Contemplar Roma ha sido siempre una fiesta continua (e inagotable) de los sentidos, algo que, durante el siglo XX, el cine se ha encargado de incentivar con fruición. Sus calles, plazas y edificios han ofrecido incomparables exteriores a la cinematografía nacional, a la vez que los productores foráneos han colocado allí sus cámaras para darle al público planetario la imagen de una ciudad universal. Y las consecuencias las han sufrido desde entonces los romanos y los viajeros tranquilos: de acuerdo, Vacaciones en Roma (1953) es preciosa, pero como operación cultural contribuyó decisivamente, junto con otros títulos posteriores, a fomentar el destructivo turismo de masas.
Una vez descartadas la Fontana di Trevi, la Boca della Verità y el consabido etcétera de las guías básicas, al paseante sin prisas que quiera extasiarse con impactos estéticos le quedan muchos caminos de la capital italiana por los que perderse. Y si es cinéfilo, puede sumar alicientes, porque es obvio que la Roma cinematográfica cuenta con una infinidad de emplazamientos fuera del listado oficial. Una opción perfecta la tiene, alejándose del centro, cuando llegue a Viale Regina Margherita, avenida que deberá seguir hasta detenerse en Piazza Buenos Aires. Allí va a encontrar, casi escondido pese a sus enormes dimensiones, lo que popularmente se llama Quartiere Coppedè, una descomunal y gozosa anomalía urbana que toma este nombre no oficial de su creador.
Gino Coppedè nació en Florencia en 1866. Hijo de un tallador de madera, le interesaron desde muy joven las artes decorativas de los antiguos talleres toscanos. No abandonó su gusto por la exageración ornamental y la belleza de los objetos cuando se hizo arquitecto, siendo una seña de identidad bien visible en sus fachadas, dentro de un peculiarísimo estilo en el que se acumulan estéticas de manera bastante chocante. Su tendencia a agrandar las dimensiones de los edificios le permite mezclar a menudo un poco de todo — gótico, Quatrocento, Cinquecento, manierismo…—, a la vez que, siguiendo la corriente liberty (el modernismo italiano) de la época, desplegar casi a modo expositivo y numerosas soluciones decorativas.
Los Palazzi degli Ambasciatori, entrada al Quartiere Coppedè, en Roma. / NEPHELIM BADTUSK
Aunque trabajó principalmente en el norte del país (Génova, Milán…) y su Toscana natal (Viareggio, Arezzo…), también dejó una impronta fundamental en la modernización urbanística de la ciudad siciliana de Messina. Y, como curiosidad, debemos recordar su presencia en España, pues obra suya es el sevillano Palacio del Marqués de la Motilla, un curioso pastiche medieval donde se evidencia como modelo nada más y nada menos que el Palazzo Vecchio de Florencia. Sin embargo, la oportunidad de proyectar a partir de 1915 un nuevo barrio en Roma, destinado a la clase medio-alta, le permitió concebir su obra maestra.
Compuesto según el plano original por 18 edificios y 27 construcciones más pequeñas, entre palacetes y chalets, la idea del Quartiere Coppedè preveía la construcción de un complejo habitacional que recordaba a un extraño y fantasioso y recargadísimo castillo, alzándose sobre una superficie de 45.000 m² de suelo urbano. La muerte de Gino Coppedé en 1927, los problemas con los asesores municipales y la nueva concepción arquitectónica surgida tras la Primera Guerra Mundial, de una sobriedad y una funcionalidad tan opuestas a la impetuosa plasticidad modernista, dieron al traste con el remate del proyecto, pero gran parte llegó a completarse, sobre todo la cara externa de ingreso al conjunto, así como la espectacular zona central en torno a Piazza Mincio.
He aquí lo que el paseante va contemplar con deleite cuando visite la zona: a) la imponente entrada a través de un arco que une los dos Palazzi degli Ambasciatori (culminados por sendas torres) y de la que cuelga una inmensa lámpara de hierro forjado; b) la Fontana delle Rane, que es pura incontinencia barroca con una composición que parece un homenaje a la Fontana delle Tartarughe de Piazza Mattei; c) el Palazo del Ragno, en lo alto de cuyo portal, como su propio nombre indica, da la bienvenida una araña de largas patas; d) los Villini delle Fate ("los Chalés de las Hadas"), un hermoso conjunto de casitas construidas en tres planos, que siguen una geometría caprichosa (por un lado despunta una torreta o el alero de un tejado, por otro sobresale una galería o un balcón), amén de presentar unas fachadas recubiertas por mármoles, cerámicas, vidrios, pinturas al fresco o motivos geométricos; y e) el número 2 de Piazza Mincio, conocido por algunos como el edificio Ospes Salve, quizás el enclave más recordado por todos gracias a su portal, un arco y una escalinata imposibles de olvidar, donde se recibe al visitante bajo dicha inscripción latina.
Parece que los nexos entre el Quartiere Coppedè y el cine están ya establecidos desde el mismo alumbramiento de ambos, pues se comenta que el arquitecto se inspiró en la grandilocuencia y el imaginario de Cabiria Cabiria(1915), el largometraje mudo más famoso de la cinematografía italiana, a la hora de concebir partes como precisamente el portal del Ospes Salve, una afirmación que, de todas formas, debemos coger con pinzas. Se repite en varios textos sin que se mencione la fuente y, además, sería este un dato demasiado importante como para que no aparezca en las referencias biográficas fiables que recogen la vida y obra del artista florentino. Sea cierto o no, lo que está claro que tanto película como conjunto arquitectónico, en la medida de que son productos culturales de su tiempo, comparten el mismo ímpetu estético y la querencia por lo colosal y mítico. Pero sin necesidad de empezar por lo concreto, lo que une a Coppedè con el cine bien puede entenderse atendiendo al lema que definía su estilo y dejó escrito en un friso del Palazo del Ragno: "Artis praecepta recentis / Maiorum exempla ostendo" ("Represento los preceptos del arte moderno a través de los ejemplos de los antiguos"). En cierta medida las concomitancias ya estaban ahí desde el principio, ya que ¿acaso no cabía (y cabe hoy todavía) ver el séptimo arte como un sincretismo de artes antiguos (la representación plástica, la gestión de los espacios, la dramaturgia, la narración, el movimiento…) expresado mediante un lenguaje moderno que permitían las innovaciones técnicas?
Acudiendo al irresistible reclamo fantástico del lugar, varios cineastas fueron, con el pasar de los años, los encargados de completar el sueño coppediano, una labor en la que primó el muy intencionado desplazamiento hacia la pesadilla. Es difícil imaginar un escenario menos inquietante, teniendo además en cuenta la tendencia itálica de plantear lo macabro y electrizante según un esteticismo de reglas propias. No podían faltar a la cita los dos grandes nombres del terror y el thriller de Italia, el maestro Mario Bava y Dario Argento. El primero llevaba a la protagonista de la seminal y deliciosa La muchacha que sabía demasiado (1963) al Palazzo del Ragno. Allí se desarrollaba una soberbia secuencia de suspense, con la joven interpretada por Letícia Román que subía unas amenazantes escaleras en penumbra y se adentraba en un piso vacío. El fragmento constituye toda una lección de pericia en el arte de contar con la cámara, una de esas que por sí solas valen como cincuenta sesiones en una escuela de cine. De esta manera la película fue pionera en la tenebrización de los ambientes urbanostenebrización (incluía un asesinato nocturno en las mismísimas escalinatas de Piazza di Spagna), aparte de incluir otras características que repitieron hasta la saciedad gran parte de los thrillers ultraviolentos producidos en el país durante las siguientes dos décadas.
La visita de Argento también fue memorable. En Inferno (1980), segunda parte de la Trilogía de las tres madres, el célebre autor de Rojo oscuro y Suspiria, reinterpretó Piazza Mincio como uno de los lugares más delirantes de un universo que ya de por sí era pura alucinación. Empleando una mirada operística y llevando al máximo un expresionismo donde las sombras estaban circundadas por trazos lumínicos de colores saturados, el director nos mostraba la llegada en taxi de Eleonora Giorgi a una antiquísima biblioteca… ¡que tiene dentro hasta un laboratorio alquímico secreto!, y cuya entrada no era otra que el número 2 de la plaza. Es curioso cómo solo con dos secuencias el Quartiere Coppedè ha quedado ligado para siempre a la figura de Dario Argento, tanto que incluso se ha extendido entre los aficionados a su filmografía el bulo de que vive allí.
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Pero aparte de estos dos títulos, hay otro al que le corresponde el mérito de haber aprovechado al máximo esta simpar localización romana. Se trata de Il profumo della signora in nero (El perfume de la dama de negro) (1974), de Francesco Barilli, una película de explotación polanskiana que, gracias al reflejo de una atmósfera inesperadamente hipnótica y enfermiza, supera con creces su condición subsidiaria y hoy se considera con todo merecimiento una de las joyas indiscutibles del cine fantástico y de terror europeo de la época. Al catálogo de mujeres que lo pasan fatal en este escenario se suma la estadounidense Mimsy Farmer, quien interpreta una mezcla entre el personaje de Catherine Deneuve en Repulsión, el de Mia Farrow en La semilla del diablo y, atención, la Alicia de Lewis Caroll que solo la impudicia italiana de la época era capaz de sacar adelante de manera tan brillante. En la cinta no solo aparecen los exteriores de Piazza Mincio (el plano inicial consiste en un movimiento con grúa que va de la fuente a los balcones de la fachada), sino que también, y de manera decisiva, el interior del Olpes Salve, una inscripción cuyo significado, por cierto, no puede resultar menos engañosa visto lo visto en pantalla. Barilli rueda en el portal, en una de las azotea, en uno de los apartamentos reales y, lo mejor de todo, en las escaleras y rellanos del edificio. A estos dos últimos espacios les saca partido: los dibujos geométricos de los pavimentos, las maderas y los forjados confieren una textura única al escenario. Las sombras, los sustos, la incomodidad y el soberbio trabajo de Mario Masini, el director de fotografía de los filmes vanguardistas de Carmelo Bene, hacen el resto.
Conviene recordar, por último, que no solo el cine italiano ha utilizado este set privilegiado. Richard Donner alojó en el número 2 al embajador estadounidense que encarnaba Gregory Peck (¡qué lejos quedaron las vacaciones romanas!) y a su familia en La profecía, fundamental película hollywoodiense del género, en la que no faltaba el plano de un coche entrando en la plaza, la Fontana delle Rane, la escalinata, el portal… Y hay que aclarar además que, como localización, no se ha restringido a las historias terroríficas. Es curioso comprobar cómo el Quartiere Coppedè ha salido en varias comedias de todo tipo y condición, desde clásicas como Rufufú da el golpe (1959) de Nanni Loy o El especulador (1963) de Vittorio de Sica, hasta sexys setenteras como La profesora enseña en casa de Michele Massimo Tarantini, en la que no podía falta, claro está, Edwige Fenech.
Hechas estas recomendaciones al cinéfilo, aquí va una final para el caminante: se aconseja visitar el Quartiere Coppedè dos veces como mínimo; la primera de día, con la finalidad de detenerse en la contemplación de tanto detalle, y la segunda de noche para dejarse atrapar por la atmósfera. Y ya después, que cada cual se monte su propia película.
Contemplar Roma ha sido siempre una fiesta continua (e inagotable) de los sentidos, algo que, durante el siglo XX, el cine se ha encargado de incentivar con fruición. Sus calles, plazas y edificios han ofrecido incomparables exteriores a la cinematografía nacional, a la vez que los productores foráneos han colocado allí sus cámaras para darle al público planetario la imagen de una ciudad universal. Y las consecuencias las han sufrido desde entonces los romanos y los viajeros tranquilos: de acuerdo, Vacaciones en Roma (1953) es preciosa, pero como operación cultural contribuyó decisivamente, junto con otros títulos posteriores, a fomentar el destructivo turismo de masas.