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'Soleá', de Jean-Claude Izzo

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Cuando Jean-Claude Izzo (Marsella, 1945-2000), hoy considerado uno de los maestros del género negro francés, entró en la primera línea de la literatura francesa, tenía ya 50 años. En 1995, después de haber dedicado su escritura casi exclusivamente a la poesía, accedió a publicar Total Kheops, novela ambientada en su Marsella natal, que tan bien conocía, en la que el autor desarrollaba su particular cóctel de reflexión sociológica sobre los cambios operados en la ciudad, la inmigración, la mafia y la vida popular. Todo, construido en torno a su particular protagonista, Fabio Montale, policía hijo de inmigrantes italianos, amante del vino y de la pesca. Aquel primer volumen fue un éxito y llegaron, junto a él, Chourmo y Soleá para formar su famosa trilogía marsellesa, que ahora reedita en español el sello Akal. 

Pero la novela de Izzo, que se convertiría con Montale en uno de los autores franceses más populares del género negro, tenía mucho del compromiso político de su autor, antiguo militante del Partido Comunista Francés y periodista del periódico La Marseillaise, sostenido por la organización. Hay en sus libros una cierta nostalgia de la vida sencilla, pero también una denuncia de la desigualdad y de la corrupción de los cuerpos policiales y una alerta contra los peligros del racismo y del nuevo fascismo. este fragmento de Soleá da cuenta de su característico tono. 

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Donde no es inútil tener ilusiones en la vida

Fonfon se encogió de hombros. Mientras nos bebíamos el café, le anuncié que esa tarde no podía quedarme en el bar. La sucia historia en la que Babette parecía haberse metido me estaba machacando la cabeza. Tenía que conseguir localizarla. Cosa que en su caso no era nada fácil. Si te descuidas, la tienes haciendo un crucero en el yate de un jeque árabe. Pero no era más que una suposición. La más simpática. En realidad, cuanto más lo pensaba, más convencido estaba de que se había fugado. O de que estaba escondida en algún sitio.

 

Decidí dar una vuelta por el apartamento que ella tenía en la parte alta del Cours Julien. Lo había comprado por cuatro duros en los años setenta y ahora valía una fortuna. El Cours Julien era el barrio más de moda de todo Marsella. A un lado y otro de la calle, hasta arriba, donde el metro de Notre-Dame-du-Mont, no había más que restaurantes, bares, cafés-concierto, anticuarios y alta costura marsellesa. Toda la Marsella noctámbula se daba cita allí a partir de las siete de la tarde.

  —Ya sabía yo que no iba a durar mucho la cosa –refunfuñó Fonfon.

—¡Jo, Fonfon! Sólo es hoy.

—Vale, vale... De todas maneras, no creo que vengan clientes en manada. Estarán todos con el culo en remojo. ¿Te pongo otro café?

—Como quieras.

—¡Oye, no tuerzas el morro, que lo que te digo es para tomarte un poco el pelo! Yo no sé lo que os hacen las chicas ahora, pero, joer, cuando os levantáis de la cama, es como si os hubiera pasado una apisonadora por encima.

—No son las chicas, es el pastís. Anoche perdí la cuenta. —He dicho las chicas, pero me refería a la que he metido en el taxi esta mañana.

—Sonia.

—Sonia, parece maja.

—¡Un momento, Fonfon! No empieces tú también, eh. Ya me ha dao la paliza Honorine, así que no eches más leña al fuego.

—No echo más leña. Digo las cosas como son. Y en vez de irte a pendonear por ahí con este calor, mejor que hicieras como yo y te echaras una buena siesta. Así por la noche...

—¿Vas a cerrar?

—¿Tú me ves toda la santa tarde esperando a que se digne a entrar uno por la puerta para pedirse una menta con agua? Para eso ni me molesto, vaya. Y mañana igual. Y pasao también. Mientras haga este calor, pa qué complicarse la vida. Te doy libre, chaval. Hala, venga, vete a dormir.

