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Introducción
La revolución de quienes caminan
Más de diez mil centroamericanos indocumentados atravesaron México de forma visible a finales de 2018, ostentando su falta de papeles migratorios y desafiando las advertencias del presidente Enrique Peña Nieto y su homólogo estadounidense Donald Trump. Desafiando incluso los malos presagios enviados por los Gobiernos y presidentes de sus propios países, que los desconocieron, que los advirtieron de mil peligros, que los amenazaron con cerrar fronteras para impedir su marcha. Esa romería de migrantes, salidos mayoritariamente de Honduras y El Salvador, fue indetenible en Guatemala y a lo largo de todo el territorio mexicano. Representó de inmediato una desesperación mayor a su propio número y se convirtió en metáfora de la esencia de la América del Centro. Sus caminantes, ajenos al debate de quienes en poderes y medios de comunicación no sabían si llamarlos migrantes o refugiados, fueron entre octubre y diciembre la encarnación del desamparo, de las omisiones y de las mezquindades a las que han sido sometidos por años, por décadas, los ciudadanos más vulnerables de esa región.
En el último medio siglo, cientos de miles de centroamericanos —no es desmesurado decir millones— han atravesado México en ruta hacia Estados Unidos. Las cifras históricas hacen palidecer los puñados de miles de esas caravanas. En 2017, la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) estimaba que cada año cuatrocientos mil centroamericanos atraviesan México.
Solían en el comienzo de este siglo viajar por rutas preestablecidas por coyotes, que cobran hoy entre seis mil y diez mil dólares a cada persona. En esos años, quienes no eran capaces de reunir esas fortunas avanzaban por carreteras y caminos, cruzaban fronteras, sin más brújula que la intuición y el consejo del boca a boca, sorteando casetas migratorias por veredas y montes, o aferrados al techo de trenes de carga tomados por asalto. Cuando visité el albergue de Ixtepec, Oaxaca, en 2008, no conocí allí a una sola persona que no hubiera sufrido una agresión en su tránsito por Chiapas: secuestros, palizas, asaltos a manos de agentes de migración o de la gran variedad de policías mexicanos. Entre ellos se había hecho común la práctica de aconsejar a las mujeres llevar preservativos en sus mochilas, para ofrecerlos a sus violadores como único acto de resistencia. Se ha hecho verdad permanente la estimación de que siete de cada diez mujeres que migran por tierra a Estados Unidos serán violadas en algún punto del camino, sin que haya reacción institucional, sueño de solución, queja oficial siquiera al respecto. El sufrimiento que padecían ellas o los hombres que hacían el mismo camino era silente, fácil de esconder bajo la alfombra: solos o en pequeños grupos, sin apenas dinero o contactos, temerosos al mismo tiempo del resto de caminantes desconocidos, del crimen organizado y de la migra mexicana, eran incapaces de significar mucho. Eran para los estados de la región y para la conciencia colectiva, de alguna retorcida manera, cómodos.
Quienes esta vez viajaron convertidos en multitud cambiaron eso: encontraron una forma segura y repentina de prescindir de los coyotes que los esquilmaban, de protegerse ante las acechanzas de grupos criminales y de superar las trampas de las corruptas autoridades mexicanas. Acompañé a la primera de las caravanas desde Guatemala en su recorrido hasta Tijuana. Vi en una estampa rocambolesca a agentes federales parando el tráfico para ayudarles a conseguir aventón. Vi a patrullas de las policías estatales y municipales llevando sus pick-ups llenos de mujeres y niños centroamericanos, aliviando su camino un puñado de kilómetros, siendo un efímero tren de indocumentados.
Mientras atravesábamos la garita migratoria de Pijijiapan, Chiapas —uno de los puntos donde suelen ser detenidos gran parte de los indocumentados que llegan de El Salvador, Guatemala u Honduras—, un joven hondureño le pidió a un periodista que le sacara una foto junto a uno de los agentes del Instituto Nacional de Migración mexicano. «Es que ese gordo me agarró el año pasado», le explicó, señalando al agente.
Espejo de presidentes
Estos migrantes cambiaron en tromba, quizá para siempre, la forma en que los centroamericanos sin papeles y sin dinero atraviesan México. Con la llegada del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, el cambio de tono busca ahora caminos para convertirse en política permanente. Visas temporales entregadas por orden de llegada; permisos y ofertas de trabajo para decenas de miles de inmigrantes a la semana; un puente que contrasta —y tal vez en realidad se complementa— con la repetida amenaza del muro estadounidense en el río Bravo.
Pero sin proponérselo han tenido también un efecto menos previsible: han expuesto de una forma urgente e implacable a la región que los expulsó. Entre todos han conseguido sin quererlo —muchos cantan su himno nacional antes de emprender el camino, como en un ritual de solemnidad heredada; los hay que cargan banderas, como quien expande el territorio de la patria— hacer un dibujo vergonzante de los previos y actuales Gobiernos centroamericanos, cuyos líderes se apresuraron a actuar en consecuencia y coherencia con su propio yo y sus rasgos de gestión, es decir, vilipendiando a quienes se largan o simplemente ignorando su existencia.
Hay algo rotundo en el acto de comenzar a caminar hasta salirse del país en el que se nació. Hay algo irrefutable en el hecho de que ese acto, tan diáfano, de largarse se haga en masa, atravesando puertas cerradas de otros países para los que se es solo y solo una molesta papa caliente. Pero casi igual de claras y de transparentes fueron las reacciones de los Gobiernos de esos migrantes.
La primera caravana de hondureños irrumpió en territorio mexicano el 19 de octubre, atravesando el río Suchiate en balsas hechas con neumáticos. El sábado 20 caminaban ya por Chiapas. En esas mismas fechas los mandatarios de Honduras, Juan Orlando Hernández, y el de Guatemala, Jimmy Morales, se reunieron para tratar el asunto como jefes de Estado. En una conferencia de prensa posterior anunciaron sus conclusiones: Hernández aseguró que sus compatriotas —que el día anterior se habían arrojado por centenares al río Suchiate desde el puente fronterizo— habían sido engañados con falsas promesas. No dijo cuáles, ni tampoco quién era, según él, el artífice de tales engaños.
Juan Orlando Hernández llegó al poder el 27 de enero de 2014, electo por una considerable mayoría de los votantes, y se presentó como candidato a la reelección tres años después, pese a que la Constitución de la República de Honduras prohíbe expresamente la reelección. El artículo doscientos treinta y nueve de ese cuerpo legal no es ambiguo: «El ciudadano que haya ocupado la titularidad del Poder Ejecutivo no podrá ser presidente ni vicepresidente de la República». Así de claro. Ese mismo artículo dice que cualquiera que proponga una reelección, o una reforma para reelegirse o cualquiera que lo apoye de manera directa o indirecta serán removidos de sus cargos «de inmediato» y quedarían invalidados de cualquier función pública durante una década. La Constitución —que sigue vigente en la actualidad— está llena de prohibiciones a la reelección: el artículo cuarto dice, por ejemplo, que infringir esa disposición se considerará «traición a la patria»; el cuarenta y dos dice que cualquiera que «incite, promueva o apoye» la reelección de un presidente perderá la calidad de ciudadano hondureño.
Gracias a ingeniosas maniobras urdidas en contubernio entre los tres poderes del Estado, se decidió en 2016 que nada de eso importaba y que se autorizaba la candidatura del presidente de la República, así que compitió, siendo su principal rival el experiodista Salvador Nasralla, quien aun así la noche de la elección iba aventajando las tendencias hasta que el sistema de recuento se cayó… dos veces. Cuando se restableció el sistema, Hernández había sobrepasado a su competidor. Al cierre, apareció como ganador. Pasó más de una semana sin que el tribunal electoral de Honduras anunciara resultados en firme. Diferentes observadores internacionales cuestionaron el resultado. Desde aquel 26 de noviembre de 2017, la oposición asegura que las elecciones fueron trucadas y Honduras se ha sumergido en un caos político.
Jimmy Morales, presidente guatemalteco y anfitrión del encuentro binacional, acusó en aquella conferencia de prensa a los migrantes —sin hacer ni una alusión concreta— de tener motivaciones políticas: «No es posible que una columna de más de mil personas quieran entrar [a Guatemala] y pongan la silla de una persona minusválida al frente. No es posible que pongan niños al frente de este tipo de caravanas planteando así un tema que va mucho más allá de un tema migratorio. Esto es un tema donde muchas personas con fines políticos están aprovechando para violentar las fronteras aprovechándose de la buena fe de los estados». La buena fe, dijo.
Morales atraviesa también su momento de más baja popularidad en el país que gobierna, luego de que a finales de agosto expulsara del país al comisionado Iván Velásquez, jefe de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), que lo acusa de haber recibido financiamiento ilícito para su campaña y ha procesado a su hermano y a su hijo por fraude.
La CICIG revolucionó el combate contra la corrupción en Guatemala, llevó a la cárcel al expresidente Otto Pérez Molina y a su vicepresidenta Roxana Baldetti, y ha solicitado el desafuero de Morales para poder imputarle. El presidente Guatemalteco hizo el anuncio de su medida contra Velásquez rodeado de la cúpula militar y policial. Mientras realizaba la conferencia de prensa, una fila de vehículos militares rondaba la sede de la Comisión.
Finalmente, en enero de 2019, y en pleno desacato de una resolución de la Corte de Constitucionalidad guatemalteca, Morales dio por cancelada la misión de la CICIG, que aun así se resiste a abandonar el país y desafía lo que movimientos de sociedad civil guatemaltecos llaman «el pacto de corruptos», y al frente del cual colocan al presidente. Tras años de avance institucional, y a apenas cinco meses de una elección presidencial, Guatemala sigue expulsando población y está sumida en un pulso diario por no retroceder a los años en que una alianza entre militares y empresarios tenía, sin oposición, secuestrado no el Ejecutivo sino todo el Estado.
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Juntos, todos juntosCarlos MartínezPepitas de calabaza9 de octubre de 201914 eurosJuntos, todos juntos
Ver más'Entre sombras y sueños'
La editorial
La editorial riojana Pepitas de calabaza lleva por lema una proclama autoirónica que pocas empresas aguantarían: "Una editorial con menos proyección que un Cinexin". La broma dura ya casi dos décadas publicando, despacito y con buena letra, narrativa y ensayo. Entre sus títulos más destacados está la obra de José Luis Cuerda —de cuya película Amanece que no es poco sacan el nombre: "Calabaza, se acaba un nuevo día…"—, La abolición del trabajo de Bob Black, los ensayos de Lewis Mumford o Volar de Henry David Thoreau.
En su línea, aunque muy ecléctica, se puede detectar un interés por los movimientos revolucionarios y libertarios —Ahora, del Comité Invisible; Los obreros contra el trabajo, de Michael Seidman—, el humor —el mencionado Cuerda, el volumen colectivo Patafísica o Gracias y desgracias del ojo del culo, de Francisco de Quevedo— y la literatura que escapa al canon y lo académico —los Diarios de Iñaki Uriarte o la obra de Julio Camba—.
Carlos Martínez (San Salvador, 1979) estaba allí. El periodista del diario salvadoreño El Faro se convirtió, como reportero, en uno más de los 10.000 migrantes centroamericanos que se habían puesto en marcha, huyendo de su tierra, atravesando México hasta la tierra prometida de Estados Unidos. Se habían organizado a través de las redes sociales y no se escondían: su fortaleza residía justamente en mostrar que eran cientos, miles, que eran demasiados como para que les trataran como cuando eran pocos. Lo que sucedía allí, en esas llamadas caravanas, no tenía que ver solo con los exabruptos racistas de Donald Trump o con los esfuerzos que el Gobierno mexicano hacía para detenerles. Era, más bien, un ensayo, una solución extraña, un proyecto. En octubre, la editorial Pepitas de Calabaza publicará en España Juntos, todos juntos, la crónica de una ruta común de la que infoLibre recoge un extracto como anticipo.