¿A qué suena el verano? Música y cine para embalsamar el tiempo

Fotograma de 'Mamma Mia!'

En una escena de La virgen de agosto, Eva (Itsaso Arana) ve actuar a Soleá Morente. La canción que interpreta en una de las fiestas que dominan los barrios de Madrid durante el mes de agosto se titula Todavía (“todavía queda tiempo”, canta), y emociona enormemente a la protagonista de este film de Jonás Trueba. Tanto como para que poco después, al toparse de forma fortuita en un bar con la cantante y sus músicos, se anime a acercarse a ellos. “Nada, solo quería deciros que me ha gustado mucho”, les dice Eva. Los músicos lo agradecen. Seguidamente, cuando se quedan solos, escuchamos a Morente musitar “jo, qué guay”. El gesto de Eva le ha conmovido. Por sencillo, por honesto, por fugaz. Un momento de conexión a través de la música y el verano compartido.

Uno de los tantos poderes mágicos que atesora la música tiene que ver con los recuerdos. Al ambientar ciertas vivencias, la música puede magnificarlas según la memoria las procesa, y pasan a ser inseparables. Quizá porque también contribuye a ofrecer consuelo sobre las mismas. El personaje de Eva no tiene demasiado de lo que consolarse —este verano de desocupación y reencuentro consigo misma recuerda al privilegiado verano de Delphine en El rayo verde, siendo Éric Rohmer una obvia influencia de Trueba—, pero quizá sí lo tenía Meryl Streep cuando en septiembre de 2001 acudió a ver el musical de Mamma Mia! a un teatro de Broadway. Los atentados del 11-S en la misma urbe neoyorquina estaban espantosamente recientes. La gran actriz ha contado muchas veces que ver Mamma Mia! en esas circunstancias supuso una afirmación de vida.

¿Quizá fuera un recuerdo magnificado de tantos? ¿Un relato muy oportuno para promocionar ocho años después la adaptación de Mamma Mia! que Streep protagonizaba como Donna? Ambas cosas pueden ser ciertas al mismo tiempo, y ser incapaces de matizar aún así la sorprendente energía festiva de este musical integrado por canciones de ABBA. Mamma Mia! se estrenó en el verano de 2008 e igualmente fue capaz de magnificarlo, como quedó patente cuando el año pasado, durante el fenómeno Barbenheimer —más pronto que tarde recordaremos esos días de 2023 con nostalgia—, hubo quien recordó que había habido un Barbenheimer primigenio. El formado por Mamma Mia! y otra película de Nolan previa a Oppenheimer. El musical de ABBA compartió carteleras con El caballero oscuro. Mucha gente vio ambas películas con escasísimo margen en el verano de 2008.

Fue un verano genial, qué duda cabe. Lo son todos los veranos que nos empeñamos en recordar, ya sea porque nos definieron o porque su recuerdo sigue siendo capaz de emitir briznas de felicidad. Por supuesto hay una canción de ABBA que habla de esto, y que suena en la misma Mamma Mia! Our Last Summer es interpretada en conjunto por Colin Firth, Pierce Brosnan y Stellan Skarsgård, dedicada a sus respectivos romances veraniegos con Streep. De uno de esos romances veraniegos nació supuestamente Sophie (Amanda Seyfried), pero Mamma Mia! concluía que no importaba quién era realmente su padre biológico. Todos lo eran, porque todos estos hombres habían compartido con Donna un verano inolvidable, y ahora regresaban para prorrogarlo.

Pocas películas transmiten la felicidad irredenta y ridícula de Mamma Mia! Su frivolidad hedonista

Pocas películas transmiten la felicidad irredenta y ridícula de Mamma Mia! Su frivolidad hedonista, su ingenio a la hora de explotar las pulsiones más estrictamente populistas del espectador, la han convertido en un clásico absoluto. Cualquier reproche que le podamos hacer, frente a este rango, es proclive a ser despachado con una alegre ironía. Por ejemplo en cuanto al penoso retrato de la población griega de la ficticia isla de Kalokairi, descrita como testigos mudos y exóticos que solo reaccionan a la comedia o hacen bulto como extras en los números musicales. En este sentido, cabe afearle a Mamma Mia! que no sea una fiesta para todo el mundo. Y deducir que, a la hora de pensar el verano musical de una forma amplia, haya que acudir a otros rincones.

El mismo 2008 de la coincidencia Mamma Mia-El caballero oscuro (y del inicio de una gran recesión que iba a necesitar mucha música para hacerse soportable), también debutó en los escenarios In the Heights, el primer gran musical de Lin-Manuel Miranda (Hamilton). Se ocupaba de las vivencias de la comunidad migrante del neoyorquino barrio de Washington Heights, proponiendo una original mezcla de géneros en sus composiciones (rap, pop, salsa). El musical llegó asimismo al cine en verano de 2021, con una película que conocimos en España como En un barrio de Nueva York. Por lo general, era una adaptación fiel. Esa inmersión en el día a día de la comunidad, con sus experiencias y dramas compartidos, estaba intacta.

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De propina teníamos todo un número ambientado en una piscina pública, muy impactante por la cercanía de sus espacios en contrapartida al alcance de los sueños que revelaban tener sus personajes. El título 96.000 hacía referencia al dinero que podían ganar con la lotería, y contando lo que harían de conseguirlo, En un barrio de Nueva York remitía al Money Money de ABBA, también presente en Mamma Mia! Los habitantes de Washington Heights compartían sus objetivos, sus esperanzas de algo mejor, pero lo hacían de forma bastante casual. La dicha enorme que experimentaban en el momento presente, con esos bailes y chapuzones, era similar a la del posterior número Carnaval de barrio, donde pese al calor y las distintas amenazas urbanas (racismo, discriminación institucional, gentrificación), todos salían a la calle a celebrar la vida en común.

Pero puestos a quedarnos con una película donde la música se fusione con el espíritu veraniego de un modo absolutamente poético quizá habría que regresar a las ligas japonesas, tan dadas a fundir lo efímero y lo grandioso. Yasujiro Ozu es célebre sobre todo por las codas de sus películas, teorizadas por Paul Schrader: esa sucesión con aroma zen de planos de exteriores que de vez en cuando interrumpen la trama para subrayar la pequeñez del ser humano, y la transitoriedad de sus preocupaciones. Nobuhiro Yamashita dio con una estrategia apasionante de releerlas en su película de 2005 Linda Linda Linda. En vísperas de verano, para el festival de fin de curso, cuatro chicas adolescentes montan una banda punk a toda velocidad. Una de ellas, la cantante, resulta ser una estudiante coreana de intercambio que no domina el japonés. Ups.

Miguel Muñoz Garnica destacaba de Linda Linda Linda sus “aperturas visuales al mundo que transcurre más allá de la vida de las protagonistas”: momentos pausados que, como las codas de Ozu, insinuaban lo que les rodeaba a base de abrir el plano o proponer un meandro inesperado para la trama. Siguiendo con Garnica, el resultado era “una temporalidad suspendida, en un presente perfecto donde el futuro no existe”, que estallaba en el concierto final. Un concierto con el cual acababa el curso, sin ninguna garantía de que el grupo prosperara —Son, la chica coreana, se marcharía antes o después—, pero que nos ofrecía la escena estival definitoria: esa que ilustra un verano eterno, porque es el que estamos viviendo justo ahora. Todavía queda tiempo. 

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