No le había hecho caso a Fonfon. Y debería. La somnolencia me podía. Pesqué una casete de Mongo Santa María y la enchufé. Mambo terrífico. A tope. Y di un pequeño acelerón. Para que pareciera que entraba aire fresco en el coche. Con todas las ventanas abiertas, y, aun así, estaba chorreando. Las playas, de La Pointe-Rouge a Le Rond-Point de David, se encontraban hasta arriba de gente. Todo Marsella estaba ahí, con el culo a remojo, como decía Fonfon. Hacía bien en cerrar el bar. Incluso los cines, climatizados, no tenían ninguna sesión antes de las cinco.

En menos de media hora, estaba aparcado delante del portal de Babette. Los días de verano en Marsella son una felicidad. No hay tráfico. No hay problemas de aparcamiento. Llamé al timbre de la señora Orsini. Era la persona que limpiaba en casa de Babette cuando tenía que ausentarse,­ controlaba que no pasaba nada y le mandaba el correo. La había llamado por teléfono para asegurarme de que la encontraría.

—Con este calor seguro que no me da por salir, o sea, que pásese cuando quiera.

Me abrió. Era imposible echarle edad a la señora Orsini. Pongamos que entre cincuenta y sesenta. Dependía de la hora del día. Rubia teñida hasta la raíz, no muy alta, más bien rechoncha. Llevaba un vestido ligero y amplio por el que, a contraluz, toda ella se transparentaba. Por la mirada que me había echado, entendí que no le hubiera importado nada una siesta conmigo. Ahora sabía por qué Babette le tenía cariño. Porque era también una come-hombres.

—¿Quiere tomar algo?

—No, gracias. Sólo quería las llaves de la casa de Babette.

—Pues ya lo siento.

Se echó a reír. Yo también. Me alargó las llaves.

—Hace mucho que no sé nada de Babette.

—Está bien –le mentí–. Tiene mucho trabajo.

  —¿Sigue en Roma?

—Y con su abogado.

La señora Orsini me miró con curiosidad.

—Ya... sí, claro.

Seis pisos más arriba tuve que coger aire delante de la puerta de Babette. El piso era tal como lo recordaba. Magnífico. Una inmensa cristalera daba al Vieux-Port. Y a lo lejos, las islas del Frioul. Era lo primero que se veía al entrar, y tanta belleza te ponía un nudo en la garganta. Respiré hondo con todas mis fuerzas. Pero sólo una fracción de segundo. Porque el resto no era muy agradable de ver. El piso estaba ya manga por hombro. Alguien había pasado por allí antes que yo.

Me invadió una ráfaga de sudor. El calor. La presencia del Mal. El aire se me hizo irrespirable. Fui al grifo de la cocina y dejé correr el agua para tomar un buen trago.

Di una vuelta por las habitaciones. Las habían registrado todas, minuciosamente me daba la impresión, pero sin cuidado. En el dormitorio me senté en la cama de Babette y encendí un cigarrillo, pensativo.

Lo que buscaba no existía. Babette era tan imprevisible que ni siquiera una agenda de direcciones, de haber dejado alguna por aquí, me llevaría más que a perderme en un laberinto de nombres, de calles, de ciudades, de países. Mi interlocutor debió decidir llamarme después de haber pasado por aquí. No podía tratarse de otro. Ellos. La Mafia. Sus asesinos. La estaban buscando y, como yo, habían empezado por el principio. Por su domicilio. Sin duda habían encontrado algo que los había llevado hasta mí. Luego, las preguntas de la señora Orsini sobre Babette me habían vuelto a la cabeza. Lo mismo que la manera de mirarme. Seguro que habían estado hablando con ella.

  Aplasté el cigarrillo en un horroroso cenicero Ricordo di Roma. La señora Orsini me debía unas cuantas explicaciones. Di otra vuelta por el piso, como si se me fuera a encender la bombilla.

En la habitación donde estaba el despacho, dos grandes carpetas archivadoras de anillas, puestas en el suelo, me llamaron la atención. Abrí la primera. Todos los reportajes de Babette. Clasificados por años. La reconocía bien en eso. En ese modo que tenía ella de hacer su obra, en cierto sentido. Una obra periodística. Sonreí. Y me sorprendí a mí mismo hojeando páginas y retrocediendo hasta ese día de 1988 en que vino a hacerme una entrevista.

Y su artículo estaba ahí. Una buena media página, con mi foto en medio entre dos columnas.

