“¡A tierra, puto!”: el bulo de la corrupción moral que llevó a Isabel la Católica al trono

2

Ana Isabel Carrasco Manchado

El 5 de junio de 1465, en una explanada próxima a la muralla de Ávila, algunos de los principales grandes nobles del reino de Castilla y de León se unieron para deponer al rey Enrique IV (1454-1474). Erigieron un cadahalso y colocaron en una silla real una estatua del rey. Una a una le fueron retirando las insignias reales, la corona, el cetro, la espada y demás ornamentos reales. Dice el cronista Diego de Valera que con los pies derribaron la estatua del cadahalso y gritaron: “¡A tierra, puto!” (en el lenguaje de la época, indudablemente “sodomita”). En su lugar hicieron rey a un niño de once años, el medio hermano del rey, el infante Alfonso.

Los protagonistas de esta narración son bien conocidos, pues el gran relato nacional de la Historia de España no ha dejado de evocarla, oponiendo la corrupción moral de la época del rey que pasó a la historia como “El Impotente” (y su hija como “La Beltraneja”), a la santidad providencial de su hermana Isabel “La Católica”, verdadera beneficiada de los hechos que acaecieron. La serie de TV de 2012, Isabel, popularizó estos episodios.

El reinado de Enrique IV de Castilla fue, desde luego, clave históricamente, pues marcó el curso de acontecimientos posteriores, al decantar una de las posibles vías de expansión de unos reinos que en esa época estaban todavía en construcción: la guerra y las alianzas matrimoniales no dejaban de modificar el mapa de Europa. Con la deslegitimación de la única hija del rey, la princesa Juana de Castilla, gracias a una profunda y persistente labor de propaganda como nunca se había realizado, y tras una larga guerra que se prolongó tras la muerte del rey, Castilla viraría hacia Aragón. Y es que los vencedores fueron finalmente la infanta Isabel de Castilla y el heredero de Aragón, el príncipe Fernando (reyes de Castilla y de Aragón en 1479, tras el tratado de paz que fue firmado con el rey de Portugal). De haber salido vencedora la pareja del rey Alfonso V de Portugal y la princesa Juana de Castilla, la unión dinástica producida habría unido los reinos de Portugal y Castilla, y la historia, quizá, habría sido otra.

El núcleo de la propaganda contra el rey Enrique IV lo constituye el bulo de una corte moralmente corrompida por la depravación sexual que nobles y favoritos exhibían sin pudor animados por un rey indolente, manejable e intrínsecamente vicioso

El núcleo de la propaganda contra el rey Enrique IV lo constituye el bulo de una corte moralmente corrompida por la depravación sexual que nobles y favoritos exhibían sin pudor animados por un rey indolente, manejable e intrínsecamente vicioso. Las facciones de nobles y eclesiásticos (que ya guerrearon contra Juan II), afirmaban que en la corte del rey no se respetaba la fe católica, se daba acogida a ateos (“que creen e dicen e afirman que otro mundo non aya si non nascer e morir como bestias") y a “gentes de moros” y conversos al Islam (los “elches”) que no cesaban de violar a mujeres, casadas y vírgenes, y cometer con hombres y mozos pecados contra natura. Estas acusaciones esgrimieron los sublevados contra el rey el año antes de su deposición.

La circulación de bulos y rumores sobre la propia homosexualidad del monarca, sobre su impotencia, sobre la infidelidad de la reina (inducida por el propio rey) y la bastardía de Juana, a la que atribuían ser hija del Duque de Alburquerque, Beltrán de la Cueva, noble de linaje medio favorecido por el rey para compensar la influencia de los grandes, envenenó de tal modo el ambiente, que consiguió que se tambaleara el consenso a favor de un rey cuyo talante, más que guerrero, tendía a ser dialogante y negociador. De ahí los vacilantes acuerdos sobre la sucesión que hubo que concertar para pacificar el reino, y que perjudicaron a su propia hija. El historiador Tarsicio de Azcona, biógrafo de Isabel de Castilla y de Juana de Castilla, ya probó a mediados del siglo XX que todos esos argumentos no eran más que burda propaganda para arrebatar la legitimidad a la princesa Juana.

En la época, esta propaganda se difundía oralmente, en las casas palaciegas, en las tabernas, en los caminos, se cantaba en coplas, como las del Provincial o las de Mingo Revulgo, o por escrito por medio de cartas, o se consagraba para la posteridad, en la pluma de los cronistas

En la época, esta propaganda se difundía oralmente, en las casas palaciegas, en las tabernas, en los caminos, se cantaba en coplas, como las del Provincial o las de Mingo Revulgo, o por escrito por medio de cartas, o se consagraba para la posteridad, en la pluma de los cronistas. El más mordaz y eficaz destructor de la imagen del rey Enrique fue el cronista Alfonso de Palencia (1423-1492). Palencia atribuye al marqués de Villena, Juan Pacheco, privado del rey, el haberle iniciado en su pubertad en sus crímenes nefandos. Elabora un catálogo de comportamientos viciosos y bestiales que pintan al rey, tanto en su figura como en sus hábitos, con un carácter animalesco y salvaje, impropio de la civilización. La animalización del enemigo ha sido una constante en la historia para atraer la animadversión y el rechazo en la audiencia.

Recuerda en su obra Gesta hispaniensia cómo el rey huía a los bosques y construyó edificios para encerrarse “a solas con sus alcahuetes”. Forjó un retrato turbio del rey, que extendió a otros cortesanos y consejeros. Menciona como amantes, verdaderos o seducidos por el rey, a Gómez de Cáceres, a Francisco Valdés, a un tal Alonso de Herrera, a Miguel Lucas de Iranzo o al propio Beltrán de la Cueva. Su relato de los apetitos sexuales de Enrique y de sus partidarios fue tenido por cierto por el influyente erudito Marcelino Menéndez Pelayo y convenció también al doctor Gregorio Marañón, que afirmó que bien pudiera haber tenido el rey estas inclinaciones (“perversiones” o “ejercicio anormal del amor”, escribía el erudito doctor), compatibles, según él con su biología (“displásico eunucoide con reacción acromegálica”).

