Rosa Berbel (Estepa, Sevilla, 1997), como muchas otras personas, fue haciéndose poco a poco al confinamiento. Al principio la escritora no veía claro que de unas circunstancias que viraban los discursos hacia lo interior, lo encapsulado y personal, pudiesen extrapolarse reflexiones que hablasen sobre todos nosotros. Con el tiempo, sin embargo, se percató de que vivimos un momento de vertiginosa metamorfosis (para bien o para mal), y nada más estimulante para la creación que los cambios.
La poeta nos habla de estas transformaciones, la adaptación a ellas de la literatura, un futuro poemario que tratará cuestiones que con la crisis han cobrado nuevo sentido o el valor de lo espacial sobre lo temporal. Relata cómo han sido unos meses anómalos para una autora en plenitud: su primero libro, con mucha ironía titulado Las niñas siempre dicen la verdad (Hiperión, 2018), recibió el XXI Premio Antonio Carvajal. Además, a finales del pasado año fue galardonada con el Premio El Ojo Crítico de RNE de Poesía.
Más allá de la literatura, menciona la importancia que en este periodo han tenido para ella actividades como cocinar y hacer la compra, maneras de conectar con una tradición que, según Berbel, nos resulta ahora un poco menos ajena.
Pregunta. ¿Cómo ha pasado profesional y creativamente el confinamiento?
Respuesta. De forma intensa, aunque no negativa. Soy muy afortunada por haber tenido cierta estabilidad afectiva y emocional, y eso me ha permitido dedicarme en estos meses al trabajo y las tareas académicas, a pesar de las trabas y los obstáculos contextuales. Pasé por un primer momento de gran escepticismo ante la posibilidad de que la tragedia alumbrara algún tipo de diálogo colectivo interesante, en unos meses en que la creación parecía algo tan vuelto hacia dentro, tan solipsista y tan íntimo. Pero creo que esta sensación cambió pronto y el confinamiento se volvió un período muy fértil para el pensamiento, la imaginación de otros escenarios, la especulación, la ficción ampliada, etc. Decía [el poeta] Carlos Catena Cózar en una entrevista que la pandemia ha contribuido a la escritura en el sentido en que ha expandido los límites de lo verosímil, y estoy de acuerdo. Pienso también que crear va mucho más allá de la materialización concreta de un poema o de un libro y que tiene que ver con un tipo específico y transformador de relación con la cultura, que para mí el confinamiento ha posibilitado. No he escrito demasiado, pero creo que cuando pasen los meses y valore este tiempo en este sentido, lo pensaré muy sugerente y muy enriquecedor para mi creación.
P. En estos meses de enclaustramiento y "nueva normalidad", ¿se ha modificado su relación con su propia imagen pública, y en particular con las redes sociales?
R. Mi relación con las redes sociales ha sido un poco ambivalente en estos meses. Se convirtieron pronto en un vehículo imprescindible de contacto y comunicación con gente que quiero y que tenía lejos o a las que no podía ver, aunque vivieran cerca. Recuerdo además los primeros días de cuarentena como un tiempo en el que no podía parar de informarme sobre la pandemia, de acudir a las cifras y a los datos, de tratar de entender objetivamente lo que estaba pasando. La información era una manera de conectar con lo real, dentro de toda esa irrealidad que cada uno vivía en casa y consigo mismo. Pero creo también que este confinamiento me ha permitido reevaluar la relación que tengo con las redes a nivel de exposición, proyección de una imagen, necesidad de presencia e interacción constante... Sigo usando mucho las redes sociales y quizá todos estos debates internos no sean perceptibles o no se hayan concretado en cambios sustanciales, pero quiero creer que ha abierto la puerta a una nueva actividad en redes, mucho menos narcisista y en la que la escritura no tiene que pasar, de forma necesaria, por la exposición permanente. Me gustaría que fuera así en el futuro.
P. El mundo del libro, como otros muchos, se ha visto paralizado durante meses. ¿Cómo imagina el futuro de este sector a medio plazo?
R. Complejo, pero el sector de la literatura tiene una larga historia marcada por la capacidad de adaptación flexible. No me cabe duda de que sabrá encontrar salidas para seguir llegando a los lectores, que pasan por ir más allá del objeto-libro y de los cauces tradicionales y por encontrar el equilibrio entre la ritualidad de la presencia de festivales, recitales, encuentros, etc., y el imperativo de la virtualidad. Creo que en esa posibilidad de reinvención y de apertura a todos los recursos posibles está la pugna por el futuro del sector. No obstante, tenemos que sospechar también de la precarización y de la explotación del trabajador cultural que van a imponer estas nuevas estrategias.
P. ¿Se ha planteado en algún momento escribir algo relacionado con las experiencias de estos meses? ¿Cree que es demasiado pronto, o que la literatura tiene el deber, de alguna forma, de contar también esto?
R. Antes de la pandemia ya tenía en mente un libro que, hasta cierto punto, está en intersección con algunas de las situaciones que hemos tenido que vivir en estos meses, sobre todo en ese cruce entre lo afectivo, lo social y lo climático. No es un poemario que se plantee ahora mismo, en ningún caso, pensar el covid o dar respuestas de cualquier tipo a esta crisis, pero sí que partía de un imaginario más extenso y muy reconocible de colapso o erosión de los lazos con el entorno. Es en este sentido que el confinamiento ha posibilitado la expansión de un lugar poético que ya venía obsesionándome desde hace meses, pero con el que ahora me vinculo de forma mucho más personal. La pandemia no es un acontecimiento aislado ni era imprevisible, desde ningún ámbito del saber, y creo que la poesía, como ejercicio quizá especialmente sensible a las alertas, trabaja bien con esa certidumbre del desastre inminente.
P. ¿Ha aprendido algo de la crisis sanitaria y de la cuarentena que no hubiera aprendido de otra forma? ¿Cree que lo vivido en estos meses le ha cambiado? ¿De qué manera?
R. ¡He aprendido muchas cosas! Aunque quizá no sean aprendizajes capitalizables o especialmente sorprendentes. He aprendido, por ejemplo, la importancia que tiene estar en armonía con los espacios para la escritura o el pensamiento. Con frecuencia solemos obsesionarnos con la gestión del tiempo o la búsqueda de horarios productivos para hacer las tareas, cuando lo cierto es que la convivencia con el paisaje cotidiano es igual o más importante. Para mí, esa fue una de las primeras lecciones de la pandemia: que la temporalidad estaba siendo menos interesante que la espacialidad, o más allá, que la temporalidad había dejado de existir y solo podíamos aferrarnos a los lugares. He descubierto que me gusta mucho prestar atención a las necesidades, los procesos y las rutinas del espacio en el que estoy, y creo que eso me ha servido para abstraerme en estos meses.
P. ¿Cree que el mundo a su alrededor ha cambiado de una forma profunda, más allá de las alteraciones obvias? Y, si tuviera que inclinarse por una opción, ¿saldremos mejores o peores?
R. No tengo esa imagen lineal o progresiva de la historia como para pensar que saldremos mejores, aunque quiero creer que tampoco hay razón para volvernos peores. Más bien, creo que habrá aprendizajes individuales, no transcendentes ni visibles a nivel colectivo, pero transformadores para cada cual; y también algunas enseñanzas colectivas, que requerirán de tiempo y perspectiva y serán, desgraciadamente, menos emancipadoras de lo necesario. La verdadera mejora sería un replanteamiento profundo de nuestros sistemas productivos y nuestra relación con la naturaleza, lo que va mucho más allá del covid y es, además, infinitamente más urgente.
P. ¿Tiene alguna certeza sobre qué será clave para superar la crisis? ¿Cuáles cree que deben ser nuestras prioridades o nuestros valores fundamentales en estos momentos?
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R. Creo que no hay demasiadas certezas y que nos toca repensar un tiempo muy inestable, complejo y difuso, que exige mucho más que reformas parciales. Me gustaría que esa expansión de la verosimilitud de la que hablaba antes transformara también la imaginación política, porque con frecuencia asistimos a discursos ciertamente miopes, que ven árboles, pero no bosques. Es muy pertinente y solidario, por ejemplo, que un valor fundamental para salir de aquí sea la defensa de la sanidad pública en España, y yo lo enarbolo y a nivel nacional una buena infraestructura sanitaria salvaría la vida de mucha gente, pero los cambios acelerados de este tiempo, cuyas formas de destrucción son todavía incalculables, exigen de nosotros también una transformación radical y urgente de las estructuras políticas y económicas. El debate mediático, digamos mayoritario, no está abierto a este tipo de discursos y sirve de poco atajar el covid sin desestabilizar las bases del capitalismo. No tenemos ya demasiado margen de maniobra y el pensamiento tiene que ser radical, no anecdótico. Me gustaría que la pandemia hubiera incrementado nuestra capacidad de reacción colectiva ante todo lo que está por venir en el futuro, pero soy pesimista con respecto a esto.
P. ¿De qué se ha valido, personalmente, para seguir a flote en los peores momentos del confinamiento y la crisis sanitaria?
R. Supongo que de aferrarme a lo cotidiano, a lo mínimo, para evitar ese abismo de lo cósmico. Me ha ayudado mucho cocinar, que es una tarea de la que ya disfrutaba antes, pero que creo que en estos meses se ha resignificado para mí y se ha convertido en una especie de rutina más tierna y radical. Creo que mi generación ha aprendido a hacer la compra de verdad en el confinamiento y ha conectado con una serie de saberes tradicionales que antes, por varias razones, nos eran ajenos. La paciencia y la concentración que exige la cocina me han ayudado mucho. Y también la lectura y el cine, que tienen sus propias formas de paciencia, o las series, cuya continuidad en el tiempo impone cierto horario y contribuye a hacer más vivible el estado general de incertidumbre. Actividades, en fin, que no son nuevas y que han sustentado también mi estado de ánimo en otros momentos, pero que tengo la impresión de que las he vivido aquí de forma más intensa, más vinculativa.
Rosa Berbel (Estepa, Sevilla, 1997), como muchas otras personas, fue haciéndose poco a poco al confinamiento. Al principio la escritora no veía claro que de unas circunstancias que viraban los discursos hacia lo interior, lo encapsulado y personal, pudiesen extrapolarse reflexiones que hablasen sobre todos nosotros. Con el tiempo, sin embargo, se percató de que vivimos un momento de vertiginosa metamorfosis (para bien o para mal), y nada más estimulante para la creación que los cambios.