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Un microcosmos del mundo rural gallego durante el franquismo: tarde de verano en el Mesón de Muras

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H. Beiras Cal

Eran unas tardes húmedas y sofocantes. Tras la comida, el mesón caía en un sopor silencioso solo alterado por el rechinar de un carro lejano o el zumbido de una abeja. Nadie aparecía hasta que antes de las cinco llegaba un paisano con un caballo que ataba a una argolla de la fachada. Franqueaba el umbral con un educado 'buenas tardes' mientras retiraba la boina con la que cubría una blanca calva.

Uno a uno iban apareciendo los habituales. Como Ramiro da Ponte, que preparaba  oposiciones a secretario de ayuntamiento, escondido tras las enormes lentes de sus gafas.  Era considerado un intelectual del que se decía sabía de todo; hablaba alemán y entendía ruso. Recogía todas las tardes el diario ABC que enrollado le traía el correo. Nunca faltaban a la cita algunos vecinos que habían hecho fortuna en La Habana. Marcaban un contraste con su atildado aspecto, grandes sortijas de oro, blancas guayaberas y anchos y frescos pantalones de inmejorable caída que solo tenían los indianos. 

Los potentes ruidos de las herraduras contra el suelo anunciaban la llegada de la autoridad. La pareja de la Guardia Civil finalizaba su servicio. Cruzaban el umbral con un recio saludo: "¡buenas tardes, caballeros!", emitido con un acento foráneo. Y pidiendo al tío Bernardo, que regentaba el negocio del mesón y el bar tras una pequeña barra: "¡dos Castillas, Bernardo!"

En aquel microcosmos se representaba a la perfección el mundo rural gallego del franquismo. Alguien a la puerta anunciaba: "ahí viene 'la línea'". Efectivamente, avanzaba cruzando el Eume por la Ponte Nova el autocar de los hermanos Veiga, que viajaba de Viveiro a Lugo por las mañanas y regresaba por la tarde

Bernardo era menudo, con una traviesa mirada y un sutil sentido del humor, parecido al actor francés Luis de Funes. Cruzaba la carretera arrastrando una pierna debido a una caída juvenil. Se contaba que, tras un desengaño amoroso, una tarde de lluvia se arrojó desde la Ponte Nova al rio Eume agarrado a un enorme paraguas que frenó su caída, desviándolo al centro de un enorme zarzal donde, malherido pero vivo, gritó avergonzado hasta que lograron rescatarlo.

En aquel microcosmos se representaba a la perfección el mundo rural gallego del franquismo. Alguien a la puerta anunciaba: "ahí viene 'la línea'". Efectivamente, avanzaba cruzando el Eume por la Ponte Nova el autocar de los hermanos Veiga, que viajaba de Viveiro a Lugo por las mañanas y regresaba por la tarde. Súbitamente emergía con un estruendo, saliendo del túnel formado por la bóveda de robles arrastrando tras de sí una densa nube de polvo.

La paz soñolienta volvía y poco a poco los parroquianos se iban dispersando. Solo aquellos sin ocupaciones o más aburridos continuaban la cháchara acodados en la barra

El bus se detenía pero el polvo que lo seguía continuaba inadvertido carretera adelante hacia el Alto de La Gañidoira, flanqueado por dos filas de abedules. El ruido de las puertas daba paso al salto de Angelito, el revisor, un joven atlético que de tres zancadas subía a la baca  y entregaba a los viajeros sus equipajes, arrojando al suelo la saca de recia lona del correo, atravesada con las  bandas roja y gualda y la leyenda Correos Españoles. A veces se alternaban con alguna que lucía la bandera roja, gualda y morada con la leyenda: Correos República Española.

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Mi habilidosa y pragmática abuela utilizó las que sobraban para tapizar el somier de la cama de mis padres, donde ajenos a pasados conflictos conviven aún apaciblemente. Tras beberse de un trago la pequeña copa de coñac, revisor y conductor gritaban: "¡señores, nos vamos!" Y tras la nube de polvo desaparecía el autobús camino de Viveiro.

La paz soñolienta volvía y poco a poco los parroquianos se iban dispersando. Solo aquellos sin ocupaciones o más aburridos continuaban la cháchara acodados en la barra.

El Mesón de Muras era una casa familiar que servía de tienda para todo, tasca, estafeta de correos, estanco y parada del autobús de línea, dado que el núcleo de Muras estaba algo apartado de la carretera general.

Eran unas tardes húmedas y sofocantes. Tras la comida, el mesón caía en un sopor silencioso solo alterado por el rechinar de un carro lejano o el zumbido de una abeja. Nadie aparecía hasta que antes de las cinco llegaba un paisano con un caballo que ataba a una argolla de la fachada. Franqueaba el umbral con un educado 'buenas tardes' mientras retiraba la boina con la que cubría una blanca calva.

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