«La práctica de los controles policiales por el aspecto físico está a la orden del día –le había contestado yo a la primera pregunta–. Entre otras cosas, alimenta la revuelta de todo un sector de la juventud. La juventud que vive en las peores dificultades sociales. Los comportamientos policiales vejatorios acaban legitimando o reafirmando actitudes delincuentes. Contribuyen de ese modo a la constitución de un estado de revuelta y de una pérdida de referencias.

»Algunos jóvenes desarrollan un sentimiento de omnipotencia que les conduce a rechazar todo tipo de autoridad y a querer imponer su ley en las cités. La policía es a sus ojos uno de los síntomas de esa autoridad. Pero, para oponerse eficazmente a la delincuencia, los policías deben ser irreprochables en su comportamiento. El rap se ha convertido en un medio de expresión para los jóvenes de las cités porque denuncia, muy a menudo, comportamientos policiales humillantes y demuestra que estamos lejos de conseguir lo contrario.»

  Mis jefes, francamente, no apreciaron mi discurso. Pero no rechistaron. Conocían mis puntos de vista. Fue incluso la razón por la que me pusieron a la cabeza de las Brigadas de Vigilancia por Zonas, en las barriadas norte de Marsella. En poco tiempo había habido dos meteduras de pata policiales. Lahauri ben Mohamed, un joven de diecisiete años al que se habían cargado en un simple control de identificación. La efervescencia se había apoderado de las cités. Luego, unos meses después, en febrero, le tocó a otro joven, Christian Dovero, el hijo de un taxista. Y esa vez fue toda la ciudad la que se conmovió. «¡Es un francés, cojones!», dijo chillando mi superior. Devolver la calma, la serenidad, se convirtió en urgencia. Antes de que desembarcaran los del IGPN1, la policía de la policía. Y entonces me sacaron de la chistera. El hombre milagro. Me hizo falta tiempo para comprender que yo no era más que una marioneta que movían a la espera de la vuelta a los buenos viejos métodos. Humillaciones, caras partidas, tundas de palos. Todo aquello que podía satisfacer a los que cacareaban el rollo de la seguridad.

Hoy habíamos vuelto a los buenos viejos métodos. Con un veinte por ciento de efectivos votando al Frente Nacional. La situación, en las barriadas norte, se había recrudecido. Se tensaba cada día. Bastaba con abrir el periódico cada mañana. Escuelas saqueadas en Saint-André, agresiones a médicos de guardia de noche en La Savine, a empleados municipales en La Castellane, o conductores de autobuses nocturnos amenazados. Y, subrepticiamente, la proliferación en las cités de la heroína, el crack y todas las porquerías que embrabuconaban a los jóvenes magrebíes. Y los hacían más violentos también. «Las dos plagas de Marsella –chillaban sin parar los raperos marselleses del grupo IAM– son el caballo y el Frente Nacional.» Todo el que se codeaba un poco de cerca con los jóvenes magrebíes sentía que la cosa iba a explotar de un momento a otro.

Dimití, y sabía que eso no era la solución. Pero la policía no iba a cambiar de la noche a la mañana, ni en Marsella ni en ninguna otra parte. Ser poli, le guste a uno o no, significaba pertenecer a una historia. A la redada de judíos en el Vel’ d’Hiv. A la masacre de argelinos arroja-dos al Sena en octubre del 61. A todas esas cosas. Reconocidas con retraso. Y todavía no de forma oficial. A todas esas cosas que tenían una influencia en las prácticas cotidianas de un montón de policías, cuando debían vérselas con jóvenes salidos de la inmigración.

Eso era lo que pensaba. Desde hacía mucho tiempo. Y patiné, por recoger la expresión de mis colegas. Por haber querido entender demasiado. Explicar. Convencer. «El educador», me apodaban en la comisaría de mi zona. Cuando me relegaron de mis funciones, le dije a mi jefe que cultivar lo subjetivo, el sentimiento de inseguridad, en lugar de lo objetivo, el arresto de culpables, era una vía peligrosa. Por un oído le entró y por otro le salió. Yo, en realidad, le importaba ya un huevo.

También es cierto que el gobierno actual tenía otro discurso. Que la seguridad no era sólo una cuestión de efectivos o de medios, sino de método. Me tranquilizaba algo oír, por fin, que la seguridad no era una ideología. Que se trataba únicamente de tener en cuenta la realidad social. Pero era demasiado tarde para mí. Había abandonado la pasma y, aunque no supiera hacer otra cosa, no volvería a estar de servicio.