Según Marañón, la compañía de musulmanes habría contribuido a sus inclinaciones (Enrique IV, como otros reyes castellanos anteriores, mantenía una guardia de caballeros granadinos perfectamente aceptada, como ha mostrado Ana Echevarría Arsuaga en Knights on the frontier: the Moorish guard of the Kings of Castile. 1410-1467 (Leiden, 2009). El propio doctor Marañón da crédito al bulo circulante del gusto sodomítico de los musulmanes, tópico de una propaganda antiislámica excluyente destinada a quebrar la integración de los musulmanes en los reinos cristianos ibéricos: “Es sabido que en esta fase de la decadencia de los árabes españoles la homosexualidad alcanzó tanta difusión que llegó a convertirse en una relación casi habitual y compatible con las normales entre sexos distintos” (p. 63). Ni esto era cierto, ni que el siglo XV fuera una época de eclosión de la homosexualidad en Castilla, como se ha escrito, muy al contrario, pues las formas de castigar la sodomía se endurecieron bajo el reinado de Enrique IV.

En momentos de crisis y de conflictos por la distribución de poderes y por la participación en el gobierno (los conflictos dinásticos no son más que una derivada), se activaron fórmulas de propaganda, que daban cabida a rumores demoledores que calificaríamos hoy de fake news

Los reyes medievales no tenían fácil la tarea de gobernar. En la Edad Media cuenta más el poder que la “política”. Gobernar significaba sobre todo impartir justicia. Encarnar el ideal de justicia era lo que confería a los reyes legitimidad en un sistema de relaciones feudales. En los siglos XIV y XV, la gobernación se había ido haciendo más compleja, por el desarrollo económico y cultural previo y por el impacto de las técnicas burocráticas. Los reyes, que todavía eran fundamentalmente señores, aunque preeminentes por su condición, estaban obligados a contar con el resto de las fuerzas sociales: los otros señores, nobles o eclesiásticos, la Iglesia, los ciudadanos, que tendían a tomar decisiones de forma colegiada, los juristas y letrados que ocupaban los oficios de la administración, y, de manera cada vez más patente, también el común. Gobernar ya no solo era impartir justicia, sino que implicaba, sobre todo, recaudar y distribuir las rentas y privilegios.

Desmontando el bulo de que "la Guerra Civil salvó a España del comunismo" que tanto repitió el franquismo

Ver más

Las comunidades, rurales o urbanas, eran cada vez más conscientes de su papel en la participación de los asuntos públicos, puesto que en ellas reposaba la mayor carga fiscal y el consentimiento al impuesto, que otorgaban en las Cortes. El mayor peso de las comunidades traía consigo una mayor necesidad para los reyes de forjarse una imagen intachable de monarcas religiosos, virtuosos y justos en grado extremo, y además viriles. La opinión pública contaba mucho en una sociedad en la que el honor y la fama funcionaban como elemento jerarquizador y distintivo para integrar y excluir a grupos y a individuos, una sociedad que se había ido haciendo más intolerante desde el siglo XIII. En momentos de crisis y de conflictos por la distribución de poderes y por la participación en el gobierno (los conflictos dinásticos no son más que una derivada), se activaron fórmulas de propaganda, que daban cabida a rumores demoledores que calificaríamos hoy de fake news.

No deja de sorprender que sigan funcionando esquemas medievales en los bulos que difunden los grupos de ultraderecha en las redes

Las democracias actuales son cada vez más presidencialistas. “Cuando las ideologías declinan, cuando la definición del interés general se revela más problemática y cuando el futuro parece incierto y amenazante, son en efecto los talentos y las virtudes de los gobernantes -para utilizar palabras de antaño- los que vuelven de manera significativa y sirven de puntos de referencia” (Pierre Rosanvallon, El buen gobierno, Buenos Aires, 2015, 277). Este historiador ha advertido del retorno hacia formas pre-políticas en las democracias modernas, como la vuelta al modelo medieval de príncipe virtuoso.

Y no deja de sorprender que sigan funcionando esquemas medievales en los bulos que difunden los grupos de ultraderecha en las redes, bulos como una red de pedófilos que habrían liderado el jefe de campaña de Hillary Clinton y la propia Hillary Clinton, con sacrificios de niños ofrendados al demonio para beber su sangre, o bulos de la ultraderecha en España que no cesa de declarar que “desde la llegada de Sánchez al gobierno se han disparado las violaciones y agresiones sexuales” en el país, por causa de la llegada descontrolada de migrantes, muchos de ellos musulmanes. Los bulos de la era digital son muy medievales y tienen muy parecida finalidad.

El 5 de junio de 1465, en una explanada próxima a la muralla de Ávila, algunos de los principales grandes nobles del reino de Castilla y de León se unieron para deponer al rey Enrique IV (1454-1474). Erigieron un cadahalso y colocaron en una silla real una estatua del rey. Una a una le fueron retirando las insignias reales, la corona, el cetro, la espada y demás ornamentos reales. Dice el cronista Diego de Valera que con los pies derribaron la estatua del cadahalso y gritaron: “¡A tierra, puto!” (en el lenguaje de la época, indudablemente “sodomita”). En su lugar hicieron rey a un niño de once años, el medio hermano del rey, el infante Alfonso.

Más sobre este tema
>