Cines de verano, la cultura que resiste en la distopía del Mar Menor
Un cine de verano es como una máquina del tiempo escacharrada. Los de mi infancia se arraciman al borde del Mar Menor. Llevan allí, en la costa murciana, más o menos desde los años treinta, cuando comenzaron a aflorar como una alternativa estival a las calurosas salas cubiertas, y han terminado funcionando como extraño reducto de un carácter ferial desaparecido. Cines de verano los hay también en otros lugares, con apariencia semejante y en el mismo riesgo de extinción, pero los de Murcia resisten además en un paisaje en descomposición figurada y literal: frente a una laguna salada que se asfixia y flanqueados por macrocomplejos con butacones mullidos y pantallas gigantes.
Al contrario de lo que ocurre en centros comerciales, macrofestivales de música y otros no-lugares, pasar una noche sudorosa en las terrazas estivales del Mar Menor sigue equivaliendo a estar presente. Pasa en todos los cines al aire libre de Levante, donde el modelo se ha hecho especialmente fuerte en el imaginario: las cintas las proyectan particulares —y no ayuntamientos o instituciones culturales— en recintos privados, pero las invasiones del exterior son constantes e incontrolables. Ni la película-anuncio más alienante del Hollywood del último año es capaz de arrancarlo a uno de allí.
Los cines de verano, además de verse, se oyen, huelen y tocan, como los convencionales. Pero, contra la corriente neoliberal de los megaplexes, las salas de centro comercial y sus espacios producidos en cadena, lo que se ve, oye, huele y toca dentro de ellos escapa a la lógica del mercado. Por su obvia condición de espacios descubiertos, pero también por el diálogo que se establece entre estas terrazas y el espacio urbano con el que lindan, los cines veraniegos ofrecen experiencias donde no todo se rige por el principio único de la productividad económica.
Cine Acapulco, en San Pedro del Pinatar
Una noche cualquiera en el Acapulco, el cine de verano de San Pedro del Pinatar, está trufada de esos recordatorios del mundo exterior. En una misma sesión doble del local —que regentan varias generaciones de la familia Contreras desde 1990— pueden colarse la luz de una farola, las campanas de la iglesia, varios perros que se ladran, el zumbido de un puñado de tubos de escape, la nube densa de un porro, una pelea a gritos entre vecinos, actuaciones musicales para turistas en los bares cercanos, una ráfaga de fuegos artificiales y la megafonía de las fiestas patronales.
Interferencias como estas son esperables en una proyección al aire libre; sin embargo, la arquitectura de terrazas como la del Acapulco y los modos de sus exhibidores hacen que funcionen como espacios cinematográficos especialmente libres. Las películas se pasan en los cines veraniegos del Mar Menor siempre de noche, al fresco y hasta las tantas, en recintos amplios y con muros altos, prolongados por celosías y pintados de un único color o tomados por la vegetación. A veces, el verde brota también del suelo y puede llegar incluso a tapar alguna esquina de la pantalla, algo inimaginable en lo que el sector llama cines de invierno.
Terraza España, en Santiago de la Ribera
Lo habitual en la zona es que los exhibidores operen los cines de verano en régimen de alquiler. Esto hizo más fácil que desaparecieran muchos de ellos cuando, en pleno pelotazo urbanístico, numerosos propietarios decidieron que podían dedicar sus terrenos a fines más rentables que las proyecciones a la intemperie y dejaron de arrendarlos a las familias de los cines, que terminaron por cerrar. No es el caso del Terraza España, en la población de Santiago de la Ribera: desde 1994, lo gestiona la familia de Manuel García Rubio, antiguo empresario del sector que compró la finca en su momento y regenta también otra sala destapada en el litoral alicantino.
En pleno apogeo de la edad de oro de la exhibición española, en 1961, el Sindicato del Espectáculo llegó a registrar más de cien cines de verano abiertos en la provincia de Murcia, mayoritariamente asentados en el interior. Aun así, una treintena de ellos operaba ya en el litoral. Según el último Anuario de Cine del Instituto de la Cinematografía y de las Artes Audiovisuales, con fecha de 2021, solo sobreviven siete salas de cine al descubierto en el territorio murciano y todas ellas se encuentran en la costa.