  Saqué el artículo de la funda de plástico, para desplegarlo. Mirarlo entero. Una pequeña hoja de papel amarillento salió volando. Babette había escrito: «Montale. Mucho encanto, e inteligente». Sonreí. ¡Menuda era la Babette! La había llamado por teléfono cuando se publicó la entrevista. Para agradecerle que hubiera reproducido fielmente mis palabras. Me invitó a cenar. Seguro que tenía claras sus intenciones. Y, para qué negarlo, yo había aceptado, y más aún estando, como estaba, más buena que el pan. Pero no podía imaginar que una periodista tuviera ganas de seducir a un policía ya no demasiado joven.

Psse, admitió mi ego mirando otra vez la foto, sí que tiene encanto este Montale. Puse cara de chulo. Hacía ya mucho. Casi diez años. Desde entonces mis rasgos se habían hecho más duros, más pesados, y me habían salido unas cuantas patas de gallo y arrugas en las mejillas. Cuanto más pasaba el tiempo, más perplejo me dejaba lo que veía en el espejo. Estaba envejeciendo, hasta ahí normal, pero me parecía que envejecía mal. Le conté mi preo­ cupación a Lole una noche.

—Qué te vas a inventar ahora –replicó ella.

No me inventaba nada.

—¿Me encuentras guapo?

No sé lo que me contestó. Ni si había contestado o no. En su cabeza ella ya se había marchado. Hacia una vida distinta. Hacia otro hombre, a algún sitio por ahí. Otra vida que sería bonita. Otro hombre que sería guapo.

Algún tiempo después vi una foto de su compañero en una revista –ni siquiera en mi cabeza me atrevía a pronunciar su nombre–. Y me pareció guapo. Delgado, esbelto, de cara flaca, pelo revuelto, ojos risueños y boca bonita; un poco de piñón para mi gusto, pero bonita al fin y al cabo. Lo contrario de mí.

  Llegué a detestar esa foto, y más si pensaba que Lole podía haberla guardado en su cartera en lugar de la mía. Me costó mucho trabajo imaginármelo. Celos, me dije; no obstante, me horrorizaba ese sentimiento. Celos, sí. Y me daba un vuelco el corazón sólo de pensar que Lole podía sacar de la cartera esa misma foto o cualquier otra y ponerse a mirarla cuando él se alejara de ella algunos días o algunas horas.

Era una de esas noches tontas en las que, una vez en la cama, todos los detalles cobran una dimensión desmesurada, en las que uno no consigue entrar en razón, comprender, admitir. Había pasado ya por lo mismo con otras mujeres. Pero nunca con un dolor tan intenso. Al marcharse Lole, era mi vida la que hacía las maletas. La que había hecho las maletas.

Mi foto me estaba mirando. Me dieron ganas de beberme una cerveza. No somos bellos más que a través de la mirada del otro. De aquel que nos ama. Llega un día en que no podemos decirle al otro que es bello, porque el amor se ha largado y hemos dejado de ser deseables. Y ya puedes entonces ponerte tu mejor camisa, cortarte el pelo, dejarte bigote, que no tienes nada que hacer. Y no te concederán más que un «te queda muy bien» y no ese «qué guapo estás» tan esperado que augura sábanas arrugadas. Volví a meter el artículo en su funda y cerré la carpeta. Me estaba asfixiando. La risa de Sonia me retuvo un segundo más en el espejo de la entrada. ¿Conservaba aún cierto encanto, pese a todo? ¿Tenía futuro en el amor? Me dediqué un gesto cuyo secreto conozco. Y me di media vuelta para coger las carpetas de Babette. Leer su prosa me airearía un poco la cabeza.

—Al final sí que me bebería una cerveza –le solté a la señora Orsini cuando me volvió a abrir.

—Pues muy bien.

  Esta vez no había doble intención entre nosotros. Sus ojos se hicieron huidizos.

—No sé si tengo alguna fría.

—Es igual.

Estábamos frente a frente. Yo llevaba las llaves del piso en la mano.

—¿Ha encontrado lo que estaba buscando? –preguntó señalando las carpetas con la barbilla.

—Puede.

—Ya.

El silencio que siguió se llenó de una espesa humedad. —¿Tiene algún problema? –acabó preguntando la señora Orsini.

—¿Qué le hace pensar eso?

—Ha venido la policía. No me hace ninguna gracia. —¿La policía?

Otro silencio. Tan asfixiante como el anterior. Tenía el sabor del primer trago de cerveza en la boca. Sus ojos se hicieron huidizos de nuevo. Con una pizca de miedo muy al fondo.

—Bueno, en fin, me enseñaron una tarjeta.

Mentía.

—¿Y le hicieron alguna pregunta acerca de dónde estaba Babette, o si la había visto últimamente?¿O si tenía amigos en Marsella? Yo qué sé, ese tipo de cosas.

—Pues sí, ese tipo de cosas.

—Y les dio usted mi nombre, mi teléfono.

—Bueno, ya sabe usté que con la policía...

En ese momento le hubiera gustado que me marchara.

Cerrar la puerta. La frente le brillaba de sudor. De sudor frío.

—Con que la policía, ¿eh?

—Yo qué sé, a mí estas historias... no me hacen ningu-na gracia. Yo no soy la portera. Yo lo hago por hacerle un favor a Babette. No me paga por eso.

  —¿La amenazaron?

Sus ojos se volvieron hacia mí. Extrañada por mi pre-gunta, la señora Orsini. Abrumada también por lo que estaba sobrentendiendo. La habían amenazado.

—Sí.

—¿Para que les diera mi nombre?

—Para que vigilara el piso... Por si venía alguien, a ver quién era y qué quería. Para que tampoco le reenviara el correo. Que me iban a llamar todos los días. Y que más me valía que contestara.

Sonó el teléfono. Justo a nuestro lado. Estaba en la có-moda, encima de un mantel de encaje. La señora Orsini descolgó. La vi palidecer. Me miró muerta de pánico.

—Sí, sí, claro.

Y tapó el teléfono con la mano temblorosa.

—Son ellos. Es... para usted.

Me pasó el teléfono.

—Qué pasa.

—Te has metido en faena, Montale. Nos parece perfec-to. Pero no te molestes demasiado. Vamos con un poco de prisa, ¿comprendes?

—Vete a tomar por culo.

—A tomar por culo te vas a ir tú, y prontito, gilipollas.

Y colgó.

La señora Orsini me miraba. Ahora ya estaba aterrori-zada.

—Siga haciendo lo que le dijeron que tenía que hacer. Deseé a Sonia. Deseé su sonrisa. Sus ojos. Su cuerpo, que todavía me era desconocido. La deseé locamente. Deseé perderme en ella. Olvidar en ella todo ese asco del

mundo que se apoderaría de nuestras vidas.

Porque todavía me quedaban algunas ilusiones.

1.Inspection générale de la Police nationale, Inspección General de la Policía Nacional. [N. de la T.]

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'Nox', de Anne Carson

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La editorial

El sello Akal se funda en 1972, todavía bajo la dictadura franquista, con el propósito de rebelarse contra los mandatos de lo que el sello llama "establishment cultural". Pese a que en su catálogo hay desde literatura clásica hasta astronomía, es conocida sobre todo por su biblioteca de ensayo sobre los movimientos de izquierdas (Mao y Marx están entre sus autores) y los libros que abordan cuestiones políticas, sociales y culturales de actualidad, como No tengo tiempo, de Jorge Moruno, o El mito de la Transición pacífica, de Sophie Baby. 

Cuando Jean-Claude Izzo (Marsella, 1945-2000), hoy considerado uno de los maestros del género negro francés, entró en la primera línea de la literatura francesa, tenía ya 50 años. En 1995, después de haber dedicado su escritura casi exclusivamente a la poesía, accedió a publicar Total Kheops, novela ambientada en su Marsella natal, que tan bien conocía, en la que el autor desarrollaba su particular cóctel de reflexión sociológica sobre los cambios operados en la ciudad, la inmigración, la mafia y la vida popular. Todo, construido en torno a su particular protagonista, Fabio Montale, policía hijo de inmigrantes italianos, amante del vino y de la pesca. Aquel primer volumen fue un éxito y llegaron, junto a él, Chourmo y Soleá para formar su famosa trilogía marsellesa, que ahora reedita en español el sello Akal. 

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