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Martina y Martín

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Unai Sordo

A todas las víctimas del amianto

Martina se levantó como un resorte de la cama cuando escuchó el motor del coche. Se dirigió a la ventana y levantó la persiana. Aunque se apresuró a saludar con el brazo, el coche, un viejo Citroën Xsara azul celeste, enfiló la avenida sin que su padre pudiera verla. Oculta tras los cristales perlados por gotas de agua. Llovía. No demasiado, pero llovía.

Martina volvió a su cama y miró el despertador. Apenas quedaban cinco minutos para la hora en que se levantaba habitualmente. Abrió la puerta de su habitación y se dirigió a la cocina. La luz ya estaba encendida.

“Buen día, ma.. Buen día, gorda. ¿Cómo dormiste? Bien, pero no pude despedir a papá. Sí, se fue un poco antes. Ya sabes que cuando llueve se forma caravana en la carretera y tiene que salir con un poco más de tiempo si no quiere llegar tarde al laburo. Ma, ¿papá se puso el buzo que le lavé ayer? ¿O no se había secado? Sí, Martina, se fue a trabajar muy contento con el buzo que le lavó su hijita. Dale, Marti, andá a ducharte. No, ma, porfa, prefiero desayunar primero mientras se calienta el baño. Hace frío. Qué va a hacer frío, dale friolenta, que nos vamos a fundir con la cuenta de la luz".

Pero Martina no se movió. Sabía que su madre nunca le impedía calentar el cuarto de baño con la estufa de dos barrotes incandescentes. Se empezó a poner la leche con el Cola-Cao mientras su madre le preparaba dos tostadas con el pan que había sobrado anoche en la cena.

Como cada día cuando salía hacia el colegio, la última mirada era para la fotografía que colgaba junto a la puerta. Aparecían risueñas mamá y la tía Sara, hacía pocos años. Salían abrazadas por el hombro y por detrás se veía al tío Leandro, preparando el asado, sonriente y con la camisa desabrochada y un sombrero de paja. El Río de la Plata al fondo. Oscuro. La tía Sara se había arrojado desde un sexto piso apenas cuatro meses después de aquella fotografía. En pleno corralito, y tras el entierro de la tía Sara, el tío Leandro desapareció, no le volvieron a ver nunca más. Papá y mamá dijeron que hasta aquí. No aguantaban más. Y en pocos días organizaban el viaje para España. Dejaron Argentina atrás.

Martina llegó pronto al colegio y se acercó al patio pequeño. Cuando llovía, los chicos se refugiaban allí para jugar al fútbol aunque apenas quedasen diez minutos para entrar a clase. Gol-portero, el que mete se pone. Martina se incorporó al juego. Chicazo. Intentó ir a por el balón, pero Luis Valiente se pegó a ella. La marcaba y se acercaba tanto que su pierna la rozaba la falda y a veces su propia pierna. Y él se reía. Martina se alejó y él volvió a pegarse a ella. Idiota. Cogió su carpeta con las fotos de Batistuta y se enfiló a clase. Roberto Díez chutó con fuerza, qué bruto es, y el balón impactó en el techo agrietado de uralita que cubría el patio pequeño, del que se desprendió polvo y agua que fue a parar al jersey y a la falda de Martina. La niña se limpió con las manos antes de subir a clase.

En el recreo Martina se acercaba a la cabaña de los mayores. Y de las mayores. Sin saber muy bien por qué, ellos, los niños, la acogían sin mayor problema. Era una niña bajita pero con desparpajo, aires y hechuras de más mayor. Las niñas de 14 ó 15 años le sacaban la cabeza entera y la acogían con menos entusiasmo. El puto acento argentino. Ya están todos embobados. El caso es que la permitían estar allí con ellos, incluso comer bocadillos que hacían con panes que abrían con navajas. Navajas que apoyaban en las placas de uralita que se habían ido desprendiendo del patio pequeño, y con las que Juan Jiménez, Alberto Pozo y JuanMa Díez –el hermano de Roberto Díez, el de los balonazos– habían construido “el chozo”. Que era como llamaban a aquel cubículo donde se refugiaban fuera de la vista de los profesores, y en el que enterraban colillas de tabaco.

Al día siguiente el colegio “Gustavo Adolfo Bécquer” se cerró. Súbitamente apareció la policía, algunos políticos y unos hombres vestidos con unos buzos en los que aparecían impresas en letras grandes las siglas RERAMI y, en caracteres mucho más pequeños “Retirada de Residuos de Amianto”. Les explicaron que se iba a proceder al desamiantado del colegio y tendrían que trasladarse lo que quedaba de curso a otros centros. Algunos cercanos y otros más lejanos. Sin entender gran cosa, Martina y el resto de niños y niñas fueron saliendo de las aulas. Apenas un rato después, las mamás y algún papá –es que ese está en el paro– aparecieron para recoger a sus hijos. Martina se aferró a la mano de su madre, confusa. No volvería a ese colegio nunca.

Cuando Martina Paez Goikolea recogió su título de doctorado ya llevaba meses con serios problemas de respiración y cansancio creciente. Papá y mamá, Martín y Aurora, aplaudían junto a otros amigos a la salida del acto. En el atrio central de la facultad de económicas, se hicieron las fotos de rigor. Se retiraron pronto a casa. La fatiga de la nueva doctora era intensa. Impropia de una joven de veintisiete años.

En apenas unos meses Martina tuvo que aparcar conceptos estadísticos y econométricos, para informarse sobre lo que era la asbestosis, el mesoteloma maligno o los derrames de pleuras. Su caso obtuvo un importante eco mediático. Era la primera alumna del “Bécquer” a la que se le había manifestado una patología relacionada con el escándalo del amianto, que quince años antes había provocado la dimisión del mismísimo presidente de la comunidad autónoma y de la ministra de Educación.

El funeral fue multitudinario.

El tanatorio donde se hizo el velatorio recibió cientos de visitas durante las 24 horas de exposición del cadáver de aquella muchacha, de complexión exuberante, escasa estatura y rostro atractivo. Cuando apareció el féretro en el que iba a hacer el último viaje, un ataúd de prácticamente dos metros, mamá se escandalizó. ¿Cómo van a meter ahí a la nena? Por dios, va a ir golpeándose durante todo el trayecto. La niña no mide ni un metro sesenta. Por dios…

Papá, Martín, dio un paso adelante. “Martina hija, levantate, ya voy yo. Te vas a dar mil coscorrones de aquí al cementerio”. Martina se movió levemente. Notaba que tenía la cara flácida, los pómulos sin tensión ninguna, el pelo se le desprendía de la cabeza al más mínimo movimiento, el maquillaje mortuorio apenas podría disimular durante cinco minutos el tono agrisado de la piel, por no hablar del abotargamiento del estómago. Si la viera así Batistuta… No. Así no saldría. No se movió hasta que el maquillador fue rehaciendo su color y sus rasgos en la medida que la sangre volvía a oxigenar sus células, el cabello se atenazó de nuevo al cuero cabelludo, las uñas recuperaron rigidez y queratina. Lo del estómago iba a costar más…

Cuando Martín ocupó el féretro y se cerró el mismo, un suspiro de alivio recorrió el tanatorio y se extendió por todo el trayecto hasta el cementerio, los siete kilómetros a lo largo de los que esperaban apostados miles de ciudadanos. Habían acudido a la llamada para dar la última despedida a “Martina, la niña del Bécquer”, aquel colegio del escándalo del año 2002. Finalmente se enterraba a Martín. Un migrado argentino, trabajador de una fundición metalúrgica que había tenido –se decía, vete tú a saber en realidad– una exposición prolongada al amianto en su puesto de trabajo. La gente volvió a sus casas y a sus quehaceres, sin esperar el paso del coche fúnebre. Solo había muerto un obrero.

Los titulares a cinco columnas que abrían los periódicos del día –“Multitudinario entierro de Martina, la niña del Bécquer”–, pasaron a ser breves en la página par de economía de los periódicos locales: “CCOO denuncia el fallecimiento de un trabajador por exposición al amianto”. El Trending Topic del día #TodosSomosMartina se desinfló en cuestión de minutos. Martín dejó de aparecer en las estadísticas como muerto por enfermedad profesional. Porque Martín bebía, Martín fumaba. Y antes, en Argentina, vete a saber en qué condiciones habría vivido. Se le denegó el origen profesional de su cáncer de pulmón, y Martina tuvo que emprender un calvario legal para tratar de que reconocieran a su padre como muerto por una contingencia profesional.

Cuando obtuvo la sentencia favorable de la sala de lo social del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco, Martina lloró y celebró lo que no pudo celebrar el día de su doctorado. No estaba papá; y mamá ya hacía años que no estaba para ningún festejo. En la puerta del juzgado había una pancarta portada por una docena de personas: “El problema existe. El amianto mata. Hiltzaile isila”. Se acercó al bigotón que le puso en contacto con ASVIAMIE (Asociación de Víctimas del Amianto de Euskadi), un hombre llamado Jesús Uzkudun, y con Alfonso Ríos, un chico calvo y muy serio –aunque alguna vez le había visto en fiestas de Deusto y le pareció menos serio–. Les dio un abrazo y se marchó, con su recargo de prestaciones, su indemnización, su victoria moral y sus lágrimas.

Se dirigió a la sede del sindicato, apenas a 300 metros del juzgado, para agradecer el trabajo a la asesoría de salud laboral. Antes paró en un bar que hacía esquina y pidió un café. Ojeó el periódico: “Primera sentencia favorable a una víctima del amianto por haber lavado ropa. Un juzgado de Tolosa ha condenado a la empresa CAF a pagar 175.897,50 euros al viudo de una mujer que falleció por una enfermedad derivada del contacto con el amianto al lavar los buzos de su marido...”

Mientras sorbía el café miró al espejo que acompañaba en paralelo toda la longitud de la barra del bar, dando al local más amplitud visual que la que realmente tenía. Vio reflejada a una niña. Bajita, espabilada. Que siempre quería desayunar primero, mientras dejaba que se calentase el cuarto de baño. Con una vieja estufa de dos barras incandescentes.

Irrelevante para el sumario

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(Próxima entrega: Irrelevante para el sumario).

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Unai Sordo (Barakaldo, 1972) es secretario general de Comisiones Obreras.

A todas las víctimas del amianto

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