Esta cultura cinematográfica singular —que existe en otras esquinas de España pero se encuentra especialmente formada aquí— ha resistido un zarandeo tras otro, incluido el de la covid-19, mientras se deterioraba su entorno. A su modo, los cines de verano devuelven también imágenes de la Murcia costera de hoy y cuentan la historia política de su ecosistema. El trecho que va de la desindustrialización, el pufo del 92 y la quema de la Asamblea Regional durante las protestas obreras de Cartagena a las salas premium que amenazan la filosofía de los cines de verano abarca apenas unos kilómetros.
Y ese camino se recorre bordeando otra imagen violenta: la del Mar Menor cercado por miles de peces y crustáceos muertos por la contaminación agrícola y la desidia de las autoridades. La destrucción anuente de la laguna salada es una distopía formándose en tiempo real, inscrita en los códigos del futurismo y las catástrofes que pasan por las pantallas del Acapulco, el Terraza España y demás locales cada verano. Así lo retrata la escritora murciana Milagros López en su novela MM2033, una curiosa lectura con la que acompañar el ritual del cine de verano levantino: imagina una Murcia destruida por los desastres climáticos, con el Mar Menor drenado y la Catedral acogiendo al mismo tiempo un gobierno autoritario y una cadena de restaurantes.
Al menos durante el verano, el espacio compartido de los cines sin tejado aún es capaz de argamasar una convivencia a pie de calle que va quedando proscrita de las metrópolis
El libro evoca amenazas diversas, pero la más convincente es la que combina el mercantilismo desquiciado con el desastre natural. Las sombras de ambos se ciernen desde hace años sobre lo que los cines de verano representan para la cultura de la zona. Allí, las terrazas resisten en pueblos donde la calzada todavía es un pegamento social y la vida se practica en el porche, a cielo abierto. Al menos durante el verano, el espacio compartido de los cines sin tejado aún es capaz de argamasar una convivencia a pie de calle que va quedando proscrita de las metrópolis.
La magia de los cines de verano: el viejo negocio romántico de las películas a cielo abierto
Ver más
Incluso aunque en sus carteleras reine el mainstream —ese será tema para otra entrega—, la vivencia de pasar una noche estival con el culo aplastado contra las sillas metálicas de los cines del Mar Menor es un momento radical. El paisaje sensorial que se despliega entre sus paredes niega frontalmente los estándares de fidelidad, silencio, previsibilidad y control que los hipertrofiados complejos de salas imponen sobre la práctica de ir al cine. Ir a un cine de verano, en cierto modo y a ojos del sistema, es ir al cine mal.
En Murcia, como en otros territorios marginados del modernismo de las grandes capitales, especialmente siendo niño, ver una película en una de esas terrazas era exponerse a un desbocado torrente nervioso. Con la edad, el disfrute que correspondería a lo estrictamente cinematográfico de la ceremonia no se va imponiendo a las impresiones primarias de la infancia: al contrario, queda difuminado y perdura solo como un fogonazo blanco y brutal, un disparo de nieve como el que evocaba el Ojalá de Silvio Rodríguez, que da título a esta sección de veranoLibre.
La máquina del tiempo de los cines de verano, decía, está escacharrada porque pone en escena una forma de colectividad festiva en vías de ser clausurada. Lo que para la cultura contemporánea es agua pasada, en ellos, en cambio, se dispara sobre los espectadores sofocados como una sacudida de helada modernidad. Y ser moderno, explicaba Berman, es tan liberador como destructivo. No se sabe si la máquina avanza o retrocede, si proyecta lo que fue o lo que viene; solo que por sus grietas se filtra un estimulante caos. Buscando otra vez el arrebato de esa nieve —que nunca ha vuelto a estar tan fresca—, volvemos cada año a montarnos en ella.