¿Qué pinta un cine de verano en la jungla neoliberal de Madrid?

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Un cine de verano es como una máquina del tiempo escacharrada. Solo así se entiende que los haya también en plena jungla neoliberal madrileña. Quedarse atrapado en la capital durante la canícula no priva del cine al aire libre, pero la experiencia en las terrazas de Madrid es bien distinta a la del Mar Menor.

Estos días, hay cines de verano montados por toda la ciudad: en Cibeles, en el parque Enrique Tierno Galván y en el de la Bombilla, además de en Barajas, Ciudad Lineal, Canillejas, Moratalaz, Tetuán, Chamartín, Salamanca, Carabanchel, Hortaleza, Villaverde, Vallecas, Usera y Vicálvaro. La idiosincrasia de la política madrileña se hace especialmente visible en el cine de verano de la plaza de España. Como una suerte de contracara usurera de las terrazas levantinas, el espacio, pese a estar plantado en plena plaza, no podría parecer menos público.

Es el sino de una plaza de España reformada precisamente para esto. La reciente puesta a punto de los espacios ajardinados frente al RIU no contemplaba otra cosa que dejarlos listos para cualquier entidad privada que se prestase a ocuparlos. Y esa es la ideología que rezuma la terraza de la plaza: un lugar intervenido con alegría por acciones de marketing y diseñado minuciosamente para goce y rédito de los influencers de planes en Madrid.

Para lo que queda de mes, tienen programado cine estadounidense, la secuela de Campeones y el debut como realizador de Mario Casas. Nada demasiado alejado de la oferta cinematográfica estival del Mar Menor. Pero hay que esforzarse mucho para vivir ese momento radical del que hablábamos la semana pasada en un cine de verano con un nombre que recuerda a uno de esos restaurantes petulantes para pijos que a veces echan a arder, patrocinado por una aseguradora y con el epíteto —Food and cinema— en inglés.

La diferencia no es estrictamente una cuestión de tamaño. Puede que en el cambio del XIX al XX tuviera sentido hablar, como Simmel, de la “intensificación de la vida nerviosa” que las metrópolis producían en los urbanitas frente al sosiego de los pueblos más pequeños y rurales. Hoy, sin embargo, los torrentes de estímulos nos salen a todos del bolsillo: uno no se libra del yugo taquicárdico de las pantallas por dejar de hacer el flâneur por Madrid y refugiarse en la modorra que da el sol de La Manga.

La enorme distancia que se abre entre los cines de verano de la capital y los de periferias como la murciana tiene más que ver con la cualidad, otra vez, distópica de los espacios de Madrid

La enorme distancia que se abre entre los cines de verano de la capital y los de periferias como la murciana tiene más que ver con la cualidad, otra vez, distópica de los espacios de Madrid. Una terraza como la de la plaza de España me hace pensar menos en los cines sin tejado de mi infancia que en, por ejemplo, los espectrales pasadizos de AZCA, ese tipo de estampa consumista postapocalíptica que ni la música vaporwave más pesimista podría inventarse y que no falta nunca en esta ciudad. No es sencillo arrancarle a la cultura madrileña imágenes tan decadentes.

Por otro lado están las terrazas de la CinePlaza de Matadero y de la Filmoteca Española. La primera —que cierra su ciclo veraniego este próximo 13 de agosto— ha contraprogramado los blockbusters que suelen colonizar los cines de verano con revelaciones festivaleras, películas de latitudes diversas y obras de autores como Mariano Llinás o Raúl Perrone. La segunda, reabierta este verano después de siete años cerrada, seguirá exhibiendo el extenso catálogo de la institución durante lo que queda de mes. Ver una película allí tampoco tiene nada que ver con hacerlo en uno de los cines playeros de Levante.

Mantener el mundo encerrado afuera es imposible. Incluso en la sala descubierta del Cine Doré, en la calle Santa Isabel, una diminuta palomilla puede revolotear si quiere frente al cristal de la cabina de proyección e iluminarse, acaparando la atención que con tanto cuidado suele dirigirse aquí única y exclusivamente sobre las películas. Por lo demás, el patio es como un tórrido museo del control. Las sillas son relativamente cómodas y están nuevas, como las tablas del suelo. Hay una barra para comer o beber algo —pecado capital dentro de las salas techadas del Doré—, pero en sus estantes, en lugar de gusanitos y pipas, hay botellas de Tanqueray, Ballantine’s y Brugal y bolsas de Lay’s Gourmet.

La terraza está cercada por una pared de hiedra y unas chimeneas que se asoman sobre la pantalla, pero el acomodador trajeado que vigila siempre las sesiones cubiertas del Doré anda también por aquí, imponiendo la misma disciplina. A un par de minutos del comienzo de la proyección, una famosa actriz se sienta con un amigo en un par de sillas con un cartel de “Butaca anulada”. Sería tan impensable en los cines de verano de mi tierra el concepto de una butaca anulada como la bronca que les echa a los pocos minutos el elegante ujier por saltarse el protocolo. De hecho, estoy convencido de que no me reprende también a mí por escribir estas mismas líneas en el móvil en plena sesión solo porque me he sentado en la fila más alejada, con el cogote apoyado en el muro. En el idioma de los cines de verano —parece que incluso en los de Madrid—, la última fila significa vía libre para desmadrarse.

No hay manera de meter en esta ciudad un dispositivo cultural con tanto potencial para la libertad —la de verdad—sin romperlo

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Una pareja frente a mí chapurrea inglés. El que tiene el acento británico de los dos se ha quitado los zapatos, dejando ver un calcetín blanco vuelto sobre sí mismo. Junto al Mar Menor, haría falta bastante más que un anciano desnudo de cintura para arriba para empezar a remover el saber estar de cualquiera; aquí, el tobillo agrietado de este chico rubio se siente una blasfemia. La película de la noche es La mujer rubia; hace cosa de un mes dieron ¿Quién puede matar a un niño? En los términos de esa relación ominosa e inexplicable con el Mediterráneo y con lo guiri que nutría la cinta de Chicho Ibáñez Serrador se mueve exactamente el cine de verano pasado por el filtro de la alta cultura que ha montado la Filmoteca Española. Un patio para sudar pero con patatas fritas premium.

Tiene sentido hacerse la pregunta del titular porque el Madrid donde se han levantado todos estos cines de verano, los elitistas y los popistas, los que practican el modernismo popular y los que no se esfuerzan ni un poquito, es el mismo: el Madrid futurófobo que describe el ensayista Héctor García Barnés, hermanado con el punk de extrarradio de Biznaga. Un Madrid que las letras de la banda pintan atravesado por una “acelerada soledad” que abarca únicamente no-lugares, “del Lidl al Primark”.

Un Madrid insolidario de remate y capaz de superar día tras día las peores expectativas de cualquier vecino mínimamente reacio a la idea de vivir en un complejo hotelero de tres millones de huéspedes. Aquí no hay patrimonio junto al que no pueda derrapar un Fórmula 1, ni cine de verano que no pueda convertirse en una yincana de centro comercial si los anunciantes se prestan. Por eso vuelve a estar escacharrada nuestra máquina del tiempo: no hay manera de meter en esta ciudad un dispositivo cultural con tanto potencial para la libertad —la de verdad—sin romperlo.

Un cine de verano es como una máquina del tiempo escacharrada. Solo así se entiende que los haya también en plena jungla neoliberal madrileña. Quedarse atrapado en la capital durante la canícula no priva del cine al aire libre, pero la experiencia en las terrazas de Madrid es bien distinta a la del Mar Menor.

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