En el hall del Centro de Arte Dos de Mayo (CA2M), en un Móstoles insólitamente animado bajo el calor de julio, Manuel Segade señala aquí, luego allí, mientras conversa con una compañera. El director del centro aprovecha el parón de verano —no cierran, pero aquí se instala el ritmo caribeño como en cualquier otro centro de trabajo— para reorganizar la disposición de la entrada. Si alguien quiere venir a utilizar el wifi gratis del recinto, piensa este comisario que ha pasado antes por el Centro Galego de Arte Contemporáneo de Santiago de Compostela, la Fundació Joan Miró y el MUSAC de León entre otros, el museo de la Comunidad de Madrid tendrá que ponerle un banco.
Es un buen ejemplo de lo que se propone este centro desde su creación en 2008. "Nuestra obligación es hacer que el acceso al arte contemporáneo sea perfectamente permeable, fácil y cercano", defiende Segade, sucesor de Ferran Barenblit tras su marcha al Macba y elegido por concurso en 2015. Para entendernos, esto significa, por ejemplo, que si un grupo de mayores se encuentra en la cafetería del centro —más baratas que las que la rodean— regularmente para tejer, el museo convierte el encuentro en un grupo fijo, Tejiendo Móstoles, que se encarga de confeccionar un toldo para la terraza. Segade lo señala con orgullo, ahora en la última planta: "¿Ves? Podríamos habérselo pedido a un artista, pero a esto nos referimos cuando hablamos de construir un tejido".
El centro supone una excepción dentro del panorama español: es una institución dependiente de una Comunidad Autónoma —con un presupuesto de en torno a dos millones de euros, una extensión de 3.000 metros cuadrados de exposición y 2.100 obras en la colección—, pero no está situado en una capital de provincia, sino en Móstoles, uno de los nodos del Cinturón Sur de la capital. El municipio, de poco más de 200.000 habitantes, pasó de ser un pueblito a ser toda una ciudad por la migración interior de los años sesenta, y se ha alimentado de la exterior en las últimas décadas. Cuando el CA2M nació, el 80% de sus visitantes vivían en Madrid. Ahora, casi una década más tarde, el 80% de sus entre 80.000 y 100.000 visitantes anuales son habitantes de la localidad, algo que Segade no duda en calificar como un triunfo.
"Nuestro público principal es uno que en principio no pertenece a la gran urbe ni pertenece a la gran tradición del arte. Ahí es donde pueden inventar otra forma de ver y usar el museo", explica. Ellos lo llaman "baja institucionalidad", refiriéndose a una "a la que es tan fácil acceder que puedes acercarte a ella y poco a poco ir viendo cosas que te vayan enganchando". Ayuda, claro, que el acceso sea gratuito. Ahora, en contrapartida, no les resulta tan sencillo llamar la atención del público madrileño interesado en el arte contemporáneo que visita habitualmente otros museos de la capital. Tienen competencia: del Museo Reina Sofía al Matadero, pasando por el municipal CentroCentro, la Casa Encendida o la Tabacalera. Pero Segade ve en estos centros, situados casi todos al sur de la ciudad, una lanzadera para llegar a Móstoles. "Te preguntas cómo es posible que yo conozca a gente en Madrid vinculada al arte contemporáneo y que nunca haya venido", dice el director, que asegura que él solo tarda 25 minutos de su casa en el centro de la capital a su lugar de trabajo.
Pero su excepcionalidad no se debe solo al público con el que tratan, y junto al que han organizado un huerto urbano, una universidad popular y una escuela de formación artística. Su carácter periférico se extiende hasta su proyecto artístico. "Estar aquí nos libera de tener que dar un discurso oficial", asegura Segada. "Hay muchos centros de arte, pero si este tiene crédito es porque nos podemos inventar lo que somos en el arte contemporáneo con cada proyecto." Eso, pese a ser el museo que alberga tanto la colección de la Comunidad de Madrid como la de ARCO —encerradas en los sótanos del edificio, en unas cámaras de contenido tan diverso que hacen preguntarse por el criterio de los compradores—, que organizan y muestran en exposiciones temporales desde la apertura del CA2M. Pero el director insiste: "En el CA2M puedes fracasar con todo el criterio. El público sabe que cuando se acerca al 2 de mayo va a tener una sensación de experimentación elevada".
Sus apuestas más recientes pasan por una mirada distinta al pasado. Segade coge carrerilla: "Hay varias maneras de mirar a la historia. Estaría el museo tradicional, en el que se muestra como algo que, digamos, ya está clausurado y que solo hay que mostrar de forma elegante; y nosotros la vemos desde un punto de vista casi práctico, con esta palabra que no tiene traducción y que es reenactment: volver a hacer". En junio de 2016, para cerrar su primera temporada completa, el CA2M reproducía el estilo expositivo de tres históricas pinacotecas madrileñas. Ahora reúne otras tres que dan una idea del propósito.
En Espacio P. 1981-1997, el centro —con el comisariado de Karin Ohlenschläger—recoge el extenso archivo del espacio independiente madrileño como un acto de reivindicación. "Esto podía ser", dice Segade, "lo más parecido a nosotros como institución: móvil, cambiante, atenta a todo lo que ocurre". En Allan Krapow. Comfort Zones, el CA2M investiga en torno al happening del mismo nombre que el maestro de la performance realizó en la Galería Vandrés de Madrid en 1975, un hecho que puede parecer anecdótico pero que da cuenta de la resistencia del arte contemporáneo frente a la censura franquista. El centro, además, se plantea reinterpretaciones de la acción por otros creadores a partir de los guiones de Krapow. Pero esto será a partir del 14 de septiembre.
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Y luego está Miguel Trillo. Doble exposición —comisariada por Juan Albarrán—, que revisita las dos primeras muestras individuales del fotógrafo: la de la Galería Ovidio en 1982 y la de la Sala Amadís en 1983. No solo hay, claro, una sala dedicada a la explicación pedagógica y accesible de la influencia de Trillo en la fotografía española y europea. Están las dos exposiciones, reconstruidas tal cual fueron. Ahí está Fotocopias. Madrid-London, en la que las imágenes —fotocopias a color de las fotografías— estaban pegadas con celo flúor sobre unas paredes forradas de vinilo negro. Lo explica el director: "Intentamos demostrar que artistas que ahora son famosos y se les considera icónicos llegan ahí por alguna razón; en este caso, porque han roto con la tradición de la fotografía en Madrid en aquel momento, y yo diría en Europa". La osadía sigue impresionando incluso al visitante de 2017.
Segade recorre las salas a toda velocidad, anotando los desperfectos —una baldosa suelta, una mancha en una cartela— y explicando con entusiasmo los proyectos de futuro. En un nuevo espacio ganado a la antigua casona neomudéjar, tendrá lugar en septiembre Una exposición coreografiada—el comisario es Mathieu Copeland—, que es exactamente lo que el título indica: una muestra de obras de danza que tres bailarines representarán constantemente durante un mes. Sin decorado, sin luces y bajo el techo altísimo del centro. Segade se frota las manos, dispuesto a fracasar con esto si hace falta. Y dándole vueltas aún al banco de la entrada con una idea en la cabeza: "Este ya no es el museo paternalista cpn un director que entrega algo al público como regalo, sino que es una negociación permanente".
En el hall del Centro de Arte Dos de Mayo (CA2M), en un Móstoles insólitamente animado bajo el calor de julio, Manuel Segade señala aquí, luego allí, mientras conversa con una compañera. El director del centro aprovecha el parón de verano —no cierran, pero aquí se instala el ritmo caribeño como en cualquier otro centro de trabajo— para reorganizar la disposición de la entrada. Si alguien quiere venir a utilizar el wifi gratis del recinto, piensa este comisario que ha pasado antes por el Centro Galego de Arte Contemporáneo de Santiago de Compostela, la Fundació Joan Miró y el MUSAC de León entre otros, el museo de la Comunidad de Madrid tendrá que ponerle un